PERU 21 AGOSTO 3, 2009
La monja loca
Autor: Jaime Bayly
No soy hombre de asistir a conciertos. Prefiero, si acaso, comprar el disco. Los conciertos son caros, exigen un esfuerzo físico considerable (subir y bajar escaleras, saludar a la gente, someter mis posaderas al rigor de una silla plegable) y suelen dejarme aturdido y triste, al encontrarme hacinado en medio de un amasijo de gente escandalosamente feliz (más feliz de lo que yo nunca he estado ni estaré) y que sabe todas las canciones de memoria y las canta más ruidosamente que el propio cantante (canciones que, por supuesto, yo conozco a duras penas y cuyas letras ignoro a plenitud: nunca he podido aprenderme una canción entera, ni siquiera el himno de mi país).
A pesar de todo ello, allí estaba sentado en la fila 7, asiento 14, del American Airlines Arena de Miami, esperando a que comenzara el concierto de Ricardo Arjona, quien había tenido la generosidad de visitarme en mi programa de televisión (sorprendiéndome con su inteligencia y sentido del humor, diciendo que mi bisexualidad se debe a que soy “un glotón” y a que “cualquier colectivo me lleva a mi casa”) y de invitarme luego a su concierto.
No estaba en mis planes ir a un concierto de Ricardo (ni de nadie) en este último tiempo antes de morir en una clínica suiza bebiendo veneno dulce a diez mil euros el vaso, pero, contra todo pronóstico, me dije que debía hacerlo por razones de cortesía (Ricardo había sido muy amable al venir al programa), por razones de avaricia pura (la entrada me salía gratis) y, principalmente, por razones de investigación sociológica: todas las mujeres que en mi vida han sido, absolutamente todas (tampoco es que sean tantas, pero son más de las que habitan en mí), me habían confesado, en algún momento de la intimidad amorosa o del intercambio de fluidos y secreciones, que nunca podrían amarme a mí como amaban a Ricardo Arjona. Esto era entonces algo que me intrigaba desde hacía ya más de dos décadas: que cualquier mujer que aceptaba o se resignaba a ir a la cama conmigo terminaba diciéndome que el sueño de su vida era conocer a Arjona y hacer el amor con él. Hubo incluso una joven que, en plena escaramuza genital, me dijo (cómo se han desinhibido las chicas de ahora) que estaba pensando en Arjona y no en mí y por eso cerraba los ojos.
Lo que no calculé, por tonto y atropellado, fue que llegar al concierto a las siete y media de la noche sería un error, pues Ricardo salió a cantar a las nueve, y durante esa hora y media de espera algunas mujeres que me reconocieron vinieron a tomarse fotos conmigo y a decirme que me encontraban agradable, gracioso, vagamente atractivo, modosito y papichulo, de modo que sobarse conmigo les parecía una manera divertida y estimulante de perder el tiempo a la espera de que saliera Ricardo. Me sentí humillado, ultrajado. Sentí que estaba calentándole el público a Ricardo. Sentí que estaba hirviéndole el agua para que él se tomara el té. Sentí que yo era solo un bocadito o canapé para esas mujeres voraces que habían acudido aquella noche a devorarse al plato de fondo, el legendario cantante, seductor y domador de fieras, Ricardo Arjona.
Un tanto abrumado por las fricciones, los halagos, los pellizcos y el roce de mejillas con tantas mujeres ardientes, procuré espantarlas echando mano a mi conocido repertorio de pirotecnia verbal (soy impotente, soy más gay que Liberace, tengo cáncer terminal y moriré a fin de mes, ya me han dado la extremaunción, mi pene es tan diminuto que no alcanza las dimensiones de un frijol, un garbanzo o una habichuela), pero la bulla era tal que mis coartadas no conseguían disuadir el furor uterino de las fanáticas de Arjona, quienes se sacaban una foto conmigo como quien se come un pan duro antes de engullirse el lomo fino. Diré algo de lo que me enorgullezco: no rechacé un solo pedido de foto y a todas las dije que estaban lindas, regias, guapísimas, y sonreí siempre con la mansedumbre de un bobo asustado.
Cuando Ricardo salió al escenario y comenzó a desplegar sus dotes de hechicero y sumió en un estado de hipnosis profunda a la multitud variopinta, pensé que me encontraba a salvo del acoso de sus admiradoras y que podría disfrutar tranquilamente de sus canciones, especialmente las de su último disco, “Quinto piso”, que había escuchado antes de entrevistarlo.
Fue entonces cuando apareció la monja loca.
No estaba en mis planes hallarme en el concierto de Ricardo aquella noche, pero, sobre todo, no estaba en mis planes advertir aterrado que una monja loca vendría caminando hacia mí con una determinación suicida, con la mirada trastornada, en una suerte de vuelo kamikaze, poseída por una fe inquebrantable, dispuesta a cumplir una misión redentora, purificadora, no exenta de sangre derramada.
Podría alegarse que “una monja loca” es una tautología. En principio, suscribo esa idea o calumnia: toda monja, por definición, ha de estar más o menos loca; dicho de otro modo: una mujer razonable no podría ser una monja. Pero escribo con énfasis el adjetivo “loca” porque esta monja no era una monja ordinaria, cualquiera: era joven, guapa, estaba enteramente vestida de monja (o de novicia), con un hábito color café o caramelo, y estaba en Miami, en el concierto de Ricardo Arjona. Todo ello me dejó, a la vez, perplejo, estupefacto y devorado por el miedo de quien ve acercarse la muerte en la forma improbable de una monja de cejas pobladas y mirada flamígera.
Un número de preguntas quemantes se agolparon en mi mente: ¿Por qué una mujer joven y atractiva se torturaba siendo monja? ¿Qué hacía una monja vestida como tal en un concierto de Ricardo Arjona? ¿Sería realmente una monja o un travesti o drag queen? ¿Cómo era posible que todavía existiera una monja en Miami, donde la canícula abrasadora se encargaba de extinguirlas a todas sin piedad, del mismo modo que no podrían sobrevivir pingüinos en Miami?
Resignado a que al parecer estaba escrito en mi destino morir acuchillado por una monja loca en un concierto de Arjona, esperé gallardamente esa cita con la muerte. Sentí, como dicen que sintió Borges en una casa alquilada en Ginebra, en junio de 1986: ha llegado la muerte, está aquí, y es fría, helada.
La monja atropelló sus pasos, clavó su mirada ardiente sobre mí, me sujetó de los brazos, me miró como si fuera a hipnotizarme o a exorcizarme o a vampirizarme, me miró con una gravedad de monja que le ha perdido el miedo a todo lo humano, y me dijo:
–Te amo, Jaime Baylys. Antes te odiaba, pero ahora te amo.
Dos cosas llamaron poderosamente mi atención: el aliento de la monja delataba que se había empujado recientemente comida enchilada o encebollada, y sobre sus labios voluptuosos se asomaba un vello incipiente mas recio y viril que el mío.
La monja no me dio oportunidad de decir palabra y prosiguió gritándome al oído, sin dejar de sujetarme los brazos:
–Antes te odiaba, Jaime Baylys. Pero una noche, en el convento, vi una fila de hormiguitas caminando ordenadamente y de repente noté que una hormiguita se salió de la fila y se fue a caminar por su cuenta, se perdió solita, alejándose del resto de las hormiguitas, y en ese momento comprendí que esa hormiguita perdida eras tú, Jaime Baylys.
Por puro instinto de supervivencia, atiné a comentar:
–Sí, sí, esa hormiguita era yo.
–Eras tú, Baylys, eras tú –siguió la monja–. La hormiguita perdida eras tú. Y mi misión es llevarte de regreso a tu familia de hormigas.
La monja loca parecía embriagada de un amor tóxico y muy segura de que nada le impediría cumplir su misión.
–Gracias, muchas gracias –le dije.
Ella me tomó de la mano, me miró como si hubiese hallado al gran amor de su vida y me cantó al oído lo que en ese momento estaba cantando Ricardo en el escenario: “¿Qué estas haciendo tú, qué estoy haciendo yo, subastando en el mercado besos tan improvisados con despecho al portador?”.
Luego me dijo, sus manos sudorosas enlazadas con las mías, su bigote incipiente en entredicho con sus ojos almendrados:
–Eres mi hormiguita, Jaime Baylys. Te amo.
Me pareció evidente que si me negaba a ser su hormiguita, la monja me mataría. Por eso me uní al coro de Ricardo y canté: “¿Qué estás haciendo tú, qué estoy haciendo yo, malgastando en cualquier cama lo que se nos dé la gana para vengarnos de los dos?”.
En un momento de distracción, cuando la monja sacó una cámara digital y se puso de espaldas a Ricardo y empezó a dispararse fotos en las que ella salía sonriendo con Arjona al fondo, salí corriendo como un demente, sorteando a los guardias de seguridad, corriendo como un atleta olímpico, sintiendo el aliento acezante de la monja loca que venía agitándose detrás de mi, gritando:
–¡Hormiguita, hormiguita, no te me escapes!
Corrí y corrí a toda prisa, trepé como cien escaleras a una velocidad de la que me creía incapaz (pero mi vida estaba en juego y no podía dejarme alcanzar) y en algún momento salí del coliseo, bajé como un lunático las escaleras, esquivé a un mendigo, subí a mi auto y salí disparado. A lo lejos, jadeando en la playa de estacionamiento, la monja me hacía unos gestos ampulosos y enfáticos, unos gestos que podían ser los de una bendición o una condena a muerte o los de un insulto cantinero.
A salvo de la monja loca, pensé: Está claro que si Dios existe, tiene que ser un comediante.
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PERU 21 JULIO 27, 2009
Por qué mueren los amigos
Autor: Jaime Bayly
Hay amigos que se mueren de pronto y hay amigos que siguen vivos pero es como si ya estuvieran muertos. La muerte de estos suele ser provocada por una suma de decepciones, mezquindades y desengaños que uno percibe como tales (una percepción que no siempre tiene asidero real); la de aquellos suele dejarnos con el mal sabor y la culpa de que no supimos querer y frecuentar al amigo que ya no estará más.
Curiosamente, puede que duela más la muerte de los amigos que siguen vivos que la muerte de los que de verdad han expirado. Los que siguen vivos nos recuerdan un fracaso (un fracaso que siempre es compartido por el amigo que se nos murió virtualmente y por nosotros, que lo dejamos morir con cierto despecho o rencor). Los que de verdad se murieron nos recuerdan un fracaso distinto: que no supimos estar a la altura de los desafíos que aquella amistad planteaba, que no cuidamos esa amistad como debimos, que no vimos todo lo que hubiéramos querido a ese amigo al que ya no veremos más.
En ambos casos, sin embargo, y quizá porque uno se hunde en la trinchera del cinismo para sobrevivir a las balas enemigas (que con el paso del tiempo silban más cerca de nuestras cabezas), la reacción más habitual cuando muere un amigo, sea virtual o real su deceso, es pensar que esa amistad no se desarrolló todo lo que podría haberse desarrollado no por culpa nuestra sino porque el amigo perdido no supo entendernos y querernos como éramos, porque el amigo muerto no daba la talla, no era tan buena gente como pensábamos, o porque ese amigo, siendo en apariencia nuestro amigo, era en realidad un tipo más o menos pesado, irritante, que, con el paso de los años, se fue haciendo cada vez menos simpático y más insoportable.
Las personas suelen practicar la curiosa costumbre de no hablar mal de un muerto (al menos en público). A muchos les parece que hablar mal de un muerto, aun si el muerto fue un miserable, es de mal gusto. Tal vez por eso, cuando se muere un amigo al que, al mismo tiempo, apreciábamos y evitábamos sistemáticamente porque su presencia nos resultaba incómoda después de los primeros cinco minutos, sentimos una rara mezcla de tristeza porque no lo veremos más y de alivio porque, en realidad, ya habíamos decidido que no queríamos verlo más.
Me pasa a menudo cuando muere un amigo que me digo: qué pena que no pude verlo una última vez, que pena que no alcancé a tener un gesto de generosidad con él, que lástima que no supe expresarle mi cariño. Poco después me digo: qué alivio saber que ya no me lo encontraré en el pasillo de un aeropuerto o en el restaurante en el que a veces coincidíamos (y donde yo me escondía de él) o en una librería o en un café.
En cualquier caso, parece un hecho que, a medida que uno envejece, se nos van muriendo los amigos, le van quedando menos amigos. También parece cierto que esto, que podría provocar tristeza o amargura, nos deja con una extraña sensación de alivio, de liviandad, de habernos sacado un peso de encima, de habernos desembarazado de un bulto o un mono que ya resultaba incómodo.
¿Vamos perdiendo amigos porque, al conocernos mejor, los conocemos mejor a ellos también y descubrimos de pronto, disgustados por una felonía, que quienes simulaban ser nuestros amigos no lo eran en verdad y eran solo unos sujetos entregados a la inercia o la rutina de una amistad hecha de imposturas y falsificaciones, eso que llamamos la cortesía? ¿O vamos perdiendo amigos porque, al conocernos mejor, y al encontrar creciente placer en los momentos de soledad, advertimos que los que antes nos parecían divertidos o simpáticos ahora nos parecen unos charlatanes insufribles? ¿O es simplemente que el paso del tiempo cambia tanto a las personas que resulta inevitable que nuestra percepción de ellas cambie tan radicalmente como la que ellas tienen de nosotros, y por lo tanto nadie, salvo el tiempo, tiene la culpa del naufragio de esa amistad, puesto que esas dos personas que se hicieron amigas tiempo atrás no son ya estas otras dos personas que no encuentran razón alguna para seguir fatigándose en el juego de una amistad que el tiempo y solo el tiempo corroyó?
No sé bien por qué me van quedando tan pocos buenos amigos, pero advierto que en los últimos años se han muerto casi todos mis mejores amigos, siendo que muchos de ellos siguen vivos, pero si me dijeran que acaban de morir por completo, no sentiría tristeza, sentiría incluso la vergonzosa satisfacción de haberlos sobrevivido. ¿Cómo puede ser que si ese sujeto fue uno de mis mejores amigos ahora solo sea un nombre fantasmagórico que evoca vilezas y traiciones y que uno espera que salga en los obituarios? ¿Cómo puede ser que los años corrompan minuciosa y cruelmente aquellas amistades que pensábamos que eran para siempre y ahora sabemos que solo fueron unos años confusos, un mal recuerdo?
Se murió de verdad un amigo escritor y sentí remordimientos por no haberlo visitado y alivio porque no me seguiría humillando con sus libros. Se murió de verdad un amigo famoso y sentí un fastidio vanidoso porque no vino a verme al teatro cuando lo invité y un alivio porque yo pude haber muerto intoxicado como él. Se murió de verdad un amigo actor y me quedé con las notas manuscritas que me dejaba en el restaurante, pidiéndome que lo llamase, y con el recuerdo culposo de las tardes en que me escondí en ese restaurante para que no me viese. Se murió un amigo millonario y lo que más me molestó fue que nunca me devolvió los libros que le presté. Se murió un amigo y recordé que cuando me regaló su libro lo tiré a la basura sin leerlo y pensé que en estos tiempos publicaban cualquier cosa. Ninguna de esas muertes me apenó en modo alguno. Peor todavía, me dejaron contento de estar vivo y tranquilo de saber que no los vería más.
Luego están los amigos que se han muerto y sin embargo siguen vivos y seguramente esperan a que uno se muera antes que ellos para alegrarse, y entonces lo que antes fue una amistad (o la simulación de una amistad) ahora es una competencia miserable para ver quién resiste más, quién sobrevive al otro, quién se da el gusto de saber cómo murió el otro. No son pocos los amigos vivos que se me han muerto ya. Está el intelectual de aire pontificio. Está el escritor filibustero. Está el escritor plúmbeo. Está el escritor canoso de mal aliento y mala entraña. Está el escritor bobo. Está el actor en el armario. Está el actor narciso. Está el canciller frustrado. Está el editor mafioso. Está la marica vocinglera. Está la vieja loca.
Está la loca de mi tío. Está la argentina tatuada. Está el chileno pérfido. Está el uruguayo felón. Está el enano intrigante español. Está la editora que rechazó mi novela. Está la foca amaestrada. Cuántos enemigos. Cuántas ganas de que la muerte les tienda una emboscada y me procure así una discreta alegría. Cuánta gente innoble que fingió que me quería y luego me hundió la puñalada artera. ¿O será que soy yo el innoble paranoico que mató a esos amigos sin razón alguna o para que dejaran de estorbar mi vocación ermitaña? No lo creo: creo que esas personas nunca fueron en verdad mis amigas y mi vida es mejor o menos espesa sin ellas. Que lo sepan: no los echo de menos, espero leer sus nombres en las páginas de defunciones, no esperen de mí coronas de flores. Por mi parte, sé que ellos esperan mi muerte con impaciencia y los que consigan sobrevivirme escupirán sobre mi memoria y sentirán el mismo alivio que sentiré yo cuando ellos mueran del todo.
Lo raro de todo esto es que a esos amigos muertos en vida les tuve bastante cariño y en la mayor parte de los casos no podría precisar por qué se murieron para mí, qué bajeza o mezquindad me hicieron para no querer verlos más. En algunos casos, recuerdo el minúsculo incidente que provocó la ruptura (una crítica, un desplante, una traición, un ensañamiento incomprensible), pero en otros no consigo recordar por qué ese amigo ya no lo es más y si lo viera procuraría esquivarlo para ahorrarme el mal trago de saludarlo. Quizá, pensándolo bien, no hubo razones para matar en vida a esos amigos, solo nos fuimos inventando pretextos y coartadas, alucinaciones paranoicas, complejos megalómanos para expulsarlos de nuestras vidas y darnos el gusto de quedarnos solos. Quizá esos amigos nos querían de verdad y nosotros todavía los queremos clandestinamente, pero resultaban un estorbo para permitirnos el solapado deleite de estar en casa, a solas, en silencio, escuchando una melodía vibrante y odiando a todo el mundo porque sí. Es decir que ningún amigo podría procurarnos nunca semejante deleite, ni siquiera el más fiel y virtuoso de los amigos, y por eso es preciso matarlos a todos para poder quedarse uno solo y hacer lo que le salga de los cojones, por ejemplo escribir de esos cabrones a los que ahora uno recuerda con un punto de desprecio y rencor y que, por supuesto, no son peores que uno mismo, pero al menos no están acá, metidos en la casa, haciéndonos preguntas, afeándonos la vida con sus chácharas, sus cotorreos y sus flatulencias doctorales, jodiéndonos con su sola presencia.
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PERU 21 JULIO 13, 2009
La ropa escondida
Autor: Jaime Bayly
Mi hija mayor, que es tan inteligente y responsable que no parece mi hija, decidió inscribirse en unos cursos de verano en la universidad de Brown, a pesar de que solo tiene quince años.
Aunque desconfío de las universidades y tiendo a creer que la mayor parte de las cosas que en ellas se enseñan son más o menos inútiles y poco o nada tienen que ver con la felicidad (que tanto tiene que ver con el azar y tan poco con los estudios), me pareció estupendo que mi hija tuviese unas semanas de libertad, acompañada de sus mejores amigas, en Providence, Rhode Island.
A decir verdad, poco importaba que me pareciera estupendo, pues, de haber pensado que mi hija estaba cometiendo un error, ella, por supuesto, no hubiese cambiado sus planes. Mi relación con ella no es una de amistad sino de obediencia y sumisión. Quiero decir, ella manda, yo obedezco y pago, y de ese modo ambos somos felices.
Como consecuencia de su decisión, y como yo no podía viajar a buscarla cuando terminase el curso, convencí a su madre y su hermana de que viajasen a Boston a reunirse en esa ciudad con ella, que tomaría un tren desde Providence, nada más terminar el curso de verano, que era (y esto me pareció notable) sobre la relación entre la política, la música y la poesía. Si me encargaran dictar un curso sobre tan ardua cuestión, me arriesgaría a postular apenas dos ideas: los músicos y los poetas mitigan o alivian el daño estético, acústico y moral que perpetran los políticos y nos salvan del suicidio colectivo; si los músicos y los poetas se dedicasen a la política y los políticos, a la música y la poesía, todo sería mucho peor y ya nada nos salvaría del suicidio colectivo. Por suerte para mi hija, no fui su profesor.
Como era previsible, no fue laborioso convencer a Sofía y a Lola de que viajasen a Boston. Aceptaron encantadas. Ambas (y en esto se parecen mucho) ven siempre con entusiasmo la idea de subirse a un avión, sea para ir al lago Titicaca, a la selva amazónica o a Nueva Inglaterra. Ambas son notablemente inquietas y asocian el placer al movimiento continuo, al cambio frecuente de paisajes, escenarios y usos horarios.
Dado que no hay vuelos directos entre Lima y Boston, les pareció razonable pasar un fin de semana en Miami conmigo, antes de seguir viaje al norte. Solo había un problema, y es que Martín estaba en mi casa, escapando del invierno argentino.
Con inteligencia y generosidad, Martín aceptó irse a un hotel en vísperas de que llegasen mi ex esposa y mi hija, de modo que ellas pudiesen quedarse conmigo sin que Sofía pasara por el disgusto o el sobresalto de compartir la casa con él. Lola conoce a Martín y se llevan muy bien, pero Sofía se lleva muy bien con Martín precisamente porque no lo conoce, no quiere conocerlo, no lo menciona, no existe para ella. Así las cosas, y como no soy un hombre valiente, prefiero que Sofía y Martín sigan llevándose bien pretendiendo que el otro no existe.
Me pareció que Martín fue, a la vez, práctico y generoso al resignarse a pasar cuatro noches en un hotel, cediendo su cuarto, su cama, a mi ex esposa, la mujer que se ha pasado los últimos años simulando que él no existe, que es una criatura fantasmagórica o una ficción escapada de mis alucinaciones. Lo quise más. Pensé que Sofía no hubiera hecho lo mismo por él.
Después de dejar a Martín en el hotel, volví a casa y esperé a que llegaran mi ex esposa y mi hija. Llegarían al alba. En otros tiempos hubiera ido a buscarlas al aeropuerto. Ahora, por razones de salud (que es la coartada perfecta para justificar que soy un holgazán), decidí enviarles un chofer.
Mientras las esperaba, me sorprendí al verme buscando unas fotos que Sofía y mis hijas me habían regalado y estaban guardadas en un armario. Saqué las fotos y las desplegué en la sala, de modo que se sintieran halagadas de verse en un lugar notorio de la casa. En una foto mis dos hijas sonreían abrazadas, en otra Sofía montaba en bicicleta, en otra las tres se apretujaban contentas, en la última (una foto de estudio) mis hijas parecían dos modelos de piernas largas y miradas lánguidas.
Luego encendí la computadora del escritorio y borré todos los documentos y las fotos que tuvieran que ver con Martín. Sabía que mi hija y su madre usarían esa computadora y prefería que no encontrasen en la pantalla tantos íconos que remitían a la vida personal de mi chico. Quería evitar alguna escena de celos, despecho o rencor. Recordaba tantas peleas con Sofía que me daba pavor volver a caer en ese abismo.
A una hora incierta de la madrugada, y cuando ya no faltaba mucho para que llegasen, subí al cuarto de Martín y retiré cuidadosamente toda su ropa y la escondí en mi clóset. Solo dejé su colección de Vogue y sus libros de Puig, Mishima y Leavitt.
No dejé rastro alguno de que ese hombre pasaba el verano en mi casa. Borré todas las pistas, huellas o evidencias que delataran su existencia. Como Sofía había convertido en política oficial fingir que Martín no existía, hice lo que supuse que ella esperaba de mí: fingir que para mí tampoco existía. ¿Fue una cobardía despreciable? ¿Fue un acto deshonesto y manipulador? ¿O fue una cortesía de buen anfitrión, dispuesto a todo con tal de no incomodar a sus visitantes? No lo sabía bien y no importaba tanto. Lo único que me importaba a esas alturas era que Sofía y Lola pasaran un fin de semana tranquilo en mi casa y que no hubiera ninguna discusión, ninguna pelea, que mi hija viese que sus padres, no siendo ya amantes, eran, sin embargo, capaces de dormir en la misma casa y tratarse con amabilidad.
El plan salió mejor de lo que había calculado. Martín estuvo encantado de darse unas vacaciones en South Beach y en ningún momento se quejó ni lamentó su suerte. Estaba tomando mojitos, conociendo drag queens, dándose baños de mar, exhibiendo su hermosa complexión, espantando con timidez (y placer) a los que se acercaban para seducirlo. Sofía y Lola pasaron poco tiempo en la casa conmigo. Subieron al auto que tanto le gustó a Sofía y se fueron de compras y a visitar a sus tíos y a pasear en bote y a hacer tantas cosas que, de solo escucharlas al final del día, yo quedaba extenuado. Desde luego, no tuvieron tiempo de ver mi programa a las diez de la noche, y me pareció casi mejor que así fuera. No hubo una sola pelea, un solo momento crispado, irritante, ninguna discusión. Fuimos a comer los tres al mismo restaurante de siempre y hasta nos bañamos en la piscina y naturalmente todo adquirió una tonalidad más luminosa cuando le di a Sofía el popular “fajito”, un sobre con dólares para solventar sus urgencias comerciales.
Mientras ellas dormían en los cuartos vecinos con el aire acondicionado a tope, yo me recluía en mi cuarto y hablaba por teléfono con Martín, sin importarme que Sofía pudiese estar despierta, escuchándome. Era, a la vez, un acto que encerraba un minúsculo grado de valor y uno mayúsculo de miedo. Era valiente en hablarle a mi chico, pero era cobarde en hablarle susurrando.
El lunes, como estaba previsto, sonó el despertador, se bañaron, las ayudé a cargar sus maletas, les di un abrazo y un beso y le pagué al chofer que las llevó al aeropuerto. Luego regresé a mi cama a seguir durmiendo. A la una de la tarde, ya estaba en el hotel, recogiendo a Martín.
Cuando entramos a la casa, habían desaparecido las cuatro fotos de Sofía y mis hijas y habían reaparecido las fotos y los documentos de Martín en la computadora y había devuelto su ropa al clóset de su cuarto, de modo que él no notase que, cobardemente, yo había camuflado su existencia para que mi ex esposa no se sintiera incómoda.
Pensé: qué astuto soy, todo salió bien, no hubo peleas, nadie se molestó.
A la noche fui a la televisión y Martín se quedó en la casa. Cuando volví, cenamos juntos viendo a Letterman. Al terminar, me preguntó si sabía dónde estaban sus calzoncillos. Quedé paralizado. Le dije que no sabía. Me dijo que tenía miedo de que Sofía los hubiese tirado a la basura. Le dije que ella era incapaz de destruir sus calzoncillos. Me miró desconcertado. No entendía qué podía haber ocurrido con sus calzoncillos, pero estaba seguro de que alguien tenía que haberlos movido del cajón donde él los había dejado antes de irse al hotel.
Fue sumamente bochornoso confesarle que, con toda seguridad, estaban en mi clóset, que yo había escondido su ropa allí por temor a Sofía y que al devolverla a su ropero, tonto y despistado como soy, había olvidado sus calzoncillos. Subimos a mi clóset, buscamos entre mi ropa y allí estaban sus calzoncillos, camuflados entre mi prendas de invierno, ocultos como si fuesen la prueba de un delito o un hecho vergonzoso, cuando la única vergüenza parecía que yo hubiese humillado a Martín, pidiéndole que se fuese a un hotel para no perturbar a mi ex esposa, y luego borrando y ocultando todo vestigio de su existencia para evitarme conflictos con ella.
Pensé que Martín se molestaría y me haría airados reproches. Pero, al parecer, ya nada le sorprende de mí, ya espera lo peor de mí.
-¿No estás molesto? –le pregunté.
-No, para nada –me dijo. Lo que me molestaba era perder mis calzoncillos.
Sentí que perder sus calzoncillos era algo que le molestaría mucho más que perderme a mí y sentí que por eso lo quería tanto.
Luego nos echamos en su cama y, como siempre, hablamos de algún viaje que haríamos juntos.
Quizá eso sea el amor: amar a tu ropa interior más que a tu amante. Por lo pronto, aquella suele acomodarse a ti más fácilmente que este.
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PERU 21 JUNIO 29, 2009
Lola
Autor: Jaime Bayly
Lola cumple catorce años. Con perdón por la cursilería, todavía quedo maravillado cuando la veo. Me parece inexplicable que una criatura tan bella haya salido en cierto modo de mí, que se haya desprendido de mis genes resbalosos. Eso es lo que más me sorprende de Lola: que, siendo mi hija, sea tan distinta a mí.
Se llama Paola, pero yo le digo Lola, y en ocasiones, según mi humor o el suyo, también Paoli, Pao, Paulina, Loli o Lolita.
Si tuviera que describir los rasgos más acentuados de su carácter, diría que es una mujer (porque ciertamente no es más una niña) que sabe bien lo que quiere y que no se complica la vida. Esto es algo que no deja de asombrarme: la porfiada certidumbre de sus deseos. Desde muy niña, supo siempre expresar lo que quería y defender obstinadamente aquello que deseaba conseguir. No es una mujer que duda, que no sabe lo que quiere, que pide consejo, que prefiere que otros elijan por ella. Lola da la impresión de haber nacido ya sabiendo exactamente lo que quería. En esto, y en muchas otras cosas más, no se parece, por suerte, a mí.
No siempre una persona consigue lo que quiere, pero primero hay que saber lo que uno quiere para después intentar conseguirlo, y a Lola no le falla el instinto en lo primero (el objeto de su deseo) ni en lo segundo (el modo más eficaz de aproximarlo a ella). Puede ser un perro, un hurón, un conejo, un caballo para montarlo y dar saltos con él: Lola sabe perfectamente lo que quiere y lo dice sin esperar a que se lo preguntes, lo dice con la distraída seguridad de que ha nacido para que las cosas que desea no le resulten esquivas y le sean concedidas bien pronto.
Diría que Lola ha nacido programada para la felicidad, que sus genes sirven por fortuna a la causa de su bienestar y no conspiran contra ella. Porque no solo es una mujer que sabe intuitivamente cuáles son las cosas que le procurarán felicidad, sino, y esto es casi tan importante como lo anterior o todavía más, sabe cómo conseguirlas, sabe cómo pedírtelas, sabe cómo vencer tus temores y reservas, sabe cómo seducirte, cómo convencerte, cómo defender porfiadamente (con una fe ciega en ella misma, en la sabiduría de sus corazonadas) lo que quiere conseguir. Así fue con el perro, con el hurón, con el conejo y con el caballo que da saltos bajo su mando. Ni su madre ni su hermana ni yo queríamos complacerla, pero ella se las ingenió para derribar nuestras resistencias y ganarnos las batallas y demostrarnos con el tiempo que tenía razón, que el perro, el hurón, el conejo y el caballo la harían feliz y, lo que no estaba para nada en nuestros cálculos, nos harían felices también a nosotros, que tanto nos habíamos opuesto a incorporar a esos animales a la vida familiar.
Esas son dos cosas (me niego a llamarlas virtudes o defectos) que admiro de Lola: la certeza de sus deseos y la terquedad para conseguirlos. Aunque uno nunca puede estar muy seguro de estas cosas (o yo nunca he sido bueno para distinguir quién tiene lo de quién, quién ha sacado la nariz del padre, las manos de la madre o las orejas de la abuela), creo que Lola debe sus rasgos más conspicuos y estimables a su madre, a la familia de su madre, una familia en la que abundan las mujeres con carácter, que saben bien lo que quieren y que saben mejor cómo conseguirlo. Son mujeres prácticas, listas, seguras, exitosas, que no se complican la vida en andar filosofando o en poner trabas a sus ambiciones, que siempre encuentran la manera de que alguien les facilite con el mayor gusto sus más peculiares caprichos y extravagancias.
Me atrevería por eso a decir (sabiendo que es temerario lo que voy a decir, porque todo es incierto, por ejemplo que este avión llegará a su destino y me permitirá estar mañana con mi hija celebrando sus catorce años) que a Lola le aguarda una vida plácida y confortable, quiero decir que no creo que se prive de nada bueno o placentero y que seguramente encontrará la manera (espero que legal, pero eso no es tan importante) de darse la gran vida, de pasarla realmente bien y hacer lo que le dé la gana. Es tan bella y adorable (ya sé que los padres siempre vemos bellos y adorables a nuestros hijos, pero en su caso parecería un hecho indiscutible) que me cuesta trabajo no imaginarla acompañada siempre de personas que encontrarán inmenso regocijo en amarla y en expresarle ese amor en cosas bien concretas, en cosas bellas y convenientes, esas cosas que una mujer como ella suele necesitar para sentirse querida y a gusto.
No siendo tan aplicada ni académicamente competitiva como su hermana mayor, y no sabiendo qué es lo que acaso querrá estudiar cuando termine el colegio, uno puede presagiar que Lola no ha nacido para estudiar y que ya encontrará la manera de cortar camino y ahorrarse esos disgustos (y en esto sí se parece a mí, que terminé el colegio de mala manera y fui expulsado de la universidad, y que nunca encontré placer en leer y memorizar lo que ciertos profesores se empeñaban en hacerme leer y memorizar: a menudo, los libros que ellos mismos habían escrito). Puede que me equivoque, pero creo que mi hija está genéticamente programada no para devanarse los sesos ni quemarse las pupilas estudiando cosas densas e inútiles, sino para vivir una vida espléndida, una vida llena de pasiones, viajes, lujos y aventuras, una estupenda vida feliz, una vida tan bella y luminosa como la serenidad angelical que irradian su mirada y su sonrisa.
Ya sé que no parece razonable creer que las personas nacen con las cartas marcadas y que unas nacen para ser felices y otras no y que no está al alcance de ninguna de ellas la posibilidad de torcer su destino. Pero en el caso de Lola creo que, sin hacer mayores esfuerzos, simplemente siendo ella misma, dejando que las cosas fluyan como deberán fluir, vivirá una vida no exenta de grandes amores y luminosas felicidades, una vida definitivamente menos contrariada que la mía o la de su madre.
Ninguna palabra puede describir completamente el carácter de una persona, pero si me viera forzado a elegir una palabra para decir cómo es Lola o cómo la recuerdo ahora (ahora que voy en este avión tembloroso para celebrar su cumpleaños), diría que es, ante todo, en cualquier caso, en las buenas y en las malas, una mujer relajada. Nada le preocupa demasiado: no le interesa ser la primera de la clase (pero tampoco la última) ni la más lista o la más graciosa ni la que más llama la atención. No recuerdo haberla visto angustiada, estresada o seriamente preocupada por algo. Todo le resbala, le da igual y le parece bien o regular. Cuando digo que la recuerdo siempre relajada, quiero decir que la recuerdo despreocupada, tranquila, confiada en su buen porvenir, en su buena fortuna, contenta y a gusto de ser exactamente ella misma, de ser hija de su madre y de tener un padre tan impresentable como yo, un padre que, sin embargo, ella encuentra curioso o divertido y al que quiere con el mismo amor que prodiga a sus animales indefensos.
Relajada, así es Lola, no como su hermana, no como su madre, no como su padre, precisamente como nosotros no podemos ser. Relajada es y creo que será siempre Lola, porque ella intuye (en realidad está segura) que las cosas le van a salir bien, y esa seguridad en su buena estrella hace que, en efecto, las cosas le salgan bien, o le salgan como ella quiere, ni tan bien ni tan mal, en el justo medio para que nada perturbe su buena vida relajada.
Lola es, pues, una mujer que sabe o intuye o no duda de que todo lo que desee (incluso las cosas más extravagantes) le será concedido y que ha nacido para pasarla bien y para que las cosas mejores sean lógicamente suyas (pues así funciona su lógica: lo que me gusta será mío y nada lo impedirá).
Pero no se entienda mal, no es una mujer engreída, altiva o presumida, es simplemente una mujer que sabe que ha nacido para que otros se ocupen de cuidarla y amarla y complacerla en todo, pues ella suele estar ocupada cuidando y amando a sus animales indefensos.
Lo que más me gusta de Lola es que, sabiendo como sabe que lo que desee será suyo, no le interesa mayormente nada, tal vez porque su instinto le dice que interesarse mayormente por algo suele traer molestias y decepciones. A diferencia de su hermana, que quiere saberlo y vivirlo todo, Lola no muestra interés alguno en aprender francés, en tocar el piano, en leer los libros de moda, en usar zapatos de taco (ella sabe que no es alta y no hace ningún esfuerzo por disimularlo), en destacar o sobresalir. Cuando le pregunto qué está haciendo, suele decirme nada, pero en esa palabra, nada, yo siento que se esconde una felicidad tranquila, relajada. Cuando le pregunto qué quiere estudiar, me dice que nada. Cuando le pregunto qué planes tiene para su cumpleaños, me dice que ninguno, que no le gusta hacer planes, que ya veremos cuando llegue el día y que lo mejor seguramente será no hacer nada. Cuando le pregunto qué quiere que le regale, me dice que nada, que no necesita nada. Allí radica su sabiduría: en que le basta ser ella misma para estar bien.
La infelicidad suele ser el abismo que separa lo que uno imagina que merece y lo que en realidad obtiene. En el caso de Lola, me parece que ella no pierde el tiempo imaginando que merece tal o cual cosa, ella simplemente obtiene sin dilaciones lo que le viene en gana, lo merezca o no. Eso la blinda, o eso quiero creer, contra las frustraciones y amarguras que socavan la felicidad de otras personas: que ella al mismo tiempo está contenta con nada y consigue sin esfuerzo todo.
Tal vez no sea descabellado pensar que el amor rotundo e indudable que Lola siente por ella y su destino proviene del amor no menos rotundo e indudable que yo sentí por su madre, hace casi quince años, cuando hicimos el amor y, sin saberlo, la hicimos a ella, o permitimos que ella fuese ella.
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PERU 21 JUNIO 15, 2009
No debiste leer mis correos
Autor: Jaime Bayly
Enterado de que mi salud no daba señales de mejorar, Martín subió a un avión en Buenos Aires y vino a verme a Barcelona.
No me dijo nada, me dio una sorpresa, apareció de pronto en el hotel Claris. Fue un indudable gesto de amor y quizás también una imprudencia, como suelen ser los gestos de amor.
Una vez que durmió lo que tenía que dormir y lloró lo que tenía que llorar, insistió en internarme en una clínica de desintoxicación. Le dije que si alguien terminaría en una clínica, sería él, no yo, y que si había venido a darme sermones, mejor subía al séptimo piso y se daba un baño en la piscina.
Quien subió a la piscina fui yo. Martín se quedó en mi cuarto. Subí con todas mis pastillas, temeroso de que él las tirase al inodoro. Ya en la piscina, las dejé a la sombra, para que no las dañase el calor. Nunca imaginé que cuidaría a mis pastillas como si fuesen mis hijas.
Despistado como soy, dejé abierto mi correo electrónico. Martín lo encontró abierto y procedió a leer todos los que le parecían sospechosos (que no eran pocos). No podría decir que hizo mal en violar mi intimidad. Yo hubiera hecho lo mismo si él subía a la piscina y dejaba abierto su correo. Es lo normal. Es lo humano. Es lo que alguien hace por amor o por celos, que es casi lo mismo.
Mi madre solía decirme que uno nunca debe hacer en privado lo que no se atrevería a confesar en público. Yo le hice caso y terminé confesándolo todo, incluso lo que no hice en privado pero me inventé para darle un poco de colorido a mi opaca biografía. Lo que mi madre no le dijo a Martín (porque no lo conoce ni quiere conocerlo) es que uno nunca debería leer lo que sabe que le hará daño. Y leer los correos de la persona a la que amas o crees amar es algo que con seguridad te hará daño. Porque todos guardamos secretos, todos tenemos derecho a guardar secretos. Y esos secretos suelen estar encerrados en los correos electrónicos que protegemos malamente con una contraseña que a veces olvidamos o que cualquier intruso más o menos avezado (no digamos Lisbeth Slander) podría leer sin mayor esfuerzo.
Fue así como Martín leyó los correos que me había escrito Lucía desde Lima y los que yo le había respondido desde lugares inciertos.
Lucía me había escrito: No te preocupes. No estoy embarazada. Ya tengo cólicos. Seguro que la regla me viene la próxima semana.
Yo le había escrito: Ojalá no te venga. Ojalá los cólicos sean las pataditas de mini-James.
Lucía me había escrito: No seas tonto. Lo último que quiero es quedar embarazada. Tendría que escapar de esta ciudad.
Yo le había escrito: Lo último que quiero antes de irme es tener un hijo contigo. Estás chiflada. Sería un honor tener un hijo contigo.
Lucía me había escrito: Estoy asustada. No me viene la regla.
Yo le había escrito: No tengas miedo. Todo va a estar bien. Pasará lo que tenga que pasar. Deja que las cosas fluyan. No vayas contra la corriente. Si estás embarazada, no será un problema, será una aventura fantástica.
Lucía me había escrito: No estoy embarazada. Estoy asustada. Y si estoy embarazada, no pienso tener un hijo. Soy demasiado joven para tener un hijo. Y tú no vivirás mucho tiempo más. No quiero tener un hijo sin padre. Si estoy embarazada, tendrás que llevarme a abortar.
Yo le había escrito: Será lo que tú quieras. Cuenta conmigo en cualquier caso. Pero me romperías el corazón si abortases. No puedes hacerle eso a James. No lo merece. Yo viviré en él. Me tendrás siempre a tu lado. Y beberé tu leche. Y eructaré en tus hombros. Por favor no pienses en abortar. Sería un error.
Lucía me había escrito: Tienes razón. A la mierda con todo. Si estoy embarazada, lo tendremos y se llamará James. Te quiero.
Yo le había escrito: Yo te quiero más. Cuento los días para que no te venga la regla.
Martín leyó todo eso y cuando entré al cuarto en bañador y sandalias me preguntó:
–¿Estás enamorado de Lucía?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Has hecho el amor con ella?
Le dije:
–No.
Me dijo:
–Me voy. Esto se terminó. Eres un mentiroso.
Luego me contó llorando que había leído mis correos. Le dije que había hecho bien, que yo hubiera hecho lo mismo. Me preguntó:
–¿Quieres tener un hijo con ella?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Quieres que le venga la regla?
Le dije:
–Creo que no.
Me dijo:
–No te entiendo.
Le dije:
–Yo tampoco me entiendo. Lucía no estaba en mis planes. Pero me da ilusión tener un hijo con ella.
Me preguntó:
–¿Y si es una hija?
Le dije:
–Igual. Sería genial. Una cachorrita loca. Que ande sin zapatos y con piojos y comiéndose los mocos. Fantástico.
Es cierto que Lucía no estaba en mis planes. Se metió lenta y cuidadosamente en mi vida, y luego yo me metí lenta y no tan cuidadosamente en ella. Ahora ella no tiene planes porque no sabe si está embarazada y yo no dejo de hacer planes pensando dónde debe nacer el bebé y cómo puedo ayudarla.
Martín me preguntó:
–¿Es la primera vez que haces el amor con ella?
Le dije:
–Sí.
Me preguntó:
–¿Antes no se asustaron porque no le venía la regla?
Le dije:
–No.
Me dijo:
–Mientes.
Le dije:
–No tendría por qué mentirte.
Me dijo:
–Cuando estuviste en Buenos Aires por mi cumpleaños, leí tus correos y allí le decías que no querías que le viniera la regla y ella te decía que tenía miedo de estar embarazada.
Le dije:
–Es cierto. Ahora que lo recuerdo, fue así.
Me preguntó:
–¿O sea que no es la primera vez que hacen el amor y no es la primera vez que lo hacen sin cuidarse?
Le dije:
–No. Nunca me cuido. A estas alturas no tendría sentido.
Me preguntó:
–¿O sea que quieres tener un hijo?
Le dije:
–Digamos que sí. Y digamos que si tuviera que elegir a la mamá, sería Lucía.
Me dijo:
–Estás loco. Eres un irresponsable. Eres un mitómano. Esto se acabó. Me voy.
Por supuesto, no se fue. Terminamos haciendo el amor, que es otra manera de irse.
Me preguntó:
–¿La amas?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Me amas?
Le dije:
–Claro.
Que es lo mismo que le hubiera dicho a Lucía, si me preguntaba esas cosas.
Uno nunca es una sola persona. Uno es todas las personas a las que ama. Uno es todas las personas a las que miente para terminar amando. Uno es todos los orgasmos que procuró a las personas que amó.
Martín me pidió dos pastillas para dormir y se fue a su cuarto con aire triste.
Lucía me escribió: No me viene la regla, estoy aterrada, no sé cómo se lo diría a mis papás.
Yo le escribí: Escritora maldita de los cojones. Te amo. La regla nunca viene cuando debe venir. Esa es la excepción a la regla. Según mi propia experiencia, la regla es la siguiente: la regla no te viene cuando quieres que te venga. Esa es la regla.
Lucía me escribió: ¿Dónde lo tendríamos?
Yo le escribí: Donde quieras.
Lucía me escribió: ¿Y si quiero que sea en Lima?
Yo le escribí: En Lima será.
Lucía me escribió: ¿Pero tú estarás?
Yo le escribí: Me encantaría. Pero conmigo nunca se sabe.
Lucía me escribió: Si no estás, te mato.
Yo le escribí: Si no estoy, es que ya no estoy.
Lucía me escribió: Te prohíbo que te mueras antes de que nazca James.
Yo le escribí: Te prohíbo que te mueras.
Cuando Martín despertó, salimos a caminar por el paseo de Gracia y terminamos viendo una película francesa. Como era previsible, alguien se mata por amor. Como era previsible, Martín me reprochó por llevarlo a ver películas tristes. Cuando llegamos al hotel, nos metimos a la piscina, ya de noche.
Martín me dijo:
–Tu problema es que quieres ser todo a la vez. Y no se puede. Por querer ser todo, no vas a ser nada y te vas a morir.
Le dije:
–Yo solo quiero ser Lisbeth Slander.
Me dijo:
–Imposible. Eres demasiado distraído. Lisbeth Slander nunca dejaría que su amante lea sus correos.
Me reí. Le dije:
–Tienes razón. Pero al menos soy bisexual como ella.
Me dijo:
–Eso no tiene ningún mérito.
Le dije:
Te equivocas. Tiene mucho mérito.
Me dijo:
–Te amo, Lisbeth.
Le dije:
–Si no estoy cuando nace James, quiero que seas el padrino.
Me dijo:
–Ni en pedo. Si no estás, yo tampoco estaré.
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PERU 21 ENERO 19, 2009
El padre que espera
Autor: Jaime Bayly
Mis hijas han elegido pasar diez días de sus vacaciones conmigo. No estaban obligadas a pasar esos días conmigo. Podrían haber elegido quedarse en la playa con su madre, pero han decidido que prefieren subirse a un avión y arriesgarse a pasar diez días conmigo en Miami.
Es una halago y una reivindicación para mí. En julio me dijeron que no querían pasar sus vacaciones conmigo porque se aburrían, porque todo el día andaba durmiendo la siesta y tosiendo, porque las condenaba a una rutina tediosa, densa, a ver películas que no siempre les interesaban, y por eso me dijeron, con una franqueza que dolió pero agradecí, que preferían pasar sus vacaciones de julio enteramente con su madre en París. Ese mes descubrí que, desde entonces y en adelante, mis hijas eligen con quién pasan sus vacaciones, cómo las dividen y cuánto tiempo dedican a sus padres. Ese mes, echándolas de menos, reparando en los errores que había cometido para perderlas, comprendí que tenía que competir amorosamente con su madre para que ellas quisieran pasar al menos una parte de sus vacaciones conmigo.
Este mes de enero ha sido un pequeño triunfo en ese sentido. La victoria en realidad ha sido de su madre, como corresponde, pues las niñas decidieron pasar un mes y medio o más de sus vacaciones de verano con ella, en la playa, y con sus amigas y amigas, en el mundo divertido y estimulante de las fiestas, los chismes sobre amores incipientes o imaginarios, los mensajes de texto que van y vienen a toda hora y las noches locas con tacos altos en esa discoteca o bar polvoriento llamado “Juanito”, un mundo con el cual yo naturalmente no puedo competir, un mundo que me derrota de antemano. Pero al menos mis hijas me concedieron la alegría de regalarme diez días conmigo y se resignaron a pasarlos en Miami, una ciudad que antes les encantaba y ahora comienza a parecerles espantosa y crecientemente insoportable, cosa que no me ocurre a mí, lo que dice mucho de lo poco que soy.
Lo más difícil de las vacaciones es comprender que mi tarea principal consiste en darles dinero ilimitadamente y en llevarlas a tiendas de ropa y esperarlas también ilimitadamente, mientras ellas compran un número igualmente ilimitado de ropa. Está claro que no necesitan esa ropa, pero también lo está que son inmensamente felices comprándola. Por consiguiente, no me cabe duda de que mi obligación como padre es darles el dinero que me piden, sentarme a esperarlas y no quejarme si la espera se hace algo incómoda o prolongada. Aquí está la clave del correcto ejercicio de la paternidad: en saber esperar, en inventarse cosas mientras uno espera. Por eso llevo libros, revistas y periódicos a las tiendas donde ellas compran ropa. De ese modo la espera se hace menos tediosa.
No siempre, sin embargo, consigo recibirlas con una sonrisa después de una espera prolongada y unas compras masivas que se adivinan en los bolsos voluminosos que cargan al salir de la tienda. A veces me quejo y les digo que ya tienen suficiente ropa, que una persona no es lo que viste sino lo que piensa y lo que hace, que la ropa es una cosa tonta, sin importancia, que cualquier idiota puede andar lujosamente vestido, que no puedo comprender esa cruzada insaciable que las anima a salir en busca de más ropa que no necesitan pero que les procura una felicidad indudable. Cuando me quejo, después me siento mal. No tengo razón. Mi política es que lo que las hace felices a ellas es lo que debemos hacer. No tengo otra política o moral que ésa. Y si las hace felices comprar tanta ropa, y yo puedo pagarla, entonces debo aprender a esperarlas y no quejarme y no pretender que ellas, unas adolescentes inquietas y hermosas, se pongan todos los días la misma ropa vieja, como yo.
A mí, en realidad, nunca me interesó la ropa, ni siquiera cuando era adolescente, pero yo no soy mujer (ni quisiera serlo, como creen algunos) y tengo que entender que para ellas la ropa es un asunto que les proporciona placer y gratificación inmediata en dosis nada desdeñables y ciertamente no comparables con un beso mío en la mejilla, un abrazo o una palabra de aliento: esas cursilerías paternales son perfectamente prescindibles, no así la ropa de moda.
Mientras las espero en una banca o en un sofá de la tienda o sentado en la escalera o hablando de política con algún espontáneo o leyendo las desgracias del día en el periódico, comprendo que el buen ejercicio de la paternidad consiste en subordinar tus deseos a los de tus hijas, en ser un leal empleado a su servicio, en rebuscar en tus genes los pequeños residuos de paciencia, humildad y generosidad que puedas hallar en beneficio de ellas. No son, como es obvio, diez días míos. Son diez días de ellas. Ellas son las dueñas absolutas de esos días y de las decisiones que tomamos esos días. Yo me limito a cumplir humildemente (si podemos suponer que puedo hacer algo humildemente) sus deseos, caprichos, apetencias y extravagancias, aun si no estoy de acuerdo con ellas.
Porque si quiero que vuelvan a pasar sus vacaciones conmigo, tengo que ver las películas que a ellas les provoca ver, no las que yo quisiera ver, y tengo que llevarlas a esas tiendas de ropa que detesto y abomino y me dan mareos, y tengo que hablar con no pocos extraños que se me acercan y me preguntan qué diablos hago sentado en un sofá de Nordstrom o en un sillón de cuero de Saks o en una silla plegable de Urban Outfitters (soportando una música satánica) o en una esquina del reluciente piso de madera de Abercrombie o entre los cojines de Anthropologie o en la dura banca de cemento a la salida de Forever 21. Alguna gente me pregunta si estoy bien, si me han despedido, si estoy deprimido o buscando trabajo, incluso me han preguntado si ahora trabajo en esa tienda en la que de pronto me encuentran sentado una tarde de enero, leyendo el diario, como si fuera una víctima más de la recesión. Luego entienden que estoy esperando a mis hijas y me felicitan, pero es una felicitación que algo tiene de pésame o condolencia, como si supieran que el goce de la paternidad no está exento de una mínima cuota de sufrimiento, si por sufrimiento entendemos el desprendimiento de nuestro egoísmo y la subordinación al egoísmo de los otros o las otras, nuestros hijos.
Al final, en vísperas de volver a casa, y mientras ellas hacen las maletas, que como de costumbre no son pocas y van bien abultadas, me siento satisfecho de haber cumplido mi deber de entretenerlas tal y como ellas entienden el entretenimiento, y no como lo entiendo yo. Porque si pretendía seguir imponiéndoles mi concepto del entretenimiento a despecho del suyo, es seguro que no hubieran querido pasar estas vacaciones ni ningunas vacaciones conmigo, y eso ya lo aprendí en julio, cuando me dijeron sin rodeos que se aburrían conmigo en Miami o en cualquier ciudad.
No podría precisar si son más las horas que he pasado con ellas o esperándolas estos días frescos de enero, pero da igual a estas alturas, porque lo que más me recompensa es sentirlas felices, eufóricas después de un largo, duro y extenuante día de compras, llegando a la casa con tantos bolsos que a duras penas podemos cargarlos y sintiendo que ninguna chica de su ciudad tendrá ropa tan linda como la de ellas. Y eso, a su edad, es una cuestión de suma, vital importancia. Y creo que a cualquier edad es de suma, vital importancia saber que tienes a un padre dispuesto a comprarte todo lo que le pides, incluso si no lo necesitas, especialmente si no lo necesitas, y dispuesto además a esperarte leyendo alguna tontería mientras compras esas cosas que no necesitas pero que te hacen feliz. Supongo que el amor se demuestra precisamente en esas circunstancias: esperando, pagando, cargando, entrando a otra tienda a la que no quisieras entrar, esperando un poco más.
Se podría decir que estoy educando a mis hijas equivocadamente en el lujo, el exceso y la frivolidad y que debería imponerles unos límites, una cierta disciplina. Yo prefiero creer que la vida se encargará, con su previsible crueldad, de imponerles esos límites y esas inevitables decepciones. Yo prefiero, mientras me quede algo de plata y de vida, seguir jugando el papel de padre dispendioso, sumiso y cantinflesco, casi una mascota para ellas o un empleado doméstico más. Porque es así como quisiera que me recuerden cuando ya no esté: como ese hombre resignado y paciente que les daba plata y se sentaba a esperar sin apuro mientras ellas compraban toda la ropa del mundo para ser las chicas más lindas del mundo. Yo, al menos, las recordaré siempre, lleven la ropa que lleven, como las chicas más lindas del mundo.
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PERU 21 ENERO 4, 2009
Jaime Bayly llamó meretriz a Cristina Fernández
El polémico conductor de televisión criticó a la presidenta argentina por haber elogiado la revolución rusa durante su reciente visita a Moscú. “Ella se ríe porque no la mandaron a la Siberia”, dijo el ‘Tío terrible’.
Jaime Bayly volvió a generar una polémica en su programa de la cadena Mega TV, de Miami, al llamar meretriz a la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, según informó el portal de RPP.
Tras criticar con mucha dureza lo que dijo la presidenta argentina durante su última visita a Rusia, el popular “Tío terrible” no dudó en darle tal calificativo.
“Cristina se fue a Moscú y celebró la historia de revoluciones en Rusia como si hubieran sido revoluciones admirables, cuando fueron grandes genocidios. Ella se ríe porque no la mandaron a la Siberia. A ella no la torturaron. Ella no fue una de las millones de víctimas de Stalin. Qué frivolidad”, dijo el escritor.
“Después, ella habla sobre vidas pasadas, con lo cual revela que ella tiene más de una vida. Revela que ella en una vida anterior fue presidenta, o a lo mejor no fue presidenta, de repente fue meretriz”, añadió, ante el asombro de su público.
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LA REPUBLICA OCTUBRE 26, 2008
Jaime Bayly | Polémica. El narrador infidente
Por Raúl Mendoza
Jaime Bayly puede convertir cualquier episodio personal en tema público sin que le tiemble el pulso. Para ello le han servido sus novelas, sus programas de televisión, sus artículos en diarios. Es un animal mediático. Y, fiel a su estilo, esta semana se peleó con Mario Vargas Llosa y Álvaro Vargas Llosa a través de una columna que publica, a toda página, en el diario Correo. Fue sorprendente leer el artículo en donde, junto a los buenos recuerdos, suelta datos maliciosos sobre sus ex amigos. Por ejemplo, que alguna vez Mario le dejó el ojo morado a su hijo Álvaro de un puñetazo. El texto huele a mezquina revancha.
"El escritor y el payaso" se llama el texto y en él dice cosas como esta: "Vino la locura de la campaña presidencial. Mario hablaba y hablaba como un predicador en celo y nadie le entendía. (…) Mario perdió por arrogante, malhumorado o intelectualmente vanidoso. Nadie entendía sus discursos". Con Álvaro, su viejo camarada de La Prensa, tampoco ha sido amable: "apoyé a Álvaro en la campaña por el voto en blanco y lo hice porque me dio pena que después de apuñalar moralmente a Toledo y ser criticado por su padre, se quedase confundido, sin juego político".
Lo llamativo es que por años solo tuvo elogios para ellos. Hoy es distinto: "Los Vargas Llosa son amigos difíciles y lo que comenzó tan bien ha terminado mal", escribe. Y enumera las razones para el distanciamiento: Dice que Mario Vargas Llosa primero lo llamó snob, luego chismoso e intrigante, para finalmente decir en una entrevista que es algo payaso. "Mario es a menudo algo solemne, pomposo y aburrido, por ejemplo en aquella obra de teatro que vi en Guadalajara o quejándose de la ‘cultura del espectáculo’ cuando él mismo hace de su vida un espectáculo incesante", dijo de su padrino literario.
El 6 de octubre Mario Vargas Llosa, en efecto, dio un discurso titulado la "Civilización del espectáculo" en un evento de la Sociedad Interamericana de Prensa, y allí, entre otras cosas, dijo: "No es por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo divertir". Bayly, al parecer, se ha sentido tocado. Algo deja entrever en este pasaje de su artículo: "Un pasquín peruano, con evidente mala leche, le preguntó a Alvaro por mí, presentándome como representante de la cultura frívola y acanallada y mi amigo no me defendió". ¿De ahí su furia?
El distanciamiento con los Vargas Llosa es uno más en la trayectoria de Bayly, que cada vez parece tener menos correa que antes. El crítico de televisión Fernando Vivas dice que "Bayly ha decidido llevar al extremo la tendencia de los escritores que utilizan su propia vida como inspiración Y últimamente tal es su radicalización de esta actitud hacia la literatura y la vida, que el término ‘infidente’ va cayendo por su propio peso". En ese afán, no vacila en dejar heridos en el camino. El dramaturgo y guionista Eduardo Adrianzén precisa: "Su incontinencia verbal o su exhibicionismo destructivo están al servicio del rating". O del éxito literario.
Los amigos que perdió
Consagrado. Mario Vargas Llosa critica la ‘cultura del espectáculo’. Bayly cae dentro de la frivolidad que esta encarna.
Muchos le reconocen a Bayly su talento de entrevistador y su facilidad para escribir, aunque no necesariamente su gran calidad. Pero también le critican la frivolización de sus programas, la ‘canibalización’ a la que puede llegar con la gente que lo rodea. Eso ha ocurrido desde que empezó en la literatura con "No se lo digas a nadie".
Ahí hablaba de la bisexualidad del protagonista y daba pistas sobre sus personajes, algunos muy conocidos en Lima. "Un escritor puede construir personajes basados en gente que conoce. Pero Bayly trasciende esa práctica para convertirla en una cuestión personal contra algunas personas con nombre y apellido", dice Adrianzén.
Su primer libro tenía un capítulo que se llamó "El actor" y mucha gente asoció el personaje con el actor Diego Bertie. Años después Bayly confirmó la identidad y desde entonces ha convertido a Bertie en blanco de bromas, invitaciones a su programa y tema de algunos artículos. El actor ha dicho que no son amigos. Y Bayly se justifica indicando que está en su derecho de contar lo que sabe porque siempre ha estado contra la hiprocresía. Con el tiempo, en otros libros, ha hablado de su familia, de sus amigos, de la gente que ha conocido. No siempre en los mejores términos.
En "Los últimos días de La Prensa" los personajes son claramente identificables. Ahí habla de los ‘jóvenes turcos’ –un grupo de amigos de ideas liberales- y otros periodistas mayores de la época. Dicen que Enrique Chirinos Soto, editorialista en el diario, se molestó con él por cómo lo retrató. En "Los amigos que perdí" también da pistas sobre colegas periodistas con quienes se distanció. En otras novelas ha hablado sobre los conflictos con su padre y sus hermanos. También ha contado, sobre todo en sus artículos periodísticos, la relación con su ex esposa, sus dos hijas y su novio argentino.
"Él asume que tiene el pleno derecho de contar toda su vida y englobar en ella las relaciones que tenga con terceros. Últimamente está tan radical en su actitud que quien trabe contacto con él ya sabe a lo que se expone", dice Fernando Vivas. Coincidiendo con esa idea, en sus programas de TV Bayly también le ha dado duro a gente que hasta hace poco fue amiga suya, como el actor Christian Meier y el padre de este. Al primero porque no iba a su programa. "¿Qué demonios tendrá que ver ser escritor con traicionar y ser un chismoso infidente? Nada: esa es su patología particular, no un requisito como pretende hacer creer a los incautos. La ausencia de lealtad es su sello personal", ha escrito Eduardo Adrianzén.
Canalla sentimental
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Distancia. En el pasado muy amigos, hoy Jaime Bayly y Álvaro Vargas Llosa están distanciados.
Si bien en la ficción Bayly puede contar lo que quiera, ¿puede hacerlo también en sus columnas periodísticas? Alguna vez, después de entrevistar a su madre en televisión, contó los conflictos que provocó la invitación en su familia. Contó hasta las advertencias –o amenzas– que le hicieron sus hermanos. El periodista Pedro Salinas, que lo entrevistó para el libro "Rajes del oficio", dice que uno tiene derecho de poner en sus columnas lo que quiera. "Uno escribe de lo que conoce y él ha hecho de los temas personales un estilo". El periodista Eloy Jáuregui también dice que una columna es un espacio que el periodista se ha ganado y nadie le puede decir qué poner en ella.
Otro periodista, Juan Gargurevich, admirador de la prosa de Bayly, dice que en el caso de Diego Bertie, el conductor sí ha sido invasivo. "Nadie tiene derecho a ‘sacar del closet’ a nadie". Bayly también convoca la polémica respecto a su nivel de escritor. Ha ganado premios internacionales y sin embargo muchos ven en su estilo, de temas personales, de asuntos que se repiten de un libro a otro, superficialidad y facilismo. Su último libro "El canalla sentimental" es una recopilación de sus artículos periodísticos, editados. "No lo leo, me parece que no sabe escribir", nos dijo el escritor Oswaldo Reynoso. Para Pedro Salinas, según puso en su libro "Gajes del Oficio", "además de ingenioso entrevistador, es un notable escritor". Según Fernando Vivas, Bayly le parece mejor en su faceta de conductor de TV que buena pluma.
Sobre El Francotirador, algunos coinciden en que es un notable entrevistador, pero que con algunos invitados –el ‘Mero Loco’ uno de ellos– realizó performances lamentables. "Cuando lo criticaron dijo que quería invitar a la gente que le gustaba al pueblo. Ese es su concepto de lo que le gusta a la gente", dice Eduardo Adrianzén. Y después se queja de que lo involucren con la cultura "frívola y acanallada".
Periodismo light
Crítico. Para Adrianzén, Bayly es un infidente.
Vivía en Londres cuando apareció la versión inglesa de "Hola": "Hello". He visto con mis propios ojos la vertiginosa rapidez con que aquella criatura periodística española conquistó la tierra de Shakespeare. Por eso no es exagerado decir que "Hola" y congéneres son los productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo. Y conferirles que atraigan lo que antes se refugiaba en un periodismo marginal, de escándalo, de infidencia, de chisme, de violación de la privacidad, cuando no de los peores casos en aras de entretener y divertir. En estas ocupan un lugar epónimo la revelación de la intimidad de una figura pública y conocida.
–Mario Vargas Llosa, "La civilización del espectáculo"
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CORREO 13 de octubre de 2008
Las muertes deseadas
Por: Jaime Bayly
Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro, por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo morir trotando zombi y babeando en su buzo Adidas o sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado y son su sierra maestra, su contrarrevolución intestinal. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando en un parque en la penumbra y confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes.
Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra de Managua, al lado del otro canalla de Alemán, tremendo pillarajo y asaltante de caminos. Y a la desalmada de su mujer, que dice ser poeta, me gustaría verla arder lentamente en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que Ortega cometió con su hija adolescente.
A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él me que me inspira cierta ternura. Pero me gustaría que se retire de la política y se dedique a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le pierde y aquello para lo que tiene algún talento, sobre todo si lo juega a cuatro mil metros de altura y masticando hoja de coca.
A Correa no me gustaría verlo morir, o no todavía, pues es joven e idealista y un charlatán incontinente y levemente histérico. Lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aún, sordomudo, para que deje de decir, en ese insoportable tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas.
A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y la tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo, y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado, para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de esos angelitos uniformados que ella defiende con un ardor casi vaginal.
Uribe me gustaría que fuese inmortal, por noble, gallardo y valiente. La señora Bachelet quizá no inmortal, pero sí que viviera cien años y pasara un fin de semana ardiente y multiorgásmico con Arjona, que es lo que se merece por ser una mujer buena, humilde, sencilla y de sonrisa fácil.
A Cristina Kirchner y a su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, no demasiado, sólo lo justo, antes de irse del gran teatro o sainete que es todo esto. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena chavista, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha, así me gustaría verla en público todo lo que queda de su mandato, que es mucho. Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién coño está mirando. Y también me gustaría que tenga una repentina sequía de saliva para que sesee más todavía y cuando hable no se le entienda ya nada, sólo que está seseando y mirando a todos lados y ninguno.
A Alan García no me gustaría verlo muerto porque creo que ha aprendido de los errores derivados de su ego imperial, pero sí me gustaría que, por ley, lo sometieran a dieta, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, que lo obligaran a correr diez kilómetros seguido por las cámaras de televisión y hacer flexiones, ranas, planchas y abdominales y luego darse volantines en las arenas de las playas de Miraflores, todo en muy escueto traje de baño, exhibiendo el escándalo que esconde en el vientre preñado de los saraos y banquetes que se permite a expensas de los contribuyentes que le pagan el salario, hasta que baje como mínimo cincuenta kilos, por respeto al pueblo que no tiene qué comer y ve cómo este señor se dedica a engullir sin inhibiciones todo lo que le sirven frío o recalentado.
A Chávez me encantaría verlo morir, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder entre generales y coroneles que codician el dinero del que ahora dispone este felón lenguaraz de Barinas. Me gustaría verlo morir de este modo: que esté hablando en televisión en su infinito programa dominical y de pronto haga una pausa entre cada bravuconada, matonería y diatriba que profiere y se trague un buen pedazo de arepa o cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche de pavo real y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y antes de morir lance un vómito espeso de color petróleo sobre las cámaras y se cague entero los pantalones y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco viscoso de su erupción intestinal, por fin tieso, por fin en silencio, por fin listo para reunirse con el espectro de Bolívar.
Al Rey de España me gustaría verlo morir follándose a una puta dominicana en los parques de Madrid o navegando en Mallorca y arrojándose al mar y siendo devorado por unos tiburones como el tiburón de Chávez, por quien el Rey se dejó devorar a cambio de una amable rebaja en el precio del petróleo. No es por animadversión u hostilidad que le deseo muerte súbita a Su Majestad: es por devoción a los príncipes Felipe y Letizia, a los que deseo vida eterna, especialmente a Felipe, por guapo y buen tío y escoger a una mujer encantadora.
A Zapatero no me gustaría verlo morir, porque me cae bien sólo porque legalizó las bodas gays y tuvo el coraje de enfrentarse a los obispos y el clero vaticano y las marujas santurronas, pero sí me encantaría que, de pronto, atacado por un raro trastorno hormonal, se descubra gay, pero muy gay, gay de Chueca, militante y sin ambages, y se separe de Sonsoles, tan encantadora ella, tan herida de melancolía, y se case con Boris Izaguirre, que tendría que divorciarse de Rubén, y convertirse en la primera dama española venezolana de la historia. Y que Zapatero y Boris, recién casados por un juez arisco del PP, se besen con la pasión con que nos besamos alguna noche Boris y yo ante las cámaras de la televisión catalana, es decir con lengua y a por todas, como han de besarse los hombres muy machos.
A Bush me gustaría verlo morir cazando con Cheney, los dos con escopetas persiguiendo patos y de pronto a Cheney le da un infarto y aprieta el gatillo y mata por la espalda al tontuelo de W, que siendo el más tonto de todos los hermanos terminó siendo presidente, cosa curiosa.
Al Papa, ese viejo nazi y marica, me gustaría verlo morir sodomizado por diez mauritanos aventajados y sin vaselina, y que antes de expirar alcance a decir que todo lo que defendió era mentira y que ser gay no es malo sino estupendo y saludable y que ser ensartado por un africano de tres piernas es un placer inenarrable que la Iglesia no ha de seguir condenando y Dios Nuestro Señor habrá de perdonarle.
A Clinton me gustaría verlo morir follando con ayuda del Cialis y el Viagra a su bienamada Hillary, un esfuerzo hercúleo que naturalmente acabaría por costarle la vida porque él cerraría los ojos y pensaría en Monica L.
Y a Hillary me gustaría verla no morir sino ganando las elecciones en unos años y nombrando primera dama a Michelle Obama, basta de hipocresías, que Hillary es un varón, más recia que Obama o Bill o Mc Cain y probablemente dotada de pene no menor.
Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a tantas muertes deseadas e improbables, porque de momento me hallo empeñado, con tesón y buen gusto irreprochables, en provocar la mía propia a base de innumerables pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama y convencidos de que ya estuvo bueno y lo peor está por venir.
El día a día es duro para un ciudadano de a pie, y más si eres empleado público nombrado, pues eres visto como un tramposo y un mantenido. Sin embargo, debo decirle que habemos de los buenos...claro somos pocos pero existimos. Dale una mirada a esta página y comprobarás que no te "estoy meciendo". (Su servidor no se hace necesariamente responsable respecto de las opiniones vertidas por sus colaboradores).
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-----Mensaje original----- De: Jairo Doidao [mailto:Doidao_jairo@yahoo.com] Enviado el: Jueves, 09 de Octubre de 2008 11:29 a.m. Para: gteja...
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