BUSH. ARTIFICE DEL DESASTRE. UNA NOTA DE JOSE MIGUEL OVIEDO


LA REPUBLICA NOVIEMNRE 16, 2008

Opinión | Estados Unidos. Bush, artífice del desastre
Por José Miguel Oviedo.

A sólo dos meses de que termine su mandato, caben muy pocas dudas de que George W. Bush pasará a la historia como uno de los peores presidentes –si no el peor– de Estados Unidos. Incluso si se lo compara con Nixon, el récord de éste podría parecer un poco mejor: Nixon era un tipo inescrupuloso, hambriento de poder e indiferente a los límites de la ley, pero al menos tuvo la sagacidad de romper el aislamiento en que la política exterior norteamericana mantenía a China e iniciar una apertura que tendría grandes consecuencias. Bush es del todo incapaz de esa clase de visión; en realidad, no tiene ninguna de las condiciones personales, intelectuales y políticas que su alto cargo requiere. Es asombroso que no sólo haya sido elegido presidente, sino reelegido para un segundo período, aunque lo fuese apenas por una diferencia de 537 votos. Menos de un tercio de la población aprueba hoy su labor y la mayoría piensa que ha fracasado. A punto de cederle el puesto a Barack Obama –el presidente electo que tantas expectativas ha despertado–, es la hora de hacer el balance de sus ocho años de gobierno. La principal cualidad de un verdadero líder político es hallar el equilibrio entre la flexibilidad para actuar y la firmeza de sus convicciones profundas. El problema esencial de Bush es su increíble rigidez mental y que, precisamente por carecer de ideas, las reemplaza por un conjunto limitado de obsesiones muy arraigadas que nublan su juicio y le impiden pensar con coherencia.

Eso se refleja en el lenguaje que usa en sus declaraciones públicas: es un orador atroz, que no produce ninguna convicción (a veces da la impresión de que ni él mismo cree lo que dice) pese a que se repite hasta la náusea, machacando una y otra vez con la esperanza de que algo se impregne en el cerebro de quienes lo escuchan. Para lograr ese efecto y facilitarle la memorización, él o sus asistentes han convertido sus declaraciones en una monótona secuencia de frases que suelen no exceder más de diez palabras; son como lingotes de plomo frecuentemente rematadas por el consabido estribillo "God save America", lo que no deja de ser oportuno.

Junto con esa degradación del lenguaje, se ha producido un serio empobrecimiento del debate político en el país, que ha acarreado el descrédito de su papel en el plano internacional y una decadencia de los valores que sustentan su vida democrática. Como todos sabemos, la guerra en Irak se basó en información falsa, pero no se trató en este caso de un honesto error: hubo un plan deliberado, por parte del presidente y su corte de burócratas y tecnócratas –más arrogantes que eficaces– para negar las evidencias del error, desviar la atención del público sobre la verdad de los hechos y seguir adelante con el proyecto original, como si nada hubiese ocurrido. La monumental terquedad de Bush se disfrazó como patriótica firmeza para defender la guerra como garantía de seguridad contra el terrorismo. Han pasado ya seis años desde la invasión de Irak y la intervención militar continúa sin un claro fin a la vista, mientras la situación en Afganistán empeora día a día y toda la región vive en un estado de inestabilidad y violencia que compromete la gran cuestión del Medio Oriente: la paz entre Israel y Palestina.

El precio en vidas, heridos y desplazados es altísimo, y dura tanto que casi nos hemos acostumbrado a considerar que una semana en el frente de batalla es buena cuando las estadísticas registran menos bajas que la anterior, aunque eso se deba generalmente a que los insurgentes iraquíes se han aburrido ya de matar o a que se toman una pausa táctica. En términos económicos, las cifras no son menos obscenas: para conseguir sus objetivos y no dar marcha atrás, Bush logró que el Congreso aprobase presupuestos militares cada vez mayores para mantener un flujo continuo de cientos de billones de dólares, lo que supone un enorme peso sobre las arcas fiscales y las espaldas de los contribuyentes.

Así, la guerra también ha desangrado económicamente al país y creado un cuantioso déficit que ha llevando sus recursos a un punto peligroso, con las consecuencias que ahora todos lamentan. Los síntomas de la presente crisis financiera eran visibles por lo menos desde hace un año, pero Bush decidió no atenderlos y sencillamente prefirió negarlos. Cuando los índices económicos señalaban que el período de gozosa ebriedad en que vivía Wall Street estaba llegando a su fin, Bush repitió decenas de veces sus frases-clichés de irresponsable optimismo: no estábamos enfrentando una recesión sino sólo una desaceleración ("slowdown"); saldremos adelante porque "las bases de nuestra economía son sólidas" (cuando el problema era justamente ése); si mantenemos la confianza, superaremos esta crisis pasajera, y otras vaguedades por el estilo. Por supuesto que Bush no es directamente responsable de haber creado el sistema que permitió que las instituciones financieras se regulasen a sí mismas (fue Reagan –otro Republicano– el "filósofo" detrás de esa idea), pero sí de negarse a enmendarlo a tiempo y acabar con formas de actividad bancaria que tenían más de riesgosos juegos de azar que de operaciones financieras; era el capitalismo en su estado más salvaje. El Estado ha tenido que socorrer, inyectando billones de dólares, a esas instituciones para evitar el desplome del sistema entero. En estos momentos no es posible decir si la medida de emergencia es demasiado tardía o no. Pero mientras esa crisis cuelga de un hilo, hay otra, seguramente más profunda e inquietante: la casi general destrucción de los fundamentos mismos del orden legal norteamericano. El legado más negro que deja Bush es un conjunto de doctrinas y acciones que niegan, por razones pragmáticas o espurias, ciertos principios esenciales en todo sistema democrático: su gobierno estableció el derecho de Estados Unidos a lanzar cualquier forma de ataque "preventivo" ("preemptive") contra cualquier país si juzgaba que éste tenía una intención agresora; en Guantánamo hay cientos de detenidos como sospechosos de terrorismo que llevan años sin ser acusados formalmente ni ser juzgados por delitos específicos, en una abierta violación de los derechos humanos; los servicios de inteligencia han interceptado las comunicaciones telefónicas o electrónicas de centenares de miles de norteamericanos, o han transferido en forma clandestina a presuntos terroristas a territorios donde pueden ser interrogados sin ningún tipo de protección legal, lo cual significa que la tortura se ha institucionalizado, etc.

Todo esto es parte de un vasto propósito: crear un régimen de excepción paralelo al legítimo para actuar fuera de todo control. Al promoverlo o aceptarlo, Bush ha asestado un golpe de muerte a la autoridad moral de Estados Unidos en el mundo. La historia no lo absolverá de este desastre.
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EXPRESO 10 11 08

La decencia de George W. Bush

WASHINGTON.- El día de las presidenciales de 2008 debe de haber estado repleto de paradojas pesarosas para el presidente titular. Iraq –el asunto que dominó la presidencia de George W. Bush durante cinco amargos y polémicos años– está al borde de una paz milagrosa. Y aun así, este logro no sirvió para restablecer la talla política de Bush, o para evitar que su partido lo relegara a un plano discreto.
Michael Gerson

El logro es histórico. En 2006, Iraq había degenerado en una matanza sectaria que sólo parecía probable que se detuviera cuando el suministro de víctimas se hubiera agotado. Manifestando una terquedad propia de Truman, Bush defendió escalar una guerra que la mayoría de los estadounidenses –y algunos del Pentágono– habían abandonado ya mentalmente.

¿El resultado? Una rebelión tribal sunita contra sus opresores de al-Qaeda, una campaña eficaz contra las milicias chiitas en Bagdad y Basora, y la huida de los jihadistas de Iraq a campos de batalla menos mortales. En una atmósfera más estable, los políticos de Iraq han realizado progresos políticos dramáticos. El ejército iraquí y las filas de la policía han crecido de tamaño y eficacia y ahora controlan por completo 13 de las 18 provincias de Iraq. Y durante el mes anterior a las elecciones, las muertes estadounidenses en combate alcanzaban el nivel más bajo de toda la guerra.

Durante años, los críticos de la guerra de Iraq plantearon una pregunta con sátira: “¿qué aspecto tendría una victoria?” Si los progresos continúan, podría parecerse a lo que hemos visto.

Pero el Air Force One –visto normalmente durante las elecciones presidenciales dirigiéndose a estados sin decidir para los actos de campaña– estuvo aparcado durante esta campaña gran parte del tiempo. El Presidente Bush hizo acto de aparición junto a John McCain en público un total de tres veces– y aparecía en la retórica de McCain como contrariedad la mayor parte de las veces.

Este parece ser el sino actual de Bush: ni siquiera el éxito granjea alabanza alguna. Y las razones probablemente se refieran a Iraq. La ausencia de polvorines de armas de destrucción masiva tras la guerra supuso un revés enorme. La conducta primera de la ocupación de Iraq resultó terriblemente ineficaz. Y las esperanzas de que la guerra hubiera dado un giro –motivadas repetidamente por iraquíes votando con dedos manchados de tinta y aprobando una Constitución– fueron frustradas en demasiadas ocasiones, hasta que muchos estadounidenses se volvieron poco dispuestos a creer nada más.

Los fracasos iniciales en Iraq funcionaron igual que un eclipse solar, bloqueando la luz de cada avance nuevo. Pero esos avances, desaparecido finalmente el eclipse, son considerables en comparación con cualquier presidencia. Debido a la aprobación de Medicare Part D, casi 10 millones de ancianos de renta baja reciben recetas gratuitas o abonan una parte del importe. La reforma educativa de No Child Left Behind ha ayudado a elevar la nota media en habilidad lectora de los alumnos de cuarto año a su nivel más alto en 15, y ha reducido el vacío en los progresos entre los alumnos blancos y afroamericanos. El Plan de Ayuda de Emergencia del Presidente para el Sida ha proporcionado tratamiento a más de 1.7 millones de personas, y cuidados paliativos a 2.7 millones de huérfanos y niños vulnerables por lo menos. Y la decisión de optar por el incremento en Iraq será estudiada como modelo de dirección presidencial.

Estos avances, es cierto, cuentan con audiencias limitadas para elogiarlos. Muchos conservadores ven Medicare, la reforma de la educación o la ayuda exterior como herejías. Muchos progres se niegan a reconocer la humanidad de Bush, y mucho menos sus logros.

Pero esa humanidad es exactamente lo que recordaré. He visto mostrar al Presidente Bush más lealtad de la que se le ha mostrado, más generosidad de la que ha recibido. He visto su resistencia bajo el peso de la mala voluntad y su perdón a amigos desleales. En repetidas ocasiones he visto el tirón natural de su orgullo superado rápidamente por una decencia más profunda –una decencia cautivadora en privado y consecuente en público–.

Antes de la cumbre del G8 en 2005, los altos funcionarios de la Casa Blanca se opusieron de forma aplastante a una nueva iniciativa encaminada a combatir la malaria en África por razones de coste e ideología –una medida diseñada para salvar centenares de miles de vidas, principalmente de niños de menos de 5 años–. En la crucial reunión política, una persona la apoyó: el Presidente de los Estados Unidos, cerrando un debate con un convencimiento moral que otros han criticado. Vi cómo este marco moral le conducía a la identificación inmediata con la infancia moribunda de África, la disidencia china, los ex esclavos sudaneses, la defensa de las mujeres birmanas. Es el motivo de que no sea cínico nunca con el gobierno, ni con el Presidente Bush.

Para algunos, esta imagen de Bush está tan separada de su propio concepto que debe ser rechazada. Eso es, quizá, comprensible. Pero significa poco para mí. Porque he visto la decencia de George W. Bush.

© 2008, The Washington Post Writers Group
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LA PRIMERA 25 de septiembre de 2008

César Lévano
cesar.levano@diariolaprimeraperu.com

La segunda ola del desastre
Hace días anticipamos que aún faltaba lo peor en la crisis económica de Estados Unidos: el desempleo masivo.

Ayer, la CNN indicó que 11 millones de trabajadores estadounidenses sufren ya el impacto de la crisis. Muchos de ellos corren el peligro de ser lanzados a la calle. En lo que va del año, ya han sido despedidos más de 600 mil.

Mientras el Senado de Estados Unidos discute y critica el plan del presidente Bush de destinar 700 mil millones de dólares del fisco para comprar activos de los bancos hipotecarios en quiebra, el FBI anuncia una investigación para averiguar si los directivos de esas financieras cometieron fraude.

Uno de los aspectos sospechosos es la capacidad de los directivos de informar –o, más bien, desinformar– sobre la situación real de sus instituciones.

En su libro clásico The great crash, el economista John Kenneth Galbraith ubica lo que llama “las cinco debilidades” de la economía de su país en 1929. Leyendo las páginas al respecto dan ganas de entonar el tango “La historia vuelve a repetirse”.

La primera debilidad era la mala distribución del ingreso: un cinco por ciento de la población recibía un tercio del total. Eso implicaba que la economía dependía de los gastos, de lujo en gran medida, y las inversiones especulativas de los ricos.

Bush ha reinstalado, agigantándolo, ese escenario de desigualdad y riesgo.

Otra debilidad consistía en la mala estructura corporativa, el alto nivel de especulación en Wall Street: “El hecho es que la empresa estadounidense en los años veinte había abierto sus hospitalarios brazos a un número excepcional de promotores, malversadores, estafadores, impostores y autores de fraudes”.

En el régimen de Bush, comenzando por él mismo, hay más de un especialista en negocios turbios, incluidos lo que ganan en la fabricación de armas para que jóvenes de Estados Unidos maten (y mueran) en Irak y Afganistán.

La mala estructura bancaria, el estado dudoso de la balanza comercial y el mal estado de la inteligencia económica, fueron otros factores de aquella quiebra, precisa Galbraith.

El punto cuarto tiene un elemento peruanísimo. Sobre la base de las actas de una investigación del Congreso de Estados Unidos, Galbraith cita el caso de Juan Leguía, hijo del presidente Leguía, quien había recibido una coima de 450 mil dólares de los bancos J. and W. Seligman y National City Bank “por sus servicios en conexión con un préstamo de 50 millones de dólares negociados para el Perú” (página 186 de la edición príncipe, que es de 1955).

Esos antecedentes justifican las prevenciones y condiciones que muchos congresistas estadounidenses oponen al plan de rescate financiero de Bush, cuya política es responsable de la catástrofe norteamericana y mundial. Gracias a eso, Barack Obama saca ventaja.

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