¡HABLA, GORDA!

PERU 21 FEBRERO 11, 2013

¡Habla, gorda!

Lunes 11 de febrero del 2013 | 00:42
Todos dicen que estoy gorda. Yo me veo gorda, sí, no lo voy a negar, pero no gordísima, tampoco tanto. Me parece que la gordura me asienta bien. Yo no he nacido para ser una flaca demacrada
Jaime Bayly,Un hombre en la luna
http://goo.gl/jeHNR
Alguien tiene que comerse los helados de lúcuma y pistacho, alguien tiene que comerse el salmón y el queso brie, alguien tiene que abrir la caja de bombones de chocolate a las cuatro de la mañana, no seré yo quien diga paso, me abstengo, me sacrifico, hago dieta. A mí no me vengan con dietas ni ridiculeces. Yo no soy modelo ni amiga de modelos ni me interesa la moda. Yo soy una señora y las señoras no seguimos la moda, las señoras dictamos la moda. A mí no me vengan con huachaferías de aspirantes a famosas que creen que una es su cuerpo y su ropa. Yo no soy mi cuerpo ni mi ropa, ¡qué falta de respeto! Yo soy una señora gorda que usa ropa vieja que era de mis tías y mis abuelas y se preserva en óptimo estado. Detesto ir de compras, detesto probarme ropa, nada me gusta más que ser una vieja tacaña y usar unos pantalones que se caen de gastados y mandar a ensancharlos a Violeta la costurera cada tanto. Ya no recuerdo mi talla, Viole tiene mis medidas y las actualiza cada seis meses y no me regaña ni nada. Todas las noches veo mis tetas caídas y mi panza llena de quesos y helados y sonrío encantada y pienso que este es el cuerpo que merezco, que me he ganado, y soy feliz siendo así, gordita, rolliza, apetitosa. Pero nadie me tiene apetito, ¡menos mal! Porque ya estoy retirada de esos afanes y esos trajines que al final del día solo te dejan amarguras, hija. Ya estoy muy tía para andar persiguiendo un machito encebollado que me monte alicorado. Ya tuve mi cuota de aventuras y ya no me provoca aguantar a ningún sinvergüenza pistolero, y soy feliz viviendo sola, durmiendo sola y, sobre todo, tragando sola. ¡Qué feliz soy a las tres, cuatro de la mañana, cuando me baja el Dormonid y me entra un ataque de hambre depredador! A esas horas camino calata por la casa y nadie me vigila ni me controla y puedo tragar como la gorda feliz que soy. ¡Qué momentos tan felices paso conmigo misma en la cocina, de madrugada, comiendo sin medida, atacando el salmón, el brie, los helados de lúcuma, los bombones de chocolate! Cada noche es una hambruna distinta y me sorprende con antojos raros, inéditos. Anoche, por ejemplo, le entré al queso fresco y no paré. Hay noches que me empujo tres Sublimes que me trajo mi hermana de Lima, y hay que ver qué rico bajan y cómo me llenan de nostalgia por el país del que soy oriunda y renegada. Hay noches que arranco con Doña Pepas y las remojo con Cocacolas y luego termino con unos chocolates vieneses que me trajo mi hermano que trabaja en JP Morgan con la cara de Wolf-gang Amadeus que me recuerdan que pude ser una genia precoz pero no tuve tiempo porque me dediqué al amor, ¡si seré idiota! Cómo me arrepiento de todo el tiempo que estuve infelizmente casada con el idiota de mi marido, que en paz descanse, sacrificándome como una boba por mis tres hijos que ahora son profesionales y no me llaman por teléfono ni siquiera por mi cumpleaños y creen que basta con mandarme un mail y ya cumplieron. ¡Cómo me arrepiento de haberme casado y haber postergado mis ambiciones de ser una cantante famosa para ser esposa y ama de casa! ¡Qué gran liberación fue cuando enviudé y mis hijos se graduaron de la universidad y dejaron de sangrarme como vampiros! Yo quiero mucho a mis tres hijos y espero que sean felices, pero los tres son unos egoístas de campeonato y me tienen abandonada y solo viven para ellos y no están dispuestos a tomarse un avión para venir a visitar a su viejita abandonada. Abandonada me tienen, ¡es la verdad! Pero abandonada y todo, soy feliz. Me quiero así como soy: gorda, vaga, borracha, pastillera, chismosa. Esa soy yo y no quiero cambiar y así moriré, y a mucha honra. Alejen de mí los brócolis y los espárragos, vengan a mí los quesos y los vinos y las mermeladas de higo y los chocolates. Yo no soy mi cuerpo ni mi ropa: yo soy mi apetito. Yo siempre tengo hambre y sed, siempre me puedo empujar un bocadito más, para qué te voy a mentir. Pero no me gusta la vida social, ya estoy harta de eso, lo que me gusta es tragar sola y eructar y tirarme pedos y reírme de lo chancha que soy. La verdad, todos me parecen inmundos, asquerosos, el mundo es asqueroso, al final todos te traicionan. Por eso yo me protejo de los ascos del mundo en mi cama, en mi cocina, en mi baño, dándome unos baños de asiento eternos en agua caliente con burbujas, porque así es como quiero morir, en la tina, drogada, inconsciente, calata, obesa como una foca. De ninguna manera pienso morir famélica y entubada en un hospital carísimo rodeada de curas y enfermeras: ¡sobre mi cadáver! Yo quiero morir en esta casa, con la refrigeradora bien llena de quesos y salmones y helados de lúcuma. Mi especialidad son los helados, ¡hay que ver la cantidad de helados que me empujo a las cinco de la mañana! ¡De coco, de guayaba, de maracuyá, de pistacho, de lo que sea! ¡No hay helado que no me guste, son mi perdición! Y en mi caso, la culpa no la tiene mi apetito salvaje, de-senfrenado, sino el Dormonid. Porque a mí el Dormonid ya no me hace efecto, no me da sueño, he tomado tantos que soy inmune a esa pepita fina: lo que me hace el Dormonid es darme un hambre depredadora, asesina. Apenas me baja el Dormonid y me refina el humor y me pone risueña y remolona, ¡no puedo sino pensar en helados! Después no me vengan con que la felicidad no existe. ¡Claro que existe! ¡Pero tienes que entender que no la vas a encontrar en los hombres! ¡Está en ti! ¡Búscala en ti! No pienses tanto, no te enredes ni filosofes, ¡busca la felicidad en tu apetito! ¡Abre la refrigeradora y traga! ¡Traga sin culpa, traga, engorda, si igual ya estamos tías y nadie quiere toquetearnos ni siquiera alicorado! Yo no sé si tengo amor propio, lo que sí tengo es hambre propia y soy esclava de mi hambre y me empujo todo lo que se me antoja y más también, y ya perdí la cuenta de los laxantes y supositorios que me procuro para evacuar porque ¡qué sería de mí sin mis pastillas! Yo de chica era flaca, flaquísima, tengo fotos en blanco y negro, puedo probarlo, ¿quién hubiera dicho que esa flaquita esmirriada y seriecita, tan buena ama de casa, militante de la Democracia Cristiana, terminaría siendo la gorda vaga y pastillera que soy? Ha sido un laaargo camino y estoy taaaan orgullosa de mí. No me importa lo que digan mis amigas que en el fondo se mueren de la envidia porque tengo más plata que ellas (yo siempre tuve plata, es cosa de familia), yo me veo en el espejo y me veo regia, señorial, gorda pero elegante, con una gordura de estadista alemana, gorda como le podrías decir gorda a Angela Merkel, ¡pero a nadie se le ocurriría decirle gorda a Angela Merkel! Yo, al igual que ella o Hillary Clinton, me considero una estadista, una mujer de Estado. Mi Estado es la refrigeradora de mi casa. Vigilo atentamente la bonanza de mi nevera. Nunca falta nada. Tengo un personal muy atento que hace las compras y mantiene la refrigeradora llena de helados y quesos y salmón. Frutas no tantas, solo plátanos y uvas, ¡piñas no me traigan, que me recuerdan al pesado de mi marido, que en paz descanse! Verduras no me busquen, no hay, aborrezco las verduras, no soy una vaca para estar pastando, yo soy una señora que come grasa, ¡eso es lo que me salva de la depresión! Nunca he sido más triste que cuando estaba casada y hacía dieta para que el imbécil de mi marido se fijase en mí, ¡tantos sacrificios y privaciones para que después el tarado me sacara la vuelta! Yo empecé a tragar cuando descubrí que me era infiel, ese fue mi castigo, pensé: ahora te jodiste, ahora me vuelvo chancha, y desde entonces no he parado y el infarto lo tuvo él, ¡justos pagan por pecadores, el muy idiota se murió corriendo la maratón de Nueva York! A mí no me saques a correr ni a trotar, yo no soy yegua ni potranca, yo soy una señora de distancias cortas, por ejemplo la que separa a mi cuarto de la cocina, ¡qué ruta tan feliz la que me lleva de madrugada a la refri, cuando soy la gorda calata que se pasea sin temor alguno por la muerte! Ya estoy muy vieja y trajinada para tenerle miedo a la muerte, qué ocurrencia. Yo no le tengo miedo a Dios ni a la Virgen ni a nadie. Yo soy atea, mi única religión es mi apetito. Cuando muera y me reciban en el Cielo, solo espero no encontrarme con el espeso de mi marido. Y lo primero que pienso preguntarle a Dios es: ¿Qué hay para comer, hijito, que vengo muerta de hambre? ¿Tendrás un heladito de lúcuma para compartir?
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PERU 21 DICIEMBRE 31, 2012

Caída libre

Lunes 31 de diciembre del 2012 | 00:39
Este año que termina ha sido desastroso para mí. Me temo que el año que viene será peor. Ha pasado un año más sin que mis hijas me perdonen y quieran verme.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Tienen buenas razones para evitarme. Las comprendo. Me porté como un patán con ellas. Las eché no de mi casa sino de su casa, que estaba a mi nombre. Eso no se hace. Yo lo hice. Toca vivir con eso: una casa que nadie quiere habitar y unas hijas que no quieren verme.
No es fácil ser padre cuando eres mal padre. Tienes que pagar las cuentas aunque no quieran verte. Hiciste lo que pudiste y terminaste perdiendo. No te juzgan por tus aciertos, te juzgan por tus errores, de todos modos terminas perdiendo. El promedio debería favorecerte pero los hijos no sacan el promedio, te juzgan por tu último y más clamoroso error y a ese error se aferran. Pedir disculpas es inútil cuando se ha destruido la confianza. Sí, ya, te perdono, pero igual no quiero verte porque eres un mal recuerdo.
No sé qué estudia mi hija mayor. No sé si está enamorada. No sé si fuma. No sé nada de ella. He tratado de propiciar un encuentro pero he fracasado. No parece probable que ese encuentro ocurra el próximo año. Sé que mi otra hija terminará pronto el colegio. No asistiré a la graduación, no estoy en condiciones. Sé que ha sido admitida en una universidad. No sé qué va a estudiar. Sé que tengo que pagar las cuentas y no hacer preguntas. No imaginé ese destino para mí, el del padre que paga unas universidades sin saber qué es lo que estudian sus hijas. Yo no pude perdonar a mi padre, mis hijas no me perdonan, por lo visto es algo que está en los genes. Mi abuelo fracasó con mi padre, mi padre fracasó conmigo, yo he fracasado con mis hijas. El padre que fracasa, ese soy yo. Con ese tipo tengo que vivir hasta el final, espero que esa penosa coexistencia termine más o menos pronto, no estoy dispuesto a vivir conmigo eternamente.
La salud, como es lógico, empeora. Ha sido un año cruel. Nunca me he sentido más cerca de la muerte como la otra noche. No salgo a correr, no salgo a caminar, no hago ejercicios, no hago sino engordar y esperar pacientemente el fin. No quiero que se acerque ningún médico, ni siquiera si es de la familia, de esos desconfío más. Me gustaría morir en esta casa, en esta cama. Es una cama muy cómoda, la mejor que he tenido. Ninguna cama de hospital podría superar a esta cama.
Desde que dejé de tomar esas pastillas no he conseguido hacer el amor. Dejé de tomarlas por temor a que me diese un infarto. No me parece una muerte digna, alardeando de un vigor sexual falso. Hay amor pero no hay erecciones. Hay amor pero no hay interés en hacer el amor. Hacer el amor es una cosa del pasado, un hábito en desuso. Ya no me acuerdo de todo eso. Este año que termina me ha reducido a esa humillación: puedo amarte con palabras, no de otra manera.
No me interesa viajar a ninguna parte. Tengo dinero para viajar pero no tengo ganas de salir de casa. Todo viaje imaginario es una suma de contratiempos y fatigas y pesares. No quiero morir en un avión o en un aeropuerto o en la cama con arañas de un hotel de lujo. En los hoteles de lujo hay arañas vivas, yo las he visto.
Tengo un trabajo. Me pagan bien. Es un trabajo fácil, lo hago sin mayor esfuerzo. Me pongo el traje y la corbata y voy a la oficina y cumplo un horario y soy atento con los jefes y no tan atento con los empleados que ganan menos. Nadie es feliz en esa oficina. Todos quisiéramos estar en otra parte y tenemos cara de estar condenados a ese trabajo denso, oscuro, mediocre. La rutina de ese trabajo me recuerda que soy un mediocre. Quise otra suerte para mí, no fue posible. Soñé un mejor puesto, un ascenso sostenido al éxito, un éxito tremendo, escandaloso, el poder y la gloria. Nada de eso ha ocurrido ni está ocurriendo. Lo que ocurre, y así lo veo con claridad, es que estoy en caída libre. Al caer, veo que otros me hacen adiós y se asoman para ver cómo quedará despanzurrado mi cadáver. Este periódico en el que escribo servirá, si acaso, para cubrir mis restos (estoy tan gordo que puede que no alcancen las páginas). Eso es lo que soy hace más de treinta años: un hombrecillo bilioso que escribe en el periódico. Cada vez somos menos los que leemos los periódicos.
No me pidan optimismo. No ha sido un año bueno para mí. Los optimistas, los que salen a correr al alba, los que se jactan de sus triunfos y hazañas, son mis enemigos. Lo siento, no tengo nada bueno que contar. Lo que cuento es mi vida y mi vida es una cosa en decadencia, en franca decadencia. Es lo que hago aquí, en esta columna, contar las cosas francamente.
Podría servirme de consuelo el recuerdo de una novela que, a pesar de todo, pude escribir este año. Es una novela sobre el poder, sobre unos sujetos inescrupulosos que sueñan con el poder y se pelean por el poder y lo sacrifican todo en nombre del poder. Es una novela sobre la televisión y la política, dos mundos que no me son ajenos, y sobre la viciosa erosión del tiempo, esa llovizna fría y persistente, en los ideales de las personas, en la nobleza que se corrompe de las personas. Quizás sea una buena novela, no lo sé. Es una mala novela comparada con las buenas novelas y es una buena novela comparada con mis malas novelas, todo es relativo.
No aspiro a que el año que viene sea mejor. Aspiro a sobrevivirlo.
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PERU 21 DICIEMBRE 24, 2012

La boca loca

Lunes 24 de diciembre del 2012 | 00:07
Si tu madre te ha dicho desde niño que has nacido para ser presidente, quizás termines postulando a la presidencia. Eso es lo que me pasó. No llegué a ser candidato pero jugué coquetamente con la idea, no me disgustaba para nada. Por supuesto, no quería gobernar, solo quería complacer a mi madre, ser el hijo que ella soñó. Una vez más, no se pudo,
terminé defraudándola, es una pena.
Mi madre me transmitió afectuosamente el celo del predicador, las ínfulas del mandamás, la visión esclarecida del tribuno
Jaime Bayly,La columna de Bayly
Si tu madre te ha dicho desde niño que has nacido para ser presidente, quizás termines postulando a la presidencia. Eso es lo que me pasó. No llegué a ser candidato pero jugué coquetamente con la idea, no me disgustaba para nada. Por supuesto, no quería gobernar, solo quería complacer a mi madre, ser el hijo que ella soñó. Una vez más, no se pudo, terminé defraudándola, es una pena.
Desde niño me ha gustado mucho la política, he heredado eso de mi madre y mis abuelos. Mis abuelos eran políticamente muy enfáticos, muy fogosos, cada uno a su manera, claro. No sé si llegaron a conocerse, supongo que se saludaron en la boda de mis padres, no los recuerdo juntos, no he visto o no recuerdo una foto de los dos departiendo amenamente. Con ambos, don Jimmy y don Roberto, hablé de política desde niño, ambos parecían ver con simpatía mi curiosidad por los asuntos políticos. Ambos eran unos señores cabales con tendencia a las salidas conservadoras, ambos descreían de los lunáticos y los charlatanes que prometían la revolución, ambos eran hombres de trabajo, sabían lo difícil que era ganar limpiamente el dinero, no se dejaban engatusar por los bribonzuelos de la política. Mis abuelos vieron lo que antes había visto mi madre: que nada me interesaba más que la política, los hombres ceñudos y vocingleros que ocupaban el espacio de la política, las páginas de política de los periódicos, los elegidos, los conspicuos, los poderosos. Yo no sabía gran cosa del mundo de las ideas políticas, lo que conocía eran los nombres, quién era quién, quién era ministro de qué, quién había sido presidente de qué año a qué año, cuáles eran los partidos políticos, todo ese orden chato, rasante, sin vuelo, de los humanos próximos, circundantes. Mi madre me transmitió afectuosamente el celo del predicador, las ínfulas del mandamás, la visión esclarecida del tribuno. Ella no pudo hacer una carrera política profesional porque no se esperaba tal cosa de las mujeres de su tiempo, pero encontró una manera fantástica de hacer política en la religión y se hizo militante de un partido religioso y abrazó un credo, un plan de gobierno moral, hizo suya la prédica de un caudillo enjundioso, y dedicó su vida entera a creer en unas ideas y a persuadirnos de la nobleza y la eficacia de tales ideas. No he conocido una persona más activamente política que mi madre: enemiga natural de la neutralidad, lo suyo es tomar partido, pronunciarse, elegir una causa y luchar por ella y hasta jugarse la vida si hiciera falta en esa cruzada moral. Desde que era niño hasta ahora que soy un hombre mayor, fatigado, con visible sobrepeso, mi madre es la persona que siempre ha sabido de un modo enfático, extranjero a toda duda, por quién hay que votar y por quién no hay que votar de ninguna manera, y sin duda es ella y no mi padre quien me ha transmitido genéticamente esa proclividad al conflicto, a la prédica inflamada, a ir a la guerra en nombre de unas convicciones cerradas, no negociables. Dondequiera que se organicen unas elecciones, mi madre y yo tomamos partido y nos ponemos en campaña, aunque no siempre conspiremos en la misma trinchera y en ocasiones nos encontremos en campos adversarios y ninguno por supuesto esté dispuesto a ceder en aras de la armonía familiar: cada elección nacional o municipal es el fin del mundo para ella y para mí y a esa extraña suerte, la del predicador, la del conspirador, la del partidario acérrimo, nos entregamos ambos, exaltados.
Uno de mis abuelos, don Jimmy, probablemente vio en mí esa temprana inclinación por el mundo de la política o por las palabras que tenían una intención política, un modo engolado y adusto de hablar, una postura que parecía desusada en un niño, no se esperaba que un niño fuese tan resabido y locuaz, no se esperaba que hablase como ministro, que dijese “hay que mitigar el sufrimiento de la clase mesocrática”, hay que ver cómo se reía la tía Fátima cuando yo decía la palabra mesocrática. Pero yo era ese niño hablantín, envarado, tieso, con un orden político de las cosas, el primero de la clase, el que no se despeinaba, el que llevaba gomina y no decía lisuras y rezaba en latín con su madre. Yo era ese niño político, politicastro, politizado, y mi padre me deploraba con razón y mi madre me masajeaba el ego diciéndome que yo era un líder nato, un líder preclaro, uno en un millón, el elegido, el bendito, el que salvaría al pueblo raso de sus penurias y sus oprobios. Mi abuelo comprendió con sagacidad que mi destino era el del orador, el del charlatán de plazuela, él lo supo antes que yo, y por eso en las cenas familiares me transmitía de un modo amable pero firme que debía estar preparado para dar un discurso después de los postres, cuando él me hiciera una seña y tocara la campanita. Sentado a la mesa de los niños, yo elegía en silencio las palabras que un momento más tarde debía pronunciar de pie, ignorando el escarnio comprensible de los primos. Fue un gran entrenamiento, una violenta iniciación en algo que después se me hizo estilo de vida: siempre debes tener listo un discurso, no tengas miedo de improvisar, que parezca que estás disfrutando de ese momento retórico en el que te empinas levemente sobre los demás, que los otros se rían y aplaudan y pidan que sigas hablando así, tan bonito, qué piquito de oro nos ha salido Jaimecito, seguro que cuando sea grande terminará de diputado o alcalde o quién sabe hasta presidente.
Discursos en las cenas familiares, discursos en los actos escolares, discursos en la graduación y la fiesta de promoción, discursos en las campañas políticas universitarias (que gané), cuántos discursos supe pronunciar a destiempo, en cuántos discursos fatuos me jugué la vida. Cada uno de esos discursos afirmó mi autoridad entre mis pares y me convenció de que no había nadie que hablase más bonito que yo, ni siquiera el presidente de turno ni el candidato a presidente. De ese convencimiento, y de las constantes exhortaciones de mi madre a que me abocase a la tarea superior del bien común, nació la idea mínima, el borrador, de que podía llegar a ser presidente.
Pero esa idea, que era preciosa, se desintegró en mi mente cuando, después de tantos discursos regados en el aire, descubrí que la misma boca que sabía hablar tan bonito era la boca que quería besar a un hombre y era la boca que quería fumar un porrito y era la boca capaz de todos los tráficos impuros a los que no debía rebajarse esa boca presumiblemente virtuosa del predicador en celo: la que fuma, la que chupa, la que jala, la que lame, la que mama. Por eso no me he postulado a ningún cargo público, a pesar de que algunos amigos han sido muy generosos en sugerírmelo y hasta ofrecérmelo: porque uno no es meramente las palabras que ha dicho en público, envanecido, sino más exactamente los labios que ha besado, los cuerpos que ha lamido, las delicadas texturas que ha saboreado. Mi boca ha hecho cosas que no son nada presidenciales y por eso no la he presentado en contienda electoral de ninguna índole, el pueblo merece mejor suerte. Pero lo que yo recuerdo de mi boca no es lo que mi madre recuerda de la boca de su hijo mayor: tal vez ella recuerda, ante todo, las plegarias, las oraciones, el fervor expresado en latín, y por eso siempre ha querido que yo use mi boca para servir noble y juiciosamente a los más necesitados, sin sucumbir a las necesidades mundanas de mi boca loca.
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PERU 21 DICIEMBRE 17, 2012

No te engañes

Lunes 17 de diciembre del 2012 | 01:34
Esto de ser un escritor se ha convertido en una cosa clandestina, fantasmagórica. Uno se pasa la vida escribiendo cosas que nadie quiere leer, ni siquiera los aludidos. Tanto empecinamiento acaba siendo inútil, vano, apenas una postura, una pose.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Nadie lee lo que escribes, a nadie le importa, nada de lo que digas provocará escándalo, revuelo, comidilla. A esto hemos llegado, llámalo el fracaso, la decadencia, la muerte en vida: que nadie quiera verte, incluso los que antes querían verte hacen ahora un esfuerzo para no verte, saben que es mejor así.
Por otra parte, si no eres un escritor, ¿qué demonios eres? Nada, o algo peor que nada: un aspirante a escritor, un intento fallido, un candidato menospreciado, el eterno corredor que no llega a la meta y desfallece y corta camino y se sienta derrotado a esperar a que lo recoja la ambulancia. Eres el que aspira a ser leído, el que se entrega envanecido a una cierta quimera, el que cuenta una historia que nadie quiere oír, ese loco que habla solo. Eso eres, acéptalo, está en tus genes: un loco, un orate, el hablantín chiflado, el que se pasea en un auto convertible saludando al pueblo llano, imaginando que ha ganado unas elecciones no para presidente sino para príncipe, para algo nobiliario y vitalicio sobre lo que no se tenga que rendir cuentas.
Nadie te pida que sigas escribiendo, nadie espera tu próximo libro, nadie está dispuesto a pagar para leer esas ficciones rencorosas, y sin embargo insistes, obstinado, en coleccionar palabras en la antigua lengua española. Como no sabes hacer otra cosa y no quieres trabajar, fatigas el hábito de contar unos secretos aviesamente revelados. Más que un escritor, eres infidente, chismoso, felón. No cuentas los secretos a cambio de dinero, lo haces porque te parece que tal es tu misión artística. Te has creído el cuento, tan bobo tú, de que todo lo que has vivido califica como material apto para ser exhibido, encadenando las palabras, reuniéndolas con eterna cadencia, frente a una audiencia imaginaria. Y estás de pie, hablando ante un teatro, sin advertir que el teatro está vacío, deshabitado. El público ya se fue, no está, deberías guardar silencio. Crees que hablando a gritos lo convocarás de nuevo, pero nadie regresa, es en vano. El charlatán ha perdido su poder hipnótico, el narrador ya no sabe qué contar, la única historia que realmente interesa es que hay un hombre hablando frente a un teatro vacío. Y ese hombre que eres tú se niega a callarse.
Cada cierto tiempo, digamos un año y medio, crees que has terminado un libro. Te has propuesto contar una historia disparatada y has perseverado en el delirio, has creído tus exageraciones, has hecho hablar a todas las voces que habitaban en ti y has urdido en tono conspirativo una mentira, unas mentiras. De pronto lo que no existe cobra vida. Esa larga y obsesiva reunión de palabras pretende ser una historia, un hecho cierto, una fábula, un minúsculo y ponzoñoso invento humano: a ese artefacto lo llamas una novela, cuando es solamente, no nos engañemos, una mentira. ¿De verdad crees que esa cosa rara que has escrito merece ser publicada? Sí, claro, sin duda alguna. ¿No convendría invocar un cierto sentido del pudor o el decoro? No, alguien tiene que leer todo eso que has escrito tan celosa y frenéticamente. Por eso anuncias a tus agentes y editores (que están hartos de ti, aunque no te lo digan) que tenemos nueva novela, enhorabuena, aquí me tienen de regreso, machacando el idioma, postulándome a escritor. Y entonces los conminas a publicar el documento, la novela, esa cosa rara, como si fuese un hecho de gran importancia cultural, un hito. Tanto fastidias con el asunto que, bueno, al final, ellos se rinden y deciden publicarte la novela. Eso sí, no pagan, no pagan nada, se resignan a publicar el libro siempre que no tengan que abonar un peso. Prometen un porcentaje, el diez por ciento, a veces el doce o el quince, pero todos sabemos que el diez por ciento de nada es nada, y ellos lo saben mejor que nadie y por eso se niegan a pagar un anticipo. Pero la novela sale y entonces puedes jugar un momento a la impostura de que alguien está leyéndola, alguien la ha comprado y llevado a su casa y la ha acomodado entre sus asuntos urgentes, íntimos, cerca del lugar donde se duerme o se inventa el amor. ¿Hay alguien que en efecto ha comprado eso que llamas la novela y está leyéndola con moderado placer? No, no hay nadie, pero te empeñas en creer que esa persona es posible, creíble, real. Si no ha existido hoy, puede que exista mañana; si no quiere comprar el libro y se rehúsa a leerlo, no por eso dejarás de escribirlo: quizás algún día incierto, cuando seas polvo y olvido, alguien habrá de abrirlo y leerlo y oirá el eco distante de tantas voces chifladas y entonces todo eso cobrará vida, improbablemente. Te aferras a una idea mínima: es escritor el que escribe, aun si nadie luego lo lee. Que lean o no lean tus textos es algo que atribuyes al azar: si no te leen es porque no han descubierto (todavía) tu talento, qué injusto es el mundo, donde triunfan tantos mediocres y fracasamos los que merecemos la gloria.
Pero, y aquí estamos de nuevo, no te consideras un escritor fracasado, sino uno que está a punto de tener éxito. Es cierto, tus últimas novelas han sido un fiasco, un paso en falso, una lluvia de plomo, un vómito bilioso, y ni siquiera han sido criticadas porque la crítica ha tenido a bien ignorarlas con aire compasivo, y ya nadie las recuerda ni se sabe los títulos. Y sin embargo anuncias que te vas de gira. ¿De gira? ¿Adónde, a qué? A presentar la novela, informas. ¿A presentarla a quién, si nadie quiere leerla? Pues a presentarla precisamente ante los que no están presentes, a presentarla ante los groseros ausentes. ¿Dónde vas a presentarla? En una librería, claro, o mejor en un teatro, en un anfiteatro. ¿Te invitan, te esperan, se reúne la gente confundida para verte? No, claro que no: haces que te inviten, te apareces muy bien vestido y presentas la novela ante tres dependientes de la librería, que bostezan, y dos señoras bizcas, que algo chismorrean, y un escritor frustrado que quiere darte su manuscrito para ver si lo ayudas a que alguien se lo publique, por fin. Fantástico, estupendo, qué gran momento cultural, todo un hito. Y así vas, de país en país, de gira que no cesa, hablando de la novela con una pasión sulfurosa, como si leerla fuese una cosa obligatoria, ineludible, una cita a ciegas con el honor: ¿cómo podría alguien seguir viviendo tan llanamente sin arrojarse a leer lo que hemos publicado y venimos a anunciar en esta gira internacional?
Esto de ser escritor prometía tanto y ha terminado siendo un suplicio, una agonía. Se suponía que el de mentiroso profesional era un oficio divertido y por eso lo elegiste a despecho de otros mejor recompensados y ahora vienes a descubrir ya tarde que el lector es una criatura afantasmada, una cifra vaga, incierta, un espejismo, el oasis que es arena en el desierto. Eso que lames sediento no es agua, es arena; eso que llamas literatura no es arte, es mentira; el lector no existe, es ficción; dices que eres novelista cuando en realidad eres cuentista; todo eso que has escrito solo vas a leerlo tú, no te engañes.
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PERU 21 DICIEMBRE 10, 2012

La ilusión esquiva

Lunes 10 de diciembre del 2012 | 00:42
Julián Beltrán es escritor de novelas. Ha publicado doce novelas. La crítica de su país, el Perú, lo considera un escritor pobre, deplorable.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
La crítica de España, donde sus libros se han vendido bastante bien, registra opiniones dispares: sus primeras novelas fueron elogiadas, las últimas han pasado inadvertidas. Incluso los críticos españoles que lo defendieron hace ya tiempo creen ahora que Beltrán es un escritor liviano, frívolo, de poco peso.
La opinión que Julián Beltrán tiene de sí mismo es aparentemente contradictoria: soy un escritor menor, muy menor, y, a la vez, soy un escritor de éxito, de relativo éxito. Se considera menor comparado con los grandes maestros contemporáneos de la lengua española (por ejemplo, Javier Marías o Javier Cercas o Roberto Bolaño, escritores a los que lee y relee, maravillado, a pesar de que nunca conseguirá escribir como ellos, aunque lea cien veces esa novela de Marías nunca podrá escribir como él, eso lo sabe bien Beltrán y por eso se considera un escritor mediocre, uno del montón). Al mismo tiempo, piensa que ha tenido éxito, un éxito que le parecía inimaginable cuando se propuso ser un escritor. El éxito lo medía entonces de un modo complaciente: Beltrán sentía que había tenido éxito cuando terminaba de escribir un cuento, sin ánimo o expectativa de publicarlo. La medida del éxito era contar una historia por escrito, contarla más o menos bien, con una mínima solvencia, y luego esconderla en un cajón y que no la leyera nadie, especialmente su madre. Tiempo después, la medida del éxito consistiría en escribir algo de más largo aliento, una novela, una condenada, maldita novela. Le tomó cuatro años terminarla, podía decir que había concluido la aventura de un modo apropiado, feliz (aunque la novela era una suma de infelicidades). Pero entonces elevó la varilla del éxito, subió el listón: no bastaba con haberla escrito, la novela tenía que ser publicada. Lo intentó en el Perú, fracasó, le dijeron que tal cosa carecía de valor. Con la ayuda inestimable de un escritor que era entonces su amigo, lo intentó en España y consiguió un editor catalán. Desde entonces, Julián Beltrán mide su éxito como escritor según tres criterios arbitrarios e indudables para él: obligarse a escribir una novela todos los años, publicar esas novelas en España y tener la vaga certeza de que lo que está escribiendo parezca mejor que lo que ha publicado. Por supuesto, podría medir el éxito de un modo más exigente o competitivo (por ejemplo, que traduzcan sus novelas al inglés y al francés; por ejemplo, que sus libros se vendan masivamente y le dejen una fortuna; por ejemplo, que le den tal o cual premio literario de prestigio), pero, en ese punto, Julián Beltrán es benévolo consigo mismo y prefiere no compararse con Marías o Vargas Llosa (una operación imprudente que lo humilla sin remedio), sino con el escritor que era él mismo hace veinticinco años, cuando se atrincheró en una pensión de Madrid, obstinado con la idea de escribir la novela. Mal que mal, soy un escritor, uno mediocre, uno menor, uno que no puede leer sus primeros libros sin que lo asalte la vergüenza, pero no, al menos, un escritor frustrado, se resigna.
A estas alturas de su vida, cerca de cumplir los cincuenta años, Julián Beltrán continúa escribiendo. No está dispuesto a desmayar y tirar la toalla. Todo lo demás es negociable, eso no: un escritor escribe y escribe y no deja de escribir hasta que se muere y cuando más escribe es cuando más cerca siente la muerte. Nadie lo obliga a escribir, por cierto: no hay un editor apremiándolo, unos lectores impacientes exigiendo la nueva entrega, no gana un dinero importante con sus libros, pues los anticipos y las regalías son cantidades más bien magras, simbólicas. Debido a su astucia como inversionista bursátil o como mero especulador o financista, ha reunido suficiente dinero para retirarse y vivir donde le venga en gana. Pero Julián Beltrán no sabe vivir sin escribir, o no le interesa la vida si no la vive escribiéndola, contándola, y se moriría del aburrimiento si viviera la vida predecible y opulenta del buen burgués exento de toda culpa. No le interesa mudarse a otra casa, comprarse un yate, exhibir su dinero para impresionar a los bobos: el tesoro al que de verdad aspira es uno hecho de sueños, de palabras, de fantasías, una historia bien contada, una maravillosa historia magistralmente bien contada, un fascinante entrevero de palabras que ejerzan un poder hipnótico sobre el lector. Esa es la más cara ambición de Julián Beltrán y también su clamoroso fracaso: aprender a contar una historia persuadiendo al lector como si fuera un discípulo ardiente, un converso, y llevándolo de viaje a lugares mágicos, inexplorados. Todo el tiempo, incluso cuando duerme, está pensando en la novela que debe escribir, la próxima novela, la novela incierta que se avecina. Por la seriedad con la que acomete su tarea y el tesón que lo inspira y la solemnidad que anuncia lo que está por venir, parecería que está escribiendo, por fin, algo importante, algo que no sea liviano, frívolo, menor. Es un engaño. Todos creen que la próxima novela de Julián Beltrán confirmará su fama de escritor liviano, livianito, pero él está convencido de que ese libro que consume sus mejores horas es una pequeña obra maestra y lo redimirá de tantas novelas fallidas.
Aunque todavía no ha terminado de escribir esa novela, Julián Beltrán ha querido compartirla discretamente con un círculo muy escogido de personas, digamos las personas que más ama, las mujeres capitales de su vida: su madre, su esposa y sus hijas. A esas cuatro personas les ha enviado, por correo electrónico, adjuntando un copioso documento con miles de palabras en español, como si fuera un tesoro de valor incalculable, la novela que está escribiendo y no sabe cómo terminar (le parece un crimen que algo tan fundamentalmente artístico tenga que terminar). Por el momento, no hay respuesta. Beltrán piensa, optimista, que su madre, su esposa y sus hijas están leyendo la novela, hechizadas. No es verdad. Las cuatro mujeres se niegan a perder su tiempo de esa manera. Por cortesía, por una mínima consideración con ese hombre envanecido, prefieren no decirle la verdad. Su madre piensa: es una pena que este muchacho no se dedique a la política. Su esposa piensa: es una lástima que mi chino prefiera encerrarse a escribir, en vez de acostarse a jugar conmigo. Sus hijas piensan: cómo se le ocurre al tarado de mi padre que vamos a deprimirnos leyendo las babosadas que escribe. Pero Julián Beltrán no sabe lo que piensan de él y de su novela las mujeres capitales de su vida, y por eso continúa golpeando frenéticamente el teclado, poseído por la convicción de que, tarde o temprano, será reconocido como escritor. Como van las cosas, lo más probable es que eso no ocurra nunca, y sin embargo Beltrán seguirá escribiendo, persiguiendo esa ilusión esquiva.
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PERU 21 DICIEMBRE 3, 2012

Nubes infinitas

Lunes 03 de diciembre del 2012 | 00:07
Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Mi afición erótica por los hombres, que con los años no ha menguado y procuro cultivar en el territorio de la imaginación, no se manifestó con precocidad. Para todo soy lento y despistado, y para reconocer las pulsiones del deseo, también.
Durante los años escolares, que transcurrieron en tres colegios, dos de ellos religiosos (lo que, como era de esperar, me hizo menos religioso), no fui informado por mi cuerpo de que los machos de mi especie podían provocarme unos deseos eróticos. No dudo de que esa sensibilidad, o esa debilidad, o esa apreciación de la belleza, ya latía en mí, solo que yo no estaba al tanto de ello y pensaba, desavisado, que solo me gustaban las mujeres. Hasta que, a la edad de quince años, estuve a solas con una mujer en un burdel arrabalero y no conseguí que mi cuerpo respondiera con una mínima erección de cortesía. Fue un fracaso catastrófico, en toda la línea. No me he recuperado todavía. Desvelado, humillado, deduje que mi cuerpo no deseaba penetrar los orificios íntimos de una mujer ni exponerse a fricciones y escarceos con una mujer, ninguna mujer. Aquella fue la primera vez que me lo planteé como una posibilidad teórica: a lo mejor soy puto. (No pensé en la palabra puto, pensé en la palabra maricón, pero ahora me hace gracia aquella y no esta).
Mis años de estudiante universitario me permitieron estudiar fijamente a un estudiante universitario. En efecto, estudié su cuerpo, a pesar de que ningún profesor me impuso dicha tarea. Aprendí a mirarlo, desearlo, tocarlo de un modo furtivo y culposo. Ningún asunto académico o bibliotecario me interesaba tanto como el cuerpo esquivo de ese compañero universitario. Y digo esquivo porque a él le gustaba que yo estudiase su cuerpo, le gustaba desnudarse ante mí, le gustaba ducharse conmigo y que yo pasara mi mano por donde él me indicaba con la mirada, y sin embargo no le gustaba que mi rendida apreciación por la belleza de su cuerpo se expresase con palabras, o con un beso, o de algún modo público que nos delatase ante los demás. Creo que fue el primer gran amor de mi vida. Todo lo que yo era se lo entregaba a él y él, para mi desgracia, no lo quería, lo rechazaba o menospreciaba. Creo que nunca he deseado a nadie de un modo tan obsesivo como deseé a ese muchacho de aire insolente y pendenciero. Como ocurre con los grandes amores, sigo enamorado de él, o del recuerdo de lo que él fue, solo que prefiero no verlo, sería muy doloroso y me llevaría, me temo, una decepción.
A la tardía edad de veinte años supe que el cuerpo de un hombre podía sacarme de quicio, volverme loco, enfermarme del mal de amores. Lo supe durmiendo a su lado, escudriñándolo, imaginando todas las inexploradas posibilidades eróticas que había en él, en él y en mí. Era una ficción, por supuesto, pero en ella me extravié y allí sigo perdido, pensando en lo que pudo ser y no fue, que es, sospecho, el origen de mi vocación como escritor: ya que las cosas no ocurrieron de esa manera que uno hubiera querido, habrá que escribirlas, reescribirlas, fabularlas de un modo conveniente; como ese cuerpo no fue mío, habrá que atraparlo con palabras insidiosas; como nada de eso ocurrió, habrá que contarlo persuasivamente como si hubiese ocurrido a no dudarlo. Es decir que un amor contrariado me situó en el callejón sin salida de ser, a un tiempo, escritor y puto en el armario. Para salir del armario escribí una novela, un puñado de novelas. Ahora no estoy confinado a la lóbrega estrechez del armario, más bien siento que vivo en una casa sin techo: cualquiera, si así lo deseara, podría mirar desde arriba y saber en qué miserias me hallo. Es mejor así, circula más aire, se respira libremente, no me quejo, yo hice volar el techo de mi casa para ver el cielo y las estrellas y la luna que me recuerda al amor que no fue.
Si alguna duda tenía de que lo mío con los hombres era una pasión perdida y sin remedio, esa duda se evaporó de una buena vez cuando le entregué mi cuerpo invicto a un seductor profesional que hizo conmigo lo que quiso (y para mi fortuna lo que él quería coincidía bastante bien con lo que yo quería). Fue otro de mis grandes amores, uno de esos amores imposibles que no desmayan, que se obstinan en perdurar, aun a sabiendas de que en la vida real ya no conviene encontrarse con ese hombre porque me haría una mueca o me daría una trompada o, peor, fingiría que no me conoció. Pero vive en el territorio libre, libérrimo, de las fantasías y la imaginación y la memoria, esas nubes infinitas que son lo que uno recuerda.
A orillas de un río turbio, en los vastos confines del sur, conocí a un hombre con cara de niño del que me enamoré allí mismo, nada más enredar sus ojos con los míos y respirar el mismo aire viciado, vicioso, que nos separaba. A despecho de mi sólida formación religiosa y mis bien arraigados prejuicios de señorito, me permití ser puto, y tener un novio, y vivir con él, y viajar con él, y escribir de él, y dedicarle una de mis novelas, y no dedicarle una de mis novelas que al final le dediqué con toda justicia a una de mis hijas (los hijos superan siempre a las novelas, o eso con toda seguridad es cierto en mi caso, porque me han tocado unas hijas estupendas y soy un novelista menor).
Rememorando, puedo decir, sin faltar a la verdad, que he amado a tres hombres (el estudiante insolente, el seductor profesional, el canalla del sur), y que de esos tres solo me amó sin reservas ni simulaciones el último de ellos, y que, todo hay que contarlo, nadie se ha deslizado en mí de una manera más juiciosa que el segundo de esos amores imposibles. Los tres son ahora mis enemigos, es una pena, y sin embargo (la memoria es así, traicionera) elijo recordarlos sin animosidades ni rencores, con la mirada pasmada del que recorre un museo y contempla unas raras formas de vida que ya se extinguieron.
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PERU 21 NOVIEMBRE 26, 2012

El mar de noche

Lunes 26 de noviembre del 2012 | 00:42
El rumor del mar, que es antiguo y sobrevivirá, trae sosiego al viajero. Olas mansas se disuelven en la orilla espumosa. Nadie camina por la playa de noche. El mar es infinito, la tristeza del viajero también.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Ciertas cosas no pueden olvidarse mirando el mar de noche, ciertas cosas viven sumergidas en el océano turbio que es la memoria.
Al otro lado del mar, cuando ya despunta el sol en el horizonte y se hablan otras lenguas, unas lenguas ásperas y enrevesadas, dos mujeres que no se conocen recuerdan a ese hombre, el viajero, y piensan que es como si estuviera muerto, y no saben ni quieren saber si está muerto, aunque les procura cierto consuelo o una sensación parecida al alivio la idea de que ese hombre está muerto. No está muerto, pero para ellas ya lo está, no quieren verlo ni pensar en él ni recordarlo en modo alguno.
Lo que separa al viajero de esas mujeres es el mar, el mar de noche, la colosal masa de agua en la que cohabitan todos los recuerdos, todos los reproches, lo que pudo ser y no fue, lo que debió ser noble y se torció y echó a perder. Es un vertedero peligroso, inquietante, poblado de depredadores, el cementerio al que han ido a morir tantas buenas intenciones, tantos amores, tantas promesas. Debajo del mar, en algún punto incierto, sepultado por la arena movediza, yace, como la joya caída de un crucero, el amor, los restos del amor que alguna vez unió al viajero y esas mujeres que no se conocen. El viajero contempla el mar de noche y sabe que allí vive aún el amor por esas mujeres. Pero dónde está exactamente, cómo rescatarlo y sacarlo a flote, es una cuestión que de momento le parece inhumana, imposible. Lo que vive en el fondo del mar se deshace, se descompone, se torna azulado y transparente y acaba por ser eterno e inexacto como los restos del cadáver que fue arrojado a esas aguas para que nunca nadie lo hallase.
Qué hizo el viajero que contrarió a las mujeres, eso es algo que no se sabe con certeza y varía según el relato de los implicados. Las mujeres que no se conocen viven en países distintos, aunque emparentados por la misma lengua enfática. Amaron al viajero y fueron amadas por él, aunque ellas afirmarían, quizás en un tono vehemente (el tono suele crisparse cuando están embriagadas o alicoradas) que él no las amó realmente, o que no las amó como ellas merecían. Puede que sea verdad. El viajero es mezquino y pusilánime y, cuando le ha tocado en suerte amar, ha sido vacilante, no ha querido entregarse del todo, ha burlado sibilinamente la cita a ciegas con el amor.
Lo que fue una pasión se ha rebajado a rencor. Esos labios que antes sonreían se tensan en una mueca amarga. Todas las risas rotundas se han acallado de golpe. Las mujeres que amaron a ese hombre ahora lo deploran, no quieren verlo más. Lo consideran un canalla, un traidor. Le enrostran algo que él sabe que es verdad: me mintió, me humilló, me traicionó, no me contó que estaba con otra, se fue con otra, me abandonó. Tal es la fama del viajero: la del pérfido, la del innoble, la del que salta de un barco a otro como el corsario dispuesto a saquear tesoros.
Derrotado, el viajero sigue amando a esas mujeres que lo maldicen. Quisiera verlas, abrazarlas, deshacerse en ellas, pedirles perdón. Quisiera volar levemente sobre el mar, como vuela a veces en sueños narcóticos, hasta llegar a las costas donde viven, atacadas por el rencor, las mujeres que no se conocen. No puede. No debe. Sabe que no será bienvenido. Sabe que las engañó y ellas no lo han perdonado ni lo perdonarán.
Desde el punto de vista de las mujeres, el viajero es un traidor. Desde el punto de vista del viajero, que, desde luego, no está exento de vanidad ni compasión, es solo un hombre, un cuerpo, un amasijo de contradicciones. Ellas piensan que él debió amarlas de un modo leal, definitivo. Él cree que no por amarlas como las amó debía negarse a la aventura, a la pasión, al riesgo, al placer escondido en el cuerpo de la mujer mariposa. Ellas piensan que él no debió mirar a la mujer mariposa. Él sabe que su destino era dejarse aprehender y llevar por las alas gráciles de la mujer mariposa, aun si ese vuelo lo llevaba a otros paisajes, al lugar en el que ahora mira el mar de noche. Todos tienen la razón: el viajero ha roto las promesas que enunció y, al romperlas, ha hecho otras promesas, no del todo insinceras, que acaso renuevan su precaria fe en el amor. Por no contentarse con lo bueno y noble que tenía, y querer probar todos los sabores dulces y prohibidos, se ha quedado solo, mirando el mar de noche, sabiendo que ya está viejo y cansado para echarse a volar en busca de las mujeres que alguna vez amó y ahora lo deploran.
El viajero se dice a sí mismo: es verdad, soy un traidor, un fugitivo, el novio pérfido, el esposo felón, el tramposo, el embustero, el que no tiene patria ni religión, apenas este cuerpo con el sexo decaído, soy todo eso y algo más: el que mira el mar de noche y cree ver entre sus olas y sus ecos el difuminado recuerdo de las mujeres que extravió, y también el que, con creciente desasosiego, espera a que regrese, caminando sobre las aguas, hechicera, la mujer mariposa. Pero ella, libre de ataduras, ha salido a dar un paseo y él no sabe si volverá.
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PERU 21 NOVIEMBRE 19, 2012

La vida alquilada

Lunes 19 de noviembre del 2012 | 00:42
Del Perú solo conozco realmente Lima, y cuando digo Lima me refiero a San Isidro, Miraflores, Camacho y La Planicie. He vivido en el Perú desde mi nacimiento en 1965 hasta finales de 1990. A principios de 1991 me fui a Madrid y ya nunca pude regresar del todo a Lima.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Lo intenté en 1992 y 1994 y fracasé, lo intenté en 2001 y 2002 y volví a fracasar, lo intenté en 2010 y la tentativa fallida duró apenas tres meses. Mi recuerdo del Perú es Lima, y Lima es San Isidro y Miraflores, aunque también, muy vivamente, Los Cóndores, la casa en la que fui niño. Me gustaría tener una casa en Los Cóndores para sacar mis armas de fuego y dispararlas apuntando a una lata o una botella. Acá en Miami no puedo hacer eso, vendría la policía enseguida. Vivo fuera del Perú desde 1991. He vivido en Madrid, en Miami, en Washington, en Buenos Aires, en Santiago de Chile y en Bogotá. En todas esas ciudades he tenido casa (alquilada), aunque en Santiago he vivido en un hotel (la torre del Sheraton) y en Bogotá, en otro hotel muy agradable (el Portón).
En Washington viví en un ruinoso apartamento de la calle 35, en Georgetown, y luego me mudé a un departamento muy acogedor, en la misma calle, cerca de la universidad, que debí comprar (me lo ofrecieron a buen precio) pero que no compré porque en aquellos años, 1992, 1993, 1994, estaba empecinado en vivir austeramente como un escritor hasta que se terminasen mis ahorros (todo lo que había podido ahorrar en la televisión desde 1983 hasta 1992) y ya luego vería si me pegaba un tiro o me resignaba a volver a la televisión. Años más tarde, el 2005, volví a Georgetown como profesor visitante de la universidad y viví en una casa alquilada donde me moría de frío y no podía dormir: ya habían comenzado, exactamente el 2004, en Buenos Aires, mis graves trastornos para dormir, que a punto estuvieron de costarme la vida, suerte que no tenía una pistola a la mano en Buenos Aires y no me animé a saltar del balcón del piso doce. En Washington fui el novio de Sandra y luego el esposo de Sandra y luego el ex esposo de Sandra y solo hice el amor con ella y nadie más. Esa ciudad, y el barrio de Georgetown en particular, me hacen llorar como un niño porque todo me recuerda a Sandra y al nacimiento de nuestra hija Camila.
En Miami he vivido desde 1995 hasta estos días que corren de 2012. Viví un año en un departamento alquilado, viví seis años en una casa alquilada, viví un año en un hotel, el Sonesta, que ya demolieron, viví dos años en una casa alquilada cerca del Sonesta, viví cuatro años en una casa nueva alquilada. Si sumo todo lo que pagué en alquileres en Miami desde 1995 hasta el 2004 que me mudé a Buenos Aires, hubiera podido comprarme una casa y dos también. Pero no quería endeudarme, me sentía más libre pagando una renta y evaluando al final del año si quería seguir quedándome o ya era hora de mudarme. Eso me pasó por fin el 2004: decidí mudarme a Buenos Aires para vivir con un hombre del que me había enamorado.
Ese año, el 2004, en esa torre de San Isidro, calle Sáenz Peña, piso doce, con vistas al río y a Barrio Parque Aguirre, fue catastrófico para mi salud, quizás el peor de mi vida. No podía dormir por el frío y el ruido de los vecinos, dejé de salir a correr, me pasaba las noches insomnes comiendo helados de chocolate, engordé mucho, lloraba todo el día y discutía a gritos con mi novio porque no había podido dormir y tenía el ánimo hundido y la paciencia, corta. No sé cómo hice para seguir aferrado a la rutina de escribir todas las tardes. Fue un año tremendo, brutal. Fiel a las enseñanzas de mi madre, me negaba a tomar pastillas para dormir. Y no dormía. Y a la mañana siguiente era un monstruo y hacía llorar a mi novio y él se marchaba tirando la puerta y yo pensaba en saltar por el balcón. Era la demencia pura. Hasta que la madre de mi novio me dio unas pastillas para dormir y me salvó de una muerte segura. Poco después me ofrecieron dar clases en Georgetown y no lo dudé. Nunca debí alquilar ese departamento alto y helado de San Isidro: el día en que lo visité por primera vez, noté que los dueños tenían, colgado de una pared, un retrato de José María Escrivá, fundador del Opus Dei. Me pareció una señal ominosa, debí hacerle caso.
Me fui de Buenos Aires pero uno nunca se va del todo de Buenos Aires. Volví el 2006 a un departamento que mi novio había alquilado en esa misma calle, Roque Sáenz Peña, en San Isidro. Viví allí (parte del tiempo, viajaba todas las semanas) el 2006, 2007, 2008 y 2009. En algún momento lo sacaron a la venta y lo compré. Era pequeño y acogedor y tenía una vista muy bonita al club de rugby. No recuerdo la última vez que dormí allí, debió de ser el 2009. El hombre que era mi novio ya no es mi novio ni es mi amigo, me traicionó y decidió ser mi enemigo. Ese departamento está vacío, pago las cuentas todas los meses desde Miami, me hace ilusión ver allí el mundial de fútbol del 2014 y las elecciones argentinas de 2015. Ilusiones bobas, seguramente no iré más, me trae muchos recuerdos tristes. Cuando tuve que ir a Buenos Aires hace dos años, preferí quedarme en un hotel, me asustaba dormir en ese departamento y reñir con el pasado.
En Lima, desde 1992 hasta el 2010, he sido un visitante, un hombre de paso, el residente provisional de algún hotel. Durante años me quedé en un hotel del centro de Miraflores que se llamaba Las Américas, no sé si todavía existe, era muy ruidoso. Luego me pasé al Park Plaza del malecón, allí me consentían mucho y fui feliz, eran los años dorados, de esplendor en la televisión de Miami, y podía pagarme una semana al mes en el Park Plaza. Tiempo después, y para estar cerca de mis hijas, que vivían en Camacho, terminé quedándome, y pasando largas temporadas, en el hotel Golf Los Incas, del que me marché bruscamente, fastidiado por el escándalo que montaban los futbolistas cuando se alojaban allí, y nunca más volví. Después me pasé un tiempo al hotel Libertador de San Isidro (allí hice el amor con Silvia por primera vez) y luego me animé a pagar un poco más en el Country, donde me sentía muy a gusto. Si sumo todo lo que he pagado en hoteles en Lima entre 1992 y el 2010, podría comprarme una casa y hasta dos también. Pero todos esos años prefería pagar un hotel precisamente porque no quería atarme a Lima, echar anclas en Lima, fijar mi residencia allí.
Finalmente, y bajo presión familiar, compré unos departamentos en Lima en los que ahora no vive nadie. Todos los meses pago las cuentas y no es poco dinero, es más de lo que solía gastar cuando iba una semana al mes y pagaba un buen hotel. No sé qué hacer con esos departamentos. De momento son mi casa en Lima pero no quiero ir a dormir allí ni quiero venderlos y no me queda más remedio que pagar los mantenimientos y las refacciones y las cuentas siempre crecientes. Peor todavía, están construyendo un edificio al lado y, según me cuentan, hacen mucho ruido desde las ocho de la mañana, de manera que si viajase unos días a Lima, tendría que irme a un hotel.
He sido feliz en Miami, muy feliz. He sido triste en Washington, muy triste, y sin embargo allí me hice escritor. He sido puto en Buenos Aires, muy puto y muy pasivo y muy feliz, y sin embargo ahora me da miedo volver, hay gente que me odia y quizá quiera matarme o hacerme un desplante. He sido marihuanero, fumón, muy feliz en Bogotá, cómo extraño esas noches de lluvia en el hotel. He sido donjuanito, casanovita, porfirito rubirosa, en Santiago de Chile, tantas chicas lindas de paso por la torre del Sheraton, tantos amores fugaces con mujeres cuyos nombres no recuerdo. Y ahora sigo en Miami en la casa de mis sueños, la casa en la que quiero vivir hasta el final de los tiempos. Y aquí me quedo. Pero ciertas noches cuando salgo a caminar con Silvia, le digo: cuando me retire de la televisión, vamos a vivir en Miami, en Lima, en Buenos Aires y en Nueva York. Y Silvia me dice: ¿y el colegio de Zoe? Irá al colegio en esas cuatro ciudades, es lo que le conviene, digo. Silvia sonríe porque sabe que no me retiraré de la televisión y no volveré a vivir en Buenos Aires y en Lima seguramente no aguantaría dos semanas y ya estaría loco por irme, como han sido estos últimos veinte años, desde que me fui un lunes de abril de 1992, espoleado por tres sueños que, presentía entonces, solo podría cumplir cabalmente fuera del Perú: ser escritor, ser puto y ser feliz, tres cosas que, en mi caso, son indesligables.
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PERU 21 NOVIEMBRE 12, 2012

Últimas formas de amor

Lunes 12 de noviembre del 2012 | 00:42
A las tres de la tarde, poco más, poco menos, Julián despierta. Ha dormido doce horas consecutivas. No recuerda nada de lo que ha soñado. Ha dormido abrigado, con varias capas de ropa suave, principalmente cachemira, y tres pares de medias.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Al pie de su cama, sobre la alfombra, hay un libro de Borges y una biblia que le ha regalado el jardinero evangelista. No ha leído la biblia ni piensa leerla, las letras son muy pequeñas. Prefiere las ficciones de Borges, la poesía de Borges, el modo en que un ciego persigue a tientas las palabras y cree ver matices amarillos cuando las atrapa.
El cuarto en el que duerme Julián se usa solo para dormir. Es pequeño, oscuro, hay un televisor y una computadora que nadie enciende. Julián entra a ese cuarto a leer y dormir, pasada la medianoche. Cierra la puerta, se coloca unos tapones de jebe de color naranja en los oídos y lee un par de horas y luego duerme. Antes de dormir, toma unas pastillas que va cambiando cada noche. El baño de ese cuarto parece una farmacia, hay toda clase de pastillas para inducir el sueño y mejorar el estado de ánimo. Aunque las pastillas son caras, Julián piensa que dormir apropiadamente es algo que no tiene precio y está dispuesto a pagar lo que sea, y jugar con su cuerpo, siempre que consiga dormir todas las horas que sean posibles sin que nadie lo interrumpa. Cuando duerme, los teléfonos de la casa están desconectados. Nunca los enchufa al despertar, permanecen desconectados, no espera una llamada de nadie ni quiere llamar a nadie, ha decidido vivir la vida quieta, sedentaria, taciturna, del escritor retirado. Tiene una sola filosofía y a ella se aferra, empecinado: no quiero molestar a nadie, no quiero que nadie me moleste. Por eso se ha quedado sin amigos y, aunque formalmente tiene una familia, no ve a nadie de su familia, a no ser por su esposa y su hija menor, que viven con él. A todos sus parientes los recuerda con afecto y gratitud (y a algunos parientes lejanos, con pavor), pero no está impaciente por reunirse con ellos y cree que es mejor atesorar los recuerdos antes que devaluarlos al cotejarlos con la realidad.
Silvana, la esposa de Julián, duerme en un cuarto con balcón, en una esquina de la casa. Es una mujer joven, de extraordinaria belleza. Julián disfruta del modesto hecho de mirar a esa mujer. No duerme con ella, sin embargo. No sabe dormir con otra persona. Solo puede dormir a solas, rebajado a su más humana y oprobiosa condición. Así ha sido siempre, desde que era niño y vivía con sus padres en una casa en los extramuros de los cerros de los suburbios de una ciudad cubierta por el polvo y la niebla. Silvana despierta a mediodía, va a recoger a su hija en ropa de dormir y zapatillas (una ropa que también parecería de correr) y luego ocupan la planta baja de la casa procurando no hacer ruido, cuidándole el sueño a Julián, que duerme como si hubiese trabajado, como si estuviera exhausto por un esfuerzo físico, como si hubiese corrido una maratón, pero Julián no trabaja, no hace nada, vive de sus rentas y sin embargo duerme diez o doce horas como si mereciese el descanso cuando ese reposo es solo la prolongación inconsciente de su estado tranquilo, consciente. Es como si estuviera dormido todo el día y la noche, solo que a media tarde despierta, se pone unos zapatos y baja a saludar a su esposa y su hija y a las dos mujeres del servicio doméstico, María e Hilda, que son como si fueran de su familia, dos señoras a las que quiere como si fueran su madre o su tía o incluso más. Son ellas, María e Hilda, las que pasan la noche cuidando a la hija de Julián y Silvana, son ellas las que la llevan al colegio a las ocho de la mañana, las que limpian y cocinan y ordenan todo, las que permiten que Julián siga vivo, replegado, ensimismado, buscando la belleza en las palabras, son ellas, María e Hilda, las que han preparado los jugos (varios jugos, de naranja, de papaya con plátano, de manzana, de arándanos) para que Julián los tome como desayuno, junto con sus pastillas para no deprimirse, para no llorar, para no extrañar a nadie, para no quedarse calvo, para no envejecer de un modo todavía más bochornoso. Julián sabe que María e Hilda son ahora su familia, la familia que ha escogido, y no piensa alejarse de ellas. Ya no imagino la vida sin ellas, piensa, cuando las ve, sonrientes, haciendo las faenas domésticas, cubriendo de amor a la pequeña niña.
Julián y Silvana salen a dar un paseo por la isla y comentan las novedades. Ante todo, intentan preservar la calma y la armonía y no ceder a la tentación de exagerar los problemas. Todo está tranquilo y bien cuando él está con ella. Compran la comida y regresan a casa. A veces ella ya ha comprado la comida cuando él dormía y no hace falta salir pero igual salen a dar una vuelta, a mirar las calles apacibles de la isla, a recoger la correspondencia y verificar los leves, apenas perceptibles, cambios del clima: en esa isla el frío es una quimera, todo el año es verano, los días son más calurosos y menos calurosos y muy ocasionalmente frescos pero no fríos, nunca realmente fríos.
Como si no le bastara encerrarse para dormir, Julián sube a su estudio y se encierra a escribir. A las cuatro debe estar escribiendo o mirando pasmado la pantalla sin saber qué escribir, pero en posición de escribir, esperando una idea, una imagen, una difusa, neblinosa inspiración. Nunca viene la inspiración, hay que forzarla, hay que abrirse paso con un machete imaginario entre el espeso follaje de la memoria, esa selva peligrosa y exuberante. Julián escribe solo lo que cree verdadero y solo cree verdadero lo que recuerda y solo recuerda lo que su memoria elige de un modo arbitrario. Es, pues, prisionero de su memoria, rehén del tiempo y sus estragos viciosos. Tal vez lo que recuerda lo ha imaginado, lo ha fabulado, no lo ha vivido de ese modo minucioso, pero cuando lo escribe cree estar viviéndolo de nuevo y de una manera aun más intensa y sin duda verdadera. Mientras escribe, mira dos relojes: uno se lo regaló un cantante famoso y es ahora su amuleto; en uno se marca la hora de la isla y en el otro la hora de la ciudad en la que Julián nació y a la que solo piensa volver cuando esté muerto, incinerado y depositado en una lata de leche o café. No sabe por qué no debe regresar a esa ciudad, solo sabe que vivirá o sobrevivirá siempre que se mantenga lejos de ella y escribiendo todos los días, llueva o truene, que son dos cosas, los truenos y la lluvia, que nunca ocurren en esa ciudad de la que se ha alejado para ser un escritor y un hombre libre, o para ser un escritor y un prisionero de todos los recuerdos que remiten a ese punto geográfico del que quiere pero no puede emanciparse, porque cada tarde, cuando escribe, regresa a él.
Al final de la tarde, Julián y Silvana observan, fascinados, el modo en que su hija descubre el mundo. Por lo general hay música y los tres bailan, se abandonan al baile. La niña expresa su felicidad de un modo musical. A pesar de que es pequeña, ya sabe todas las canciones que quiere oír. Lo que Julián hace con su cuerpo no es exactamente bailar: lo mueve a duras penas de un modo que consiga complacer la mirada risueña y curiosa de su hija. Silvana baila felizmente. María e Hilda comentan, celebran, ríen, aplauden las ocurrencias y extravagancias de la niña. Julián y Silvana se miran y creen encontrar el amor en el aire que los separa. Tal vez bailan tan contentos porque contemplan la suma del amor que los ha reunido, esa niña que los ha llevado a esa casa en esa isla y los ha hecho bailar de nuevo como niños. Tal vez bailan tan contentos porque, a pesar de todo, están vivos, están juntos y han podido escribir unas cuantas palabras esa tarde, cada uno en la soledad de su estudio.
Ya de noche, Julián y su esposa salen a correr. Corren sin hablar, a un ritmo lento, la misma ruta de todas las noches, por unas calles en las que no hay peatones y esporádicamente pasa un automóvil. Al volver a casa, se echan en las tumbonas del jardín y miran las palmeras, las estrellas, el paso de un avión que surca la noche despejada. Julián ama a su esposa de un modo tranquilo y silencioso como nunca ha amado a nadie, a ninguna mujer, a ningún hombre. No siendo un hombre sentimental, y habiéndose considerado toda la vida un ermitaño, ha encontrado en esas mujeres que viven con él (su esposa, su hija menor, sus empleadas que son también sus confidentes y amigas) unas formas de amor que ahora le resultan crecientemente urgentes, indispensables. Lo poco que soy, los escombros a los que he sido reducido, son lo que ellas ven, lo que está en sus ojos, piensa, y luego recuerda con terror la otra noche en la que pensó que estaba muriéndose y no alcanzó a morirse, una noche que, presiente, volverá pronto y esta vez sin compasión. Precisamente porque siente la presencia ominosa de la muerte y sabe que el número de los latidos de su corazón está contado, precisamente porque sabe que se aproxima la fecha de expiración y cree que luego no habrá nada, solo la última angustia de la muerte, Julián se obliga a dejar constancia de la vida en cada palabra que escribe y en cada beso que da a su mujer y su hija. Pronto vivirá, si acaso, solo en ellas, en las palabras y en el recuerdo de las mujeres que todavía lo aman.
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PERU 21 NOVIEMBRE 5, 2012

Nuestro secreto

Lunes 05 de noviembre del 2012 | 00:42
Julián y su esposa Silvana se aman. Como se aman, viajan juntos. Como viajan juntos, se exponen a los caprichos del azar. No ignoran que así como el azar los ha reunido puede también separarlos. No tienen miedo. Eligen los riesgos juntos. Es mejor así.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Julián sabe que Silvana amó a una mujer antes de conocerlo. No por eso piensa que es lesbiana. Ha amado a una mujer, ha amado a un hombre, ahora y de momento me ama a mí, suerte la mía, se dice. Pero sabe perfectamente que Silvana puede enamorarse de otro hombre o de una mujer, es solo cuestión de tiempo. Y si llega ese momento y Julián está todavía vivo (lo que le parece improbable: por lo segundo, no por lo primero), quiere actuar de un modo noble y protector con ella y nunca darle la espalda ni serle desleal como amigo.
Silvana sabe que Julián ha amado a más de un hombre antes de conocerla. No por eso Silvana piensa que es gay. Ella sabe que su esposo tiene una pronunciada sensibilidad gay, pero no lo ve como un hombre que tiene la extraña capacidad de enamorarse de una mujer y un hombre. Julián ha estado enamorado de una mujer y un hombre al mismo tiempo, con diferentes grados o matices de intensidad. Fue un trance parecido a la angustia. Se alejó del hombre y se comprometió con la mujer. Años más tarde, volvió a enamorarse de otro hombre y pudo ser feliz con él. Pero las cartas del azar estaban marcadas y cuando conoció a Silvana supo que debía entregarse a la corriente de ese río caudaloso, aun si esa corriente lo alejaba de su novio, como ocurrió.
Desde que Julián se enamoró de Silvana, y de eso hacen ya unos años, no ha tenido la necesidad de estar con un hombre. Ha sido feliz con ella. Ha encontrado una forma de amor y complicidad que no había vivido antes. Ha sido muy feliz sexualmente con ella. Han compartido secretos, confidencias, fantasías. Han hecho toda clase de tríos imaginarios. Ella ha sido mujer y hombre con él y él se ha permitido ser hombre y mujer con ella y eso los ha acercado y les ha permitido caminar en la luna, como ellos llaman a esos raros momentos mágicos de absoluto entendimiento corporal y espiritual.
Por eso viajan juntos, porque se aman y ninguno quiere alejarse del otro. Julián sabe que Silvana eventualmente tendrá intimidad con otros cuerpos. Lo acepta con serenidad. Quisiera estar informado de eso, aunque sabe que ella decidirá ante sí misma si quiere contarle o no sus inciertas aventuras con otras personas, y, aun a riesgo de salir lastimado, cree que le gustaría mirar todo aquello, el encuentro imaginario entre Silvana y una mujer o entre Silvana y un hombre. Así se lo ha dicho a su esposa y ella lo sabe y se han prometido que cuando el azar se entrometa entre ellos y los turbe con un cuerpo inquietante, apetecible, ambos compartirán el secreto y no permitirán que esa aventura sea una cosa clandestina y culposa, una traición que acabe por distanciarlos. Silvana, por su parte, sabe que Julián mantiene viva la fantasía de estar con otro cuerpo y no intenta reprimir esa curiosidad, al contrario se divierte estimulando el apetito erótico de su esposo.
Todo está bien en teoría. Todo está bien hasta que viajan a Bogotá. Todo está bien hasta que Silvana insiste en que Julián conozca a un actor que es amigo de ella. Se llama Santiago. Julián no sabe nada de él. Silvana le dice que es un actor famoso. Julián supone que su esposa está exagerando levemente. Pero no, no exagera, Santiago es actor y es famoso, o es famoso en el mundo de los actores, un mundo que Julián no conoce ni tiene intenciones de conocer.
Julián, Silvana y Santiago salen a comer a juntos porque así lo ha dispuesto ella. Julián piensa que Santiago es muy atractivo. Es rápido y afilado, habla de un modo apasionado, tiene un gran sentido del humor. Silvana y Julián lo escuchan con atención, ríen con él. Es una noche feliz. En el hotel, Julián le dice a su esposa que ha sentido una cierta atracción a Santiago. Ella lo sabe, lo ha notado. Esa noche Julián despierta sobresaltado. Ha tenido un sueño erótico con Silvana y Santiago. Le da vergüenza, pero se lo cuenta a Silvana, y ella, como siempre, toma las cosas con calma y sentido del humor.
Desde que Julián terminó con su novio, no había sentido deseos de estar con un hombre. Ha vuelto a sentirlo con Santiago y no sabe qué hacer. Por lo pronto es leal a Silvana y se lo cuenta. Ella no ve con simpatía la posibilidad de hacer un trío con Santiago y además cree, y se lo dice a su esposo, que a Santiago no le gustan sexualmente los hombres y es demasiado guapo y famoso como para considerar las posibilidades eróticas de Julián, que tiene evidentes problemas de sobrepeso y está a punto de cumplir cincuenta años. No se lo dice así, se lo dice con palabras más delicadas, pero Julián entiende bien: eres demasiado viejo y gordo como para que Santiago se fije en ti.
No por eso, sin embargo, Julián deja de pensar en Santiago. Le angustia sentir que necesita verlo de nuevo, aunque solo sea para conversar y reír juntos. No había sentido esa magia con un hombre hacía tiempo y tiene la ilusión de reanudarla o encenderla de nuevo. Por eso decide escribirle un correo a Santiago.
Julián le dice que tiene ganas de verlo. Santiago responde con amabilidad. Entusiasmado, Julián propone un encuentro en Cartagena. En tono cortés, Santiago se disculpa, dice que eso no va a ser posible, explica que está en Buenos Aires y de momento no piensa volver a Colombia porque tiene que atender múltiples compromisos de trabajo. Julián siente que ha desbarrado y guarda silencio, no responde. Pero tampoco le cuenta nada a su esposa y supone que ella no se enterará de que tuvo la intención de propiciar un encuentro con Santiago. Si Santiago hubiese aceptado, Julián le habría dicho a su esposa: amor, vamos a Cartagena, quiero ver a Santiago. Pero, dado que ese encuentro no va a ocurrir, guarda silencio.
Por razones que Julián ignora, Santiago decide contar en su página de Facebook que Julián le ha propuesto un encuentro en Cartagena. Santiago lo anuncia en tono jactancioso, ridiculizando a Julián. Lo llama “La Loca Brava”. Silvana se entera de todo porque tiene acceso al Facebook de Santiago. Sorprendida aunque no tanto, le muestra a su esposo lo que el actor ha escrito en tono displicente. Julián confiesa todo, humillado. Silvana no se sorprende, sabía que su esposo había quedado impresionado por Santiago, toma todo con calma y sentido del humor y le recuerda a su esposo que ella siempre pensó que Santiago no era gay y era demasiado famoso para prestarle atención a él.
Julián ha quedado empequeñecido. Recuerda que uno de sus amantes contrariados alude a él como “La Gorda Pasiva”. Ahora ha visto que el actor famoso se ha referido en Facebook a él como “La Loca Brava”. No sabe qué hacer para corregir esa percepción de que es, ante todo, un hombre gordo y afeminado. Podría salir a correr o ponerse a dieta pero prefiere abrir una caja de bombones y comerse cuatro chocolates. Es una pena que ciertos hombres vean mi barriga y no mi espíritu, piensa. Y es una suerte que Silvana vea en mí algo más que mi barriga. Ahora tiene las cosas más claras: eventualmente, y si el azar así lo dispone, le gustaría tener intimidad erótica con un hombre, pero solo si Silvana lo aprueba y es parte de eso y está mirando y, si quiere, tocando. Mi secreto es su secreto es nuestro secreto, piensa, y se promete nunca ser desleal a la mujer a la que ama. Tiene que ser posible ser leal a ella y también a las oscuras apetencias de mi cuerpo, se da ánimos, sin saber si en efecto será posible conciliarlo todo sin perder nada.
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PERU 21 OCTUBRE 29, 2012

Parcialmente muerto

Lunes 29 de octubre del 2012 | 00:42
Julián ha dejado de tomar unas pastillas que le servían para estimular su apetito sexual y le permitían tener más prolongadas erecciones. No recuerda por qué comenzó a tomarlas, ningún médico se las recetó, las obtuvo en ciertas farmacias amigables y se hizo adicto a ellas o dependiente de ellas.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Notó el efecto de inmediato, de pronto sentía un vigor sexual que no recordaba desde sus tiempos de juventud, una fogosidad amorosa que era del todo desusada en él.
No estaba en sus planes dejar esas pastillas, pero algo malo ocurrió y lo indujo a ello. Una noche reciente, de madrugada, mientras su esposa y su hija dormían, Julián sintió un violento malestar y pensó que iba a morir. De pronto lo asaltó un frío extraño, los pies helados, las manos ateridas, y empezó a sudar frío, y la respiración se le hizo más marcada, más lenta y trabajosa, como si tuviera que capturar el aire, atenazarlo, y el corazón le latía aceleradamente, tanto que se le tensó el pecho y luego el brazo izquierdo. Estaba tendido en la cama, eran las cuatro de la mañana, no podía respirar, pensó que era el final. Me va a dar un infarto, se dijo, asustado, y se puso de pie, pero eso fue peor, la visión se le hizo borrosa y pensó que se desplomaría. A duras penas logró caminar unos pasos, entrar al cuarto de su esposa y despertarla. Me está dando un infarto, me voy a morir, le dijo, y se echó en la cama. Como siempre, ella mantuvo la calma, preservó el aplomo, esa es una cualidad que Julián admiraba muy especialmente en su esposa, la insólita capacidad de mantenerse fría y lúcida cuando otros, sobre todo él, perdían el control. Qué quieres que haga, preguntó ella. Nada, no hagas nada, dijo él. Luego empezó a darle instrucciones sobre lo que debía hacer con su cuerpo sin vida: no permitas que me lleven a Lima, no quiero un funeral religioso, quiero que me incineren acá y me echen al mar, te ruego que hagas respetar mi voluntad, ya sabes dónde está mi testamento. Ella escuchó, asintió, luego preguntó: ¿Quieres ir al hospital? No, no quiero moverme de esta casa, si toca morir es acá donde quiero morir, dijo él. Y allí permaneció, echado como una ballena varada en la orilla del mar, resoplando, acezando, mirando el techo, tratando de meter aire en su cuerpo de un modo tranquilo, parejo, que le permitiera, si acaso, salvar la vida. No quiso rezar, se negó a rezar, solo soy un hombre entre siete mil millones de hombres y lo que le pase a mi corazón es probablemente un asunto ajeno a Dios, razonó, obstinado, testarudo, incapaz de abandonarse al optimismo de la religión. Gracias al cariño de su esposa Silvana, que se mantuvo en silencio, haciéndole caricias en el brazo y el pecho, consiguió respirar, recuperó el aire perdido. Poco después, tomó varias pastillas, más de las que acostumbraba, y se rindió, cayó dormido, afinó el ritmo de sus latidos y su respiración en un sueño profundo, reparador.
Pero el día siguiente, y aun ahora, Julián recordaba con verdadero miedo físico el incidente de aquella noche. Nunca había sentido tan cerca la muerte. Si no había ocurrido el infarto, era una señal, debía cambiar ciertas cosas, tomar nota de la advertencia. Pensó en lo que debía hacer: dejar el café (había llegado a tomar varias tazas cuando se sentaba a escribir una novela visceral), salir a caminar de madrugada (ir al gimnasio le parecía algo peor que la muerte, una rendición moral, una capitulación estética) y reducir todo lo posible el consumo de pastillas. Fue así como dejó de tomar las pastillas para el vigor sexual. Eran amarillas, caras, muy caras, y tomaba una al día y ciertas noches fogosas se permitía tomar dos y tres para atizar el fuego del deseo. Estaba a punto de cumplir cincuenta años, se sentía un hombre mayor, cansado, extenuado, y tenía la necesidad de tomar esas pastillas para sentirse a la altura de las expectativas eróticas de su esposa, que, con apenas veinticuatro años, pasaba casi siempre como su hija y en efecto podía ser su hija.
Desde que dejó esas pastillas y el café y otras pastillas para mejorar su estado de ánimo, Julián sintió una profunda debilidad, unos mareos constantes, una apatía tan pronunciada que no quería hablar con nadie. Se decía a sí mismo, una y otra vez: solo quiero estar tranquilo, callado, en silencio, no molestar a nadie y que no me molesten a mí, ¿será mucho pedir? Y se encerraba en su estudio y trataba de escribir la novela visceral pero no podía porque sentía que la cabeza se le iba de un lado a otro y podía caérsele, sentía que la cabeza era una masa de agua agitándose, dando tumbos, olas, oscilando, a punto de derramarse. Pensó ir a la clínica y someterse a un tratamiento de desintoxicación, pero luego se dijo que eso sería débil, cobarde, feo, y concluyó que lo mejor era quedarse en casa y ahorrarse el disgusto de las compañías de las enfermeras y los doctores rapaces.
Desde que dejó de tomar las pastillas, Julián perdió por completo el apetito sexual y entró en una fase seca, vacía, lánguida, renuente por completo a la menor escaramuza o fricción erótica con su esposa o con él mismo. De pronto y de un modo repentino e inequívoco, sintió que su vida sexual había terminado, que sexualmente era una criatura fatigada, aturdida, inapetente, fenecida. No había sido nunca un hombre muy sexual, los asuntos derivados del sexo le habían traído no pocos conflictos y amarguras. A pesar de que algunos lo tenían por libertino o promiscuo, podía recordar muy bien a las pocas mujeres y los muy pocos hombres con quienes había hecho el amor o simulado hacer el amor. Ahora debía salvar la vida, cuidar el corazón, y por eso tenía que dejar esas pastillas, no todas, pero ciertamente esas, las que estimulaban su corazón para que irrigase más vigorosamente su organismo, y entonces debía atenerse a las consecuencias, y si una de las consecuencias de salvar la vida o aplazar la muerte era volverse impotente, muy bien, así sería, estaba dispuesto a aceptarlo sin hacer de ello ningún drama.
Pero Julián no era capaz de vivir un día, solo uno, sin hacer un drama, y por supuesto le dijo a su esposa que la feliz vida sexual que ambos habían compartido había llegado a su fin. No puedo, no quiero, es el final, le dijo, llorando. No es el final, no seas un niño, todo va a estar bien, le dijo ella, dándole besos en la mejilla, acariciándolo suavemente en un brazo. Pero él sabía que era el final, no se engañaba. El asunto era físico, no podía tener una erección, pero también, y sobre todo, era mental, ya no quería tener una erección, quería descansar y olvidarse por completo de los inciertos asuntos originados en el deseo sexual y sus impensadas ramificaciones. Julián se había vuelto impotente pero, sobre todo, se había convertido en algo vacío, exhausto, inapetente.
Preocupado, le dijo a su esposa que, tal como iban las cosas, nunca más harían el amor. Enseguida le preguntó si quería seguir viviendo con él o irse a otra parte. Ella le dijo que no iría a ninguna parte, que en esa casa era feliz y allí se quedaría. Puedes hacer el amor con quien quieras y en esta casa si es tu elección, yo seguiré amándote, dijo él, derrotado. Ella guardó silencio, se replegó, no dijo nada, no mencionó en quién o quiénes, si acaso, estaba pensando. Era una experta rebajando el dramatismo al que Julián la había acostumbrado con sus crisis neuróticas y por eso, de nuevo, mantuvo la calma y dijo que todo estaba bien, que si no tocaba hacer el amor no harían el amor y sin embargo mantendrían vivo el amor entre ellos. No sé si será posible, dijo él. Eres muy joven, eres muy guapa, tarde o temprano vas a necesitar otro cuerpo, pero cuando eso ocurra no tenemos que pelear ni discutir ni alegar que es una traición, simplemente debemos ser amigos y respetar la libertad del otro, dijo él. Más tarde salieron a caminar y él la tomó un momento de la mano y ella lo miró y sonrió. Todo está bien, pensó él.
Pero todo no estaba bien. Porque Julián llevaba minuciosamente la cuenta de los días vacíos, apáticos, secos, renuentes al deseo erótico, y el asunto le parecía serio, definitivo, en un punto sin retorno. No me voy a mentir, pensó. Si naturalmente no puedo tener una erección, así será, naturalmente seré lo que soy, un hombre que ha perdido interés en las cosas del sexo, un hombre que examina su pene como el forense escudriña al cadáver, un hombre que ilumina su pene con una linterna y ve un cuerpo inerme, dormido, dormido quizás para siempre, con todos los riesgos que eso trae consigo, unos riesgos que, sin embargo, él conseguía ver con curiosidad, como si fueran unas historias peligrosas y fascinantes que estaban a punto de ser contadas ante él por un narrador que se aferraba al punto de vista de su pene, de su pene yermo, lánguido, distraído, ese colgajo impertinente que tal vez en algún momento de su vida hubiera querido mutilar y ahora observaba con estupor, como los niños miran a los pájaros muertos en la orilla del mar.
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PERU 21 OCTUBRE 22, 2012

Llamadas telefónicas

Lunes 22 de octubre del 2012 | 00:42
La señora Dora y su hija Carolina se disponen a viajar a Miami para visitar a Julián, hijo de Dora y hermano de Carolina. A Dora le gustaría quedarse a dormir en la casa de su hijo Julián en Miami, pero él le hace saber, mediante un correo electrónico, que prefiere no alojarla en su casa y que es mejor que se hospeden en un hotel.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Yo duermo hasta tarde y tú te levantas temprano y nuestros horarios no coinciden, es mejor que te quedes con Carolina en un hotel y no en mi casa, le escribe a su madre. No está dispuesto a alterar su rutina para complacer a Dora. Quiere ver a su madre, no la ve hace ya tiempo, pero al mismo tiempo quiere dormir hasta tarde sin que nadie le interrumpa el sueño, que él considera un espacio sagrado, una zona no negociable de su libertad.
Julián le sugiere a su madre un hotel en Miami. Ella asiente, toma nota, responde el correo. Julián asume que su madre y Carolina han hecho reservaciones en ese hotel. Se equivoca. Unos días antes del viaje, le escribe a Carolina preguntándole si han separado una habitación en el hotel que sugirió, uno lujoso, cercano a su casa. Carolina responde enseguida, no es mujer de perder el tiempo, está pendiente de una tableta electrónica que la conecta al mundo, a los valores de la bolsa en la que ella, intrépida, arriesga su dinero. No, no han hecho reservaciones en ese hotel ni en ninguno. Sí, sugiere que sea él quien se ocupe de hacerlas. Julián lee el correo de su hermana y comprende que es él quien pagará la cuenta del hotel. Le parece evidente que si su madre y Carolina no han hecho las reservas que aconsejó, y ahora le piden que las haga él, es porque esperan que pague la cuenta. Muy bien, así será, se resigna. Un momento después, Julián y su esposa Silvana se dirigen al hotel. Al llegar, preguntan la tarifa de una habitación con dos camas, con vista al mar. Una mujer elegantemente vestida, al otro lado del mostrador, les comunica la tarifa. A Julián le parece excesiva, absurdamente cara. Se niega a hacer la reserva. Puede pagar la tarifa que le piden, pero se siente lastimado, agraviado. Es una cuestión de honor, no me van a tomar por tonto estos ladrones, piensa, y hace un ademán contrariado. Silvana le aconseja prudentemente que haga la reserva y pague la tarifa sin chistar, es tu madre, amor, hazlo por ella, no lo pienses dos veces. Julián dice que no, es insólito que me cobren ese dinero por una noche, de ninguna manera voy a pagarlo, aquí al lado hay otro hotel frente al mar que es más económico, vamos a preguntar cuánto nos cobran allí.
Ahora Julián y Silvana preguntan en el hotel de al lado cuál es la tarifa en esa época del año. No es un hotel lujoso, pero es cómodo y está en la playa y tiene piscina y los servicios básicos. El recepcionista les informa amablemente de la tarifa, que es menos de la mitad que la que piden en el hotel lujoso del que Julián se ha retirado ofuscado. Muy bien, dice él, hagamos la reserva, y entrega su tarjeta de crédito y pide un cuarto de dos camas, con vista al mar, con salida directa a la playa, el mejor cuarto del hotel. Julián siente que está ahorrándose un dinero no desdeñable y que, al mismo tiempo, está cumpliendo con pagar el alojamiento de su madre y su hermana.
Sin embargo, ha cometido un error. Llegando a casa, le escribe a Carolina diciéndole que pagará las siete noches de hotel y ha hecho una reserva en el hotel económico de la playa. Silvana se lo advierte, no van a estar contentas en ese hotel, tendrías que haber hecho la reserva en el que esperaba tu mamá. Julián dice que no, que su madre es una persona muy espiritual y por eso no le molestará ir a un hotel menos lujoso. Ciertamente Julián comete un error de cálculo. Unos minutos después, Carolina le escribe un correo diciéndole que ella y su madre irán a otro hotel, uno muy lujoso, de refinamiento oriental, más caro aún que el que Julián se ha negado a pagarles. Carolina le dice que no se preocupe, que ya su hermano Antonio, hijo también de la señora Dora, ha hecho diligentemente una reservación en el hotel oriental. Antonio es un banquero brillante, de sólida reputación, y gracias a su éxito profesional ha conseguido una tarifa conveniente en ese hotel, una tarifa con descuento corporativo, razón que Carolina esgrime ante Julián para elegir ese hotel y descartar el que, con una cierta austeridad que tal vez bordeaba la mezquindad, él había reservado a regañadientes.
Muy bien, he perdido, Silvana tenía razón, ahora mi madre y mi hermana están ofendidas porque me ofrecí a pagarles el hotel económico y se van al hotel oriental, razona, abatido, ante la evidencia de que ha quedado como un sujeto roñoso, avaro, un tacaño en toda la línea, chisme que, se imagina, mucho se teme, no tardará en esparcirse en su familia. Por otro lado, piensa Julián, si mi madre y mi hermana tienen mucho más dinero que yo, ¿por qué me ponen en la incómoda encrucijada de que yo sea quien les pague o reserve el hotel? No lo entiende, no le parece claro, él hubiera hecho las cosas de otra manera.
Pocos días después, Julián y Silvana van al aeropuerto y esperan pacientemente a Dora y Carolina. Llegan con retraso, pero de buen ánimo. Julián las lleva al hotel oriental. Al registrarlas, entrega su tarjeta de crédito y anuncia que pagará todos los gastos en que incurran. Dora y Carolina no expresan reparos. Julián advierte en el formulario del hotel que la tarifa que ha conseguido su hermano Antonio es realmente buena, aun más barata que la del hotel austero frente a la playa. Antonio es un campeón, siempre hace las cosas bien, se dice a sí mismo.
Todo parece ir bien encaminado. Dora y Carolina pasan unos días aparentemente felices en Miami. Julián, estricto con sus horarios, dice que deben visitarlo en su casa entre las cuatro y las cinco de la tarde, no antes, porque duerme, ni después, porque se sienta a escribir algo que describe con aire misterioso como “una novela muy triste”. En efecto, Dora y Carolina lo visitan todas las tardes a las cuatro en punto, hora en la que se sientan en la sala y él les sirve helado de pistacho y hablan de asuntos más o menos triviales. Silvana es una anfitriona esmerada, no escatima atenciones para halagar a Dora y Carolina. Julián calcula lo que le está costando cada noche del hotel oriental, más el módico costo del helado de pistacho, y llega a la conclusión de que el viaje familiar, de momento, ha sido un éxito. Está claro que soy un tacaño, observa.
Un día antes de que tomen el avión de regreso a Lima, Dora llama por teléfono a Julián, quien, sorprendido, contesta el celular, aparato que detesta y muy rara vez usa y al que mira con hostilidad. El timbre del celular le parece tosco, vulgar, y eso ya lo predispone negativamente. Es su madre. Mira su reloj, son las cuatro de la tarde, calcula que en un momento se reunirá con ella. Se equivoca, algo tremendo está a punto de ocurrir. Ella le pide el teléfono de un cubano que sirvió como chofer a Julián. El cubano, Renato, hace ya meses no trabaja con Julián, quien, tratando de recortar gastos, tuvo que despedirlo. Dora pide a su hijo el teléfono de Renato, quiero mandarlo a que me haga unos encarguitos, ya no me da el tiempo para ir con Carolina y así Renato puede ayudarme con esas compritas. No muy contento, Julián le da los dos teléfonos que tiene anotados en su agenda. Dora dice que mandará de compras a Renato. En tono cordial, Julián y su madre acuerdan que van a cenar esa noche.
Julián se queda intrigado con la llamada de su madre, se la cuenta a Silvana, se preguntan qué habrán acordado Dora y Renato. Curioso, llama por teléfono a su madre. Ella le dice que está muy contenta, acabo de hablar con Renato, va a venir al hotel, va a ir a hacerme unos encarguitos al Dolphin Mall, ya hemos quedado que mañana viene en su camioneta a buscarnos y nos ayuda con las maletas y nos lleva al aeropuerto, ¿no es una maravilla, mi amor?, ya arreglé todo con Renato para mañana y así no te molestamos y él nos lleva al aeropuerto.
Incapaz de fingir cierta cortesía y ser tolerante o conciliador, Julián se siente lastimado. Está irritado, no puede ocultarlo. Le dice a su madre que le parece insólito que piense ir al aeropuerto con Renato: mamá, por Dios, yo he ido a buscarte al aeropuerto, no Renato, yo estoy pagando el hotel que tú elegiste, no Renato, yo quiero llevarte al aeropuerto mañana, ¿cómo es posible que hagas estos arreglos absurdos con Renato? Julián levanta la voz, furioso; Dora no se repliega y parece encolerizada; ambos hablan a la vez; hay una creciente tensión en la línea; ella lo acusa de estar “torciendo la verdad”, él alega que ella ha sido “desatinada”. Ambos están tan ofuscados por el absurdo incidente del chofer cubano (tal vez se parecen de un modo genético en su inflamado sentido del orgullo) que ya no quieren verse. Muy bien, entonces nos veremos mañana, dice él, secamente, dando por cancelada la comida de esa noche. Así será, dice ella, y cuelga.
Ahora Julián no sabe si es él o su ex chofer cubano quien llevará al aeropuerto a su madre y Carolina. Entretanto, Dora y Carolina no saben si Julián tendrá la mínima cortesía de aparecer en el hotel a la hora de retirarse y pagar la cuenta. Nadie sabe qué pasará mañana. De momento, todo se ha echado a perder por una llamada telefónica. Ya no importa quién tiene la razón, piensa Julián, lo absurdo es que no hemos salido a comer por culpa de Renato, y eso es algo que le causa tanta tristeza como perplejidad.
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PERU 21 OCTUBRE 15, 2012

Dicen que penan

Lunes 15 de octubre del 2012 | 00:36
Han pasado dos años y mis hijas y yo seguimos sin vernos ni hablarnos desde la catastrófica pelea que, en octubre de 2010, interrumpió lo que hasta entonces había sido una relación amistosa, divertida y, por lo general, feliz. Me quedo pasmado cuando recuerdo que hace más de dos años no me reúno con mis hijas ni sé nada de ellas.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Me pregunto con tristeza cómo pudo echarse a perder una relación que habíamos cuidado con tanto amor, cómo pudimos convertirnos en adversarios o enemigos distantes cuando fuimos naturalmente, durante años, grandes, inseparables amigos. No hay respuestas, no sé por qué todo se fue al carajo, pero puedo tratar de contar la historia sin echar la culpa a nadie, solo dando cuenta de los hechos, como si me hubiesen asignado esa comisión periodística, el fracaso de mi vida familiar, y yo fuese el reportero encargado de investigar el caso y contarlo.
Camila y Paola nacieron en Washington DC y Miami en 1993 y 1995. Su madre, Sandra, y yo nos habíamos casado en Washington DC, ciudad a la que nos mudamos en 1992, después del golpe de Fujimori, Sandra para estudiar una maestría en la universidad de Georgetown, yo para escribir una novela, No se lo digas a nadie, que había comenzado a escribir en 1991 en Madrid y había dejado inconclusa. A finales de 1995 le dije a Sandra que quería vivir un tiempo solo. No me sentía cómodo en el papel de padre de familia y esposo heterosexual. Quería enamorarme de un hombre o al menos tener experiencias sexuales con un hombre. Ese hombre no estaba cerca de mí, no lo conocía, nadie me tentaba realmente, pero la fantasía erótica de un hombre estaba en mi cabeza y me impedía seguir amando a Sandra. No se lo oculté, no quise ser desleal a ella ni traicionarla, le pedí que me dejase mudarme a un departamento y ejercer plenamente mi libertad sentimental, amorosa, sexual. Dicho de otro modo, le dije que quería vivir separado de ella y mis hijas, y permitirme una aventura amorosa o varias con unos hombres a los que todavía no conocía pero que estaba impaciente por conocer (y conocerlos y acostarme con ellos parecía imposible si seguía viviendo con Sandra y actuando, de día y de noche, como su esposo). Le ofrecí mi apoyo económico para que ella pudiese cuidar a nuestras hijas y le prometí mi amistad más leal y desinteresada, lo que a ella seguramente le sonó a nada, con razón. Le dije que seguiríamos viéndonos al menos los fines de semana, que ella y las niñas se quedarían viviendo en el departamento que ocupábamos y yo me iría a vivir a algún sitio cercano.
Sandra, comprensiblemente, me dijo que si quería separarme de ella y dejar de amarla como su esposo para intentar quererla como amigo, entonces prefería hacer maletas y volver a Lima con nuestras hijas. No quiero quedarme sola acá en Miami cuidando a las niñas como si fuera tu empleada, para que vengas a vernos una vez por semana, dijo, fatigada por las tareas domésticas, sin ayuda de una empleada, haciendo ella todo, limpiando, cocinando, cuidando a las niñas y, peor, cuidándome a mí, tolerando mis crisis neuróticas y mis poses de divo. Sandra me explicó juiciosamente que si yo quería explorar mi sensibilidad homosexual y permitirme unos amantes hombres, ella prefería estar lejos, en Lima, y no enterarse de esas cosas, y buscar los afectos seguros de su familia y sus amigas de toda la vida.
A finales de ese año 1995, Sandra, Camila, Paola y yo tomamos el avión a Lima. Cuando llegamos, esperamos a que salieran las maletas, que no eran pocas, pero nunca aparecieron, se perdieron, las habían subido a un avión equivocado. Tomamos un taxi a la casa de la madre de Sandra, una casa grande y muy bonita, con un vivero propio, en las afueras de Lima. Llegamos, Sandra y las niñas se quedaron allí y yo volví llorando a Miami, prometiéndoles que regresaría a visitarlas todos los meses, una semana al mes.
Desde entonces, principios de 1996, Sandra y mis hijas se instalaron en la casa de huéspedes de la madre de Sandra, también conocida como la casita del vivero. Era una casa pequeña, de un piso, con dos cuartos y dos baños, alejada de la casa de la madre de Sandra, separada de esa casa señorial por amplios y hermosos jardines, y con una vista paradisíaca a un gran vivero de propiedad de la madre de Sandra. La casa entera era como una antigua hacienda que ocupaba toda la manzana y tenía dos entradas: una a la casa de la madre y otra al vivero y la casa de huéspedes que ahora ocupaban Sandra y mis hijas. En rigor, Sandra vivía en la propiedad de su madre, pues la casita del vivero ocupaba una esquina de esa casa de campo. En la práctica, sin embargo, vivía en una casa propia, separada de su madre, con relativa independencia, rodeada de un vivero muy bonito y unos jardines bucólicos, inspiradoras. Además, Sandra trabajaba como directora de ese vivero, y el colegio de las niñas quedaba a pocas calles de la casa, y las empleadas de la madre de Sandra adoraban a nuestras hijas, de manera que ese lugar parecía propicio para que Camila y Paola pasaran los años mágicos de la niñez.
En esa casa del vivero creo que fueron felices Camila y Paola desde 1996 hasta 2009, casi quince años. El colegio les quedaba cerca, podían estar en la casita del vivero o subir a la casa grande de su abuela, celebraban sus fiestas en los preciosos jardines de su abuela, yo las visitaba una semana de cada mes, corríamos y hacíamos travesuras por los senderos del vivero, un lugar muy tranquilo y encantador. En dos ocasiones Sandra remodeló y hizo refacciones a la casita, cambiando la cocina, los baños, los cuartos, los clósets, incluso el techo, dejándola impecable, y yo no tuve reparos en pagar esas obras que mejoraron considerablemente la casa. Todo estaba bien, aunque, claro, pudiera haber estado mejor, nada nunca es perfecto. Sandra se quejaba a veces de que esa casa no era realmente su casa, no estaba a su nombre, era parte de la propiedad de su madre, y entonces todas las mejoras y refacciones que ella hacía a la casita del vivero no le daban garantías de que la casa en la que vivía sería finalmente suya, legalmente suya. Yo sugerí que le comprase a su madre esa esquina de la propiedad a precio del mercado, pero su madre se negó a vender la casita del vivero.
Entretanto, las niñas fueron creciendo sin que nuestra amistad se interrumpiese por la distancia, pues nos veíamos una semana cada mes, semana que yo pasaba en Lima, alojado en un hotel, y viajábamos en sus vacaciones de verano e invierno, generalmente a Miami y después a Buenos Aires. Mis hijas y yo éramos amigos, muy amigos, y cuando estábamos juntos, en Lima o de viaje, nos reíamos mucho y ellas hacían conmigo lo que querían, salvo despertarme temprano por las mañanas, pues ellas eran muy delicadas en respetarme el sueño hasta el mediodía. Sandra siguió trabajando en el vivero de su madre y luego pasó a trabajar en el grupo de hoteles de su familia. Las niñas iban y venían del colegio, que les quedaba a cinco o diez minutos en carro. Todo estaba bien para mí, pero no para Sandra. Ella quería tener su propia casa, una casa a su nombre. Me lo hacía saber a menudo, delicadamente, por supuesto. Por eso el año 2000 me dijo que el papá de una amiga suya estaba vendiendo unos departamentos en construcción, no muy lejos de donde ella vivía. Fuimos a verlos, nos gustó el departamento del piso superior (el piso trece), negocié el precio con el tío de cariño de Sandra, pactamos una cantidad, firmamos unos papeles, compré el departamento con la intención de dárselo a Sandra y pagué al contado. Me estafaron, nunca me entregaron el departamento, el tío de cariño se metió en líos legales, no terminó de construir el edificio y Sandra no pudo mudarse al departamento que yo había comprado para ella y mis hijas. Esa fue la primera señal del destino: el azar se había propuesto conspirar contra nosotros e impedirle a mi ex esposa mudarse de la casita del vivero.
Humillado por el episodio de la estafa, le pedí a Sandra que se quedase viviendo tranquilamente en la casita del vivero. Ella aceptó e hizo nuevas reformas que yo pagué. No había, a mi modo de ver, urgencia ni necesidad alguna de irse de allí. Sandra y nuestras hijas estaban bien allí. Pero ella, terca y obstinada como yo, tenía la ilusión de vivir en su propia casa, y por eso seguía pidiéndome que le comprase una casa o un apartamento. Yo sugería una casa en ese barrio cercano al colegio, pero ella quería un departamento en San Isidro. Entretanto, había ocurrido otro incidente que vino a perturbar las cosas: en 2004 publiqué una novela, El huracán lleva tu nombre, recreando en la ficción los años en que me enamoré de Sandra, y la madre de Sandra y su esposo se enojaron tanto conmigo al leer esa novela que me expulsaron a gritos, de un modo acalorado, de la casita del vivero, en presencia de mis hijas, alegando que esa casita era parte de la casa de ellos y que yo los había dejado muy mal en la novela y había dejado a Sandra “como a una puta”. Mis hijas y Sandra fueron testigos de esa escena violenta, tuve que irme de la casita y juré no volver a ese lugar de la que me habían expulsado de un modo algo grotesco. Desde entonces, Sandra, Camila y Paola nos veíamos ya no en la casita del vivero, a la que me negaba a volver, sino en un hotel de San Isidro en el que dormía los fines de semana, pues desde 2006 había lanzado un programa de televisión en un canal peruano, lo que me obligaba a pasar los domingos en Lima. De manera que esos años, 2004, 2005, 2006, 2007 y 2008, mis hijas y yo nos veíamos en el hotel Country los fines de semana, generalmente a la hora del almuerzo. Gracias a la televisión de Lima, de Miami y de Buenos Aires, mis ahorros crecieron esos años. Tal vez consciente de ello, Sandra me pidió a fines de 2008 que comprase un departamento en San Isidro para ella y nuestras hijas. Acepté. Las tres se pasearon por varios edificios en construcción y eligieron el departamento al que querían mudarse. Era caro pero yo tenía la plata y no podía negarme, era una cuestión de honor o de amor. Acepté comprarlo y regalárselo a Sandra. Eso hice. Negocié el precio, firmé los papeles, pagué al contado y di instrucciones a mi abogado para que el departamento se inscribiese en los registros públicos a nombre de Sandra. Pero mi abogado, un hombre astuto, previsor, litigante formidable, amigo leal, encontró algunos escollos o costos excesivos en ese trámite y decidió, por el momento, inscribir la propiedad a mi nombre, al menos mientras el edificio terminaba de construirse, pues él conocía bien la historia de la estafa de la que yo había sido víctima el año 2000, por confiar en el tío de cariño de Sandra. Todos quedamos contentos: Sandra y las niñas se mudaron al departamento apenas pudieron (a principios de 2009), lo decoraron como quisieron sin que yo fuese mezquino con el dinero y yo quedé como un hombre aparentemente generoso. Era un final feliz, de película. Pero esa felicidad solo duró un año y medio. Como en la vida misma, como en las novelas, esta historia tenía que terminar mal y terminó muy mal, en octubre de 2010, hace dos años, cuando eché del departamento que les había regalado a Sandra y a mis hijas mayores, alegando, con ruindad de tinterillo, que si bien les había obsequiado esa propiedad, estaba sin embargo inscrita a mi nombre y era entonces legalmente mía. Cómo pude ser tan malo y tan idiota, es algo que no me lo explico y que, con razón, mis hijas no quieren ahora perdonarme. Es una pena. Y todo terminó tan mal por ser yo tan buena gente, porque si me hubiera negado a regalarle un departamento a Sandra, no hubiera quedado como quedé, como el villano de la película, el que te regala algo y luego se molesta y te lo quita. Pero así he quedado y este es el triste final de la historia: nadie vive ahora en ese departamento fantasmagórico, nadie quiere entrar allí, dicen que penan.
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PERU 21 OCTUBRE 8, 2012

Ganarse la lotería

Lunes 08 de octubre del 2012 | 00:07


Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Si tuvieras mucho dinero, muchísimo dinero, más dinero del que puedas imaginar, más dinero del que tendrás tiempo de gastar, ¿cómo cambiarías tu vida? ¿Seguirías haciendo las mismas cosas que haces ahora a regañadientes, dejarías de trabajar en ese oficio que a veces deploras, te jubilarías, te mudarías a otra ciudad, viajarías más a menudo? Por un momento olvida el dinero, imagina que has ganado la lotería, el gordo, el premio mayor, y que nunca más tendrás que preocuparte por el dinero, muy bien, y ahora, ¿qué es exactamente lo que quieres hacer con tu vida? ¿Algo largamente soñado y aplazado, dar vida a una pasión escondida en el armario? ¿Nada, descansar, ver televisión, cultivar el ocio más puro? ¿Seguirías saliendo en la televisión, como vienes haciendo hace tantos años? No, ciertamente no: si tuvieras mucho dinero, dejarías la televisión, te alejarías de ella, te dejarías crecer la barba, no permitirías que nadie maquille tu cara, dejarías el programa cansón y tratarías de volar por debajo del radar, evitando el fastidio de la notoriedad y las sonrisas abúlicas. Te retirarías de la televisión, he ahí un primer gran cambio en tu vida. Pero, fiel a tu estilo, no sería un retiro discreto, elegante, imperceptible, no, qué ocurrencia, tú eres incapaz de esas delicadezas, harías un último programa de despedida y lo harías en Lima un domingo por la noche, a las diez, en directo, rodeado de un puñado de leales dispuestos a celebrar tu precario sentido del humor y a aplaudirte en las buenas y en las malas, luego llorarías, diría cosas cursis, correrías hacia al público y te arrojarías a él, como has hecho ya en dos ocasiones risibles, este sería el último salto a la honda piscina del pueblo, la perfecta comunión entre tú, el charlatán fogoso, y tu audiencia aturdida y levemente alicorada. No más televisión, basta ya, ya estuvo bueno, la vida de tus sueños es la vida sedentaria del escritor, solo escribir. ¿Escribir qué? Eso no está claro, nunca estuvo claro: escribir lo que te salga más limpiamente de los cojones, lo que te parezca urgente o verdadero o digno de ser escrito, sea ficción o no tanto, a ti lo que te gusta es contar historias sacadas (saqueadas) de la realidad, las cosas como son, así pasaron y así las cuentas. Si fueras millonario, organizarías tu vida completamente como escritor. Escribirías cada día un número constante de horas, obligadamente, sin importar tanto la calidad o el vuelo o la chatura de lo que escribas, eso ya se va improvisando, lo importante es sentarse y escribir y pagar un tributo por el hecho mágico de estar vivos, un día sin escribir es un día paupérrimo, triste, vacío, desalmado, eso lo tienes ya claro, nunca un día feriado, nunca un asueto, nunca se retira ni jubila el escritor, el escritor escribe como respira, si no escribe se muere, se atrofia, se enferma, se jode. ¿Qué escribirías? De momento debes escribir una novela muy triste sobre una familia que se quiere mucho y sin embargo se va a la mierda y todos pasan de amarse a odiarse y nadie entiende por qué ocurrió algo tan absurdo y desgraciado y el que cuenta la historia está llorando y no entiende nada pero se limita a contar secamente los hechos, la catástrofe familiar, el hundimiento de tantos afectos nobles en un mar viscoso y oscuro; también quieres escribir una novela sobre un hombre rico, soltero, sin hijos, que está muriéndose, rodeado o confortado o acosado por tres hermanas que lo visitan separadamente (porque están peleadas entre ellas) y se disputan con gran refinamiento y mayor sensibilidad un lugar en el corazón del hermano que agoniza y, al mismo tiempo, si acaso, una mención en el testamento del afligido caballero que espera la muerte tomando licores finos, comiendo chocolates y cambiando su testamento. ¿Dónde quieres escribir esas novelas? Aquí, en esta casa, en esta mesa, en este cuarto, aquí mismo y no en otra parte, aquí has venido para quedarte, esta casa la has comprado para sacarle todas las novelas que puedas, y ya le arrancaste una sobre la televisión y la política que, te parece, ha quedado decorosa, más o menos bien, digamos presentable para los estándares locales, una novela poblada de ciertos personajes estimables en el sentido en que los peruanos estimamos, es decir con un sentido cáustico del humor. Claro que extrañas Lima y necesitas volver a Lima y hay noches en las que te encuentras llorando a solas porque te sientas a ver las fotos con tus hijas en Lima. Si tuvieras toda la plata del mundo irías a Lima, pero no todavía, irías en enero o febrero, cuando los ricos se van a la playa, y pasarías unas semanas discretas en la más absoluta clandestinidad, refugiado en tu madriguera de ricachón decadente y exiliado de su propia familia, leyendo los periódicos de la ciudad, sobre todo los más viciosos y acanallados, que son los que te hacen reír, y luego volverías en julio, cuando hace algo de frío, si a eso se le puede llamar frío cuando es apenas un fresco, un fresquito, una garúa tenue, pudorosa, cohibida, todo en Lima es así, cohibido, hasta la lluvia que se insinúa apenas y no acaba de caer. ¿Vivirías en Lima? No, no crees que eso le convenga a nadie, ni a ti ni mucho menos a tus vecinos, solo irías unas semanas en enero y otras en julio y luego te perderías en la niebla y correrías de noche al aeropuerto y te irías con tus zapatos gastados a otra parte. ¿Adónde? A las ciudades en las que, te guste o no, ya has dejado regado el corazón: pasarías unas semanas del verano en Buenos Aires, precisamente en febrero o marzo que es cuando la gente rica se va al mar y las calles quedan menos pobladas y es tan agradable salir a caminar y comer un helado y meterse a una matiné; pasarías unas semanas del verano en Barcelona y sobre todo en Sitges, bañándote en el mar cada tarde después del gazpacho; pasarías la primavera y solo la primavera en Manhattan, cerca del parque, de preferencia en el lado oeste, procurando entender la complejidad de los museos, que siempre te supera e instala humildemente en la cafetería, donde te sientes tanto más a gusto. Qué buena sería la vida sin hacer televisión y escribiendo, solo escribiendo, por cierto escribiendo esta columna cada semana sin falta, y viajando, pero tu casa estaría acá, en este mismo punto quieto que ahora ocupas, aquí escribirías las novelas y desde aquí planearías con Silvia la conspiración que entrañaría cada viaje: en enero a Lima, en marzo a Buenos Aires, en mayo a Nueva York, en julio a Lima para curar la jodida nostalgia que no cesa, en agosto a Sitges, y luego cuando llega el frío al hemisferio septentrional, al norte de la línea ecuatorial, a partir del 1 de octubre, a refugiarte en esta casa mansa de la isla, donde nunca hay un invierno y el frío es una pura quimera, aquí es menester pasar octubre, noviembre, diciembre, las odiosas fiestas de fin de año, todo ese jaleo pueblerino que imponen las religiones, y ya en enero, mediados de enero, te descuelgas sigilosamente a Lima solo para comer ciertas cosas como el helado de sánguche de lúcuma que venden en el grifo de Dasso o la chirimoya o la granadilla o el queso fresco de las hermanas Uranga, que es el mejor del mundo. No soportas la idea de no volver a Lima, o a Buenos Aires, o a Barcelona o al mar de Sitges, no soportas la idea de no volver al parque de Nueva York: el incierto número de pasos que te queden por andar quieres caminarlos antojadizamente por esas ciudades a las que amas como se ama de verdad, sin razón alguna, desde una zona oscura del conocimiento. ¿Y Zoe, la bella Zoe, qué sería de ella? En lo que a ti respecta, le conviene seguir viviendo en esta casa, asistiendo al colegio al que ya va por las mañanas, pero sin viajar, todavía es muy pequeña para someterla al moridero de los aviones y los cambios de clima y los malditos aeropuertos que son una peste. No piensas subirla a ningún avión por el momento, pero a ti te urge ir a Buenos Aires y Lima y luego a Nueva York y quién sabe si a Sitges en agosto para retozar como un hipopótamo en el antiguo Nilo. Esa es la vida que eliges soñar: seguir en esta casa, en esta isla, escribiendo unas novelas conspirativas, tristes, tristísimas, y permitirte unos cuantos viajes al año, todos los días con Silvia, todos, todo con ella es mucho más lindo y liviano y feliz, Dios la bendiga y la tenga en su seno, aunque parece improbable que Dios tenga seno, Silvia sí que los tiene, dos senos dos, y son agradables al ojo humano y más aún al tacto taciturno, aunque los tuyos, Jimmy boy, son más voluptuosos que los de Silvia y eso es algo que Zoe ya parece haber advertido precozmente, que tiene un padre tetudo, al que ella acaricia suavemente las glándulas mamarias, qué dicha la tuya, eso tiene que ser mejor que ganarse la lotería, ¿será que ya te la has ganado y no te has dado cuenta?
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PERU 21 OCTUBRE 1, 2012

Tirar los dados

Lunes 01 de octubre del 2012 | 00:07
Mi carrera en la televisión de los Estados Unidos comenzó con un fracaso. A principios de 1991 me había mudado a Madrid con la intención de escribir una novela, No se lo digas a nadie, que andaba devorándome los sesos como un virus sin remedio.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Mi carrera en la televisión de los Estados Unidos comenzó con un fracaso. A principios de 1991 me había mudado a Madrid con la intención de escribir una novela, No se lo digas a nadie, que andaba devorándome los sesos como un virus sin remedio. En eso estaba, escribiendo a mano la novela en un cuaderno en las horas que atendía la biblioteca pública, cuando Héctor Delgado Parker, visionario, soñador, empresario incansable, me llamó por teléfono y me propuso hacer un programa de televisión en Miami. No lo dudé, Héctor me había parecido siempre tan brillante y astuto como su hermano Genaro, que me había dado mi primera oportunidad en la televisión, allá por 1983, de manera que suspendí la conspiración de la novela y me mudé a Miami. Con la ayuda de un veterano productor argentino, conseguimos estudio, montamos la escenografía, afinamos los detalles y empezamos a grabar. Se presentó un primer problema: todavía no había entrado en operaciones el canal Sur, que Héctor estaba organizando con unos bríos y una determinación que nunca tenían frenos. Teníamos entonces el programa pero no el canal que lo emitiese en los Estados Unidos, era cosa de esperar unos meses hasta que Sur saliera al aire. Por eso Héctor y su hermano Manuel, un caballero que estaba al mando del canal en Lima, Panamericana, decidieron que mi programa se grabaría en Miami y se vería en el Perú. Fue un fracaso, el público peruano le dio la espalda, no tenía sentido hacer desde Miami un programa solo para el Perú. Como los números eran malos, Héctor y Manuel me dijeron amigablemente (siempre fueron muy generosos conmigo) que debía regresar al Perú. Un viernes me despedí en Miami y el lunes ya estaba en Lima con escenografía montada a toda prisa por otro veterano productor que ya falleció. Una vez en Lima, y contagiado del cariño local, el programa despegó, se consolidó y fue un éxito mayor del que habíamos esperado, hasta que renuncié la noche que Fujimori dio el golpe y decidí irme del Perú, pues no podía salir ese lunes aplaudiendo el golpe o haciéndome el despistado cuando el canal estaba intervenido por los militares. Pasaron dos años y medio, era mediados de 1994, ya había salido mi primera novela y de paso me había quedado sin dinero. Tuve que regresar a la televisión de Lima, a Panamericana, donde Arturo Delgado, hijo de Héctor, me dio la oportunidad de volver al programa de las once de la noche y reencontrarme con el público. Hicimos una corta temporada de seis meses, con gran éxito. Al terminar el año, le pedí a Arturo que mudásemos el programa a Miami, al canal Sur que había fundado su padre. Digno hijo de su padre, Arturo se arriesgó y me acompañó en la aventura. Alquilamos un estudio en las oficinas de un banco que había quebrado en la calle Lincoln y salimos al aire en canal Sur en enero de 1995, todas las noches, a las once en punto. Aquella fue la primera vez que mi programa se vio en los Estados Unidos: canal Sur me permitió entrar a las casas de tantas familias latinoamericanas que habían emigrado a ese gran país y querían ver televisión en español. Tuvimos éxito en 1995 y 1996. A finales de 1995, el presidente de Univisión me ofreció un programa a la una de la tarde, para las amas de casa. Decliné, le dije que no podía hacer televisión a esa hora en la que recién estaba levantándome de la cama. Me dijo, incrédulo, que era la primera persona en rechazarle un programa en la historia de Univisión. Continué en canal Sur. Pero a fines de 1996 los dueños de CBS compraron Telenoticias y me llamaron y me propusieron que mudase mi programa a CBS Telenoticias. Fui a Chicago, me entrevisté con el jefe de CBS News, Andrew Heyward, me contrataron por dos años y el programa salió en octubre de 1996. Fueron mis años de esplendor en Latinoamérica. El programa salía en directo, a las diez de la noche, y se veía en toda Latinoamérica, salvo en México, donde Emilio Azcárraga, dueño de Televisa, bloqueó la entrada de CBS Telenoticias a los cables mexicanos, por algo le decían El Tigre. Mi cara pasmada se hizo popular en Colombia, Venezuela, Chile y Argentina principalmente, y en Centroamérica y el Caribe (donde ya antes me conocían por un programa semanal de política internacional que había hecho entre 1985 y 1990, grabado en Santo Domingo y San Juan). Tuve muy buena suerte en la Argentina, donde el dueño del canal 9, el legendario Alejandro Romay, compró mi programa y lo emitió a medianoche, de manera que se veía en directo en el cable y diferido a medianoche en canal 9, lo que me convirtió en un personaje muy popular, tanto que me imitaban a menudo en el programa de Tinelli. También tuve suerte en Colombia, donde hice varias temporadas de entrevistas a personajes locales en el canal Caracol. Pero las buenas rachas no son eternas y en algún momento se cortan. A fines de 1998 tenía que elegir: me quedaba en CBS Telenoticias (que hubiese sido lo prudente) o daba el salto a Telemundo, cuya jefa, Nelly Galán, me llamaba con insistencia. Traté de convencer a Nelly para hacer un programa a las once y media de la noche, al estilo de Johnny Carson y David Letterman, mis héroes de toda la vida, pero Nelly me dijo que el público hispano se dormía temprano y que ese horario no funcionaría, de manera que, muy a mi pesar, y contrariando mi instinto, acepté su oferta de hacer un programa semanal, los martes a las diez de la noche, grabado. Fue un fracaso, un sonado fracaso, mi peor fracaso en la televisión. El programa duró apenas medio año, los dueños de la cadena despidieron a Nelly y contrataron a un nuevo jefe, Jim McNamara y mi programa fue cancelado por bajo rating. Cuando Jim entró a Telemundo, borró de un plumazo todo lo que había hecho Nelly, incluyendo mi programa, y quedé fuera de juego en la televisión de Estados Unidos: chamuscado en Telemundo, no podía ya dar el salto a Univisión, así de cruel es la televisión, donde todos los éxitos se olvidan cuando das un paso en falso y tropiezas, de modo que no me quedó más remedio que volver a Lima y lanzar El Francotirador en la campaña presidencial de 2001. Años después, en el otoño de 2005, estaba dando clases de literatura en Georgetown University (qué desfachatez la mía), cuando me llamaron de un canal de Miami, Mega, que acababa de fundarse gracias a la audacia de Raúl Alarcón, dueño de decenas de radios en español en Estados Unidos, que ahora se aventuraba al negocio de la televisión, a competir en grande con Univisión y Telemundo. Mega entró al mercado con ese espíritu retador, el de ser la tercera cadena en español de los Estados Unidos, un puesto que aún disputa con varios otros canales. En 2006 lanzamos mi programa por Mega de lunes a viernes a las diez de la noche. A las entrevistas de siempre, sumé los comentarios políticos irreverentes, despiadados, cargados de cierto venenillo, que dieron muy buenos resultados. El programa tuvo un éxito inesperado y me permitió reencontrarme con el público de los Estados Unidos, que años atrás me había visto por Sur, CBS en español y Telemundo, hasta mi traspié el año 2000, cuando me dieron de baja. Seis años después, ya octubre de 2012, sigo en Mega dando la pelea. Univisión y Telemundo pasan novelas a las diez de la noche, yo me defiendo con mi repaso de la actualidad política y entrevistas erráticas a personajes de la farándula y otras ramas del hampa. Testarudo, sigo soñando con un programa de medianoche en Univisión al ritmo ágil de los maestros Dave Letterman y Jay Leno, pero todo indica que moriré sin cumplir ese sueño. Tendría que haber aceptado el programa a la una de la tarde en Univisión en 1995 o convencido a Nelly Galán de Telemundo para que me diera las once y media de la noche en 1999, pero así cayeron los dados y a esa hora ambas cadenas todavía se rehúsan a probar suerte con un programa de humor y entrevistas ligeras, que tan buenos resultados da en la televisión en inglés. No me queda sino perseverar en Mega hasta fin de año y, si hay suerte, continuar un año más, peleando por meterme a todos los televisores posibles en la vasta geografía de los Estados Unidos, de lunes a viernes a las diez de la noche, los viernes con la complicidad inestimable de Silvia Núñez del Arco. El año que viene, si seguimos en pie, cumpliré treinta años haciendo televisión apasionadamente, y nada me gustaría más que celebrarlos allí mismo, metido en la televisión, ese invento formidable al que me introduje, trémulo, curioso, hechizado, en noviembre de 1983, y del que todavía no quisiera irme del todo. Mario Kreutzberger, mítico personaje de la televisión, me lo dijo hace años, cuando visitó mi programa: No dejes de pedalear la bicicleta, si dejas de pedalear te caes. Aquí seguimos pedaleando, soñando que el año que viene será mejor. Solo me retiraré cuando no tenga ya nada que decir y eso es imposible para un charlatán como yo.
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PERU 21 SETIEMBRE 24, 2012

Un fantasma en liquiliqui

Lunes 24 de septiembre del 2012 | 00:36
Saliendo del aeropuerto, miro discretamente a ver si alguien nos espera pero no, nadie muestra un cartel con mi nombre, habrá que tomar un taxi, casi mejor. Metemos las maletas en un pequeño carro amarillo y entonces alguien se acerca y dice mi nombre de un modo suave, comedido, y dice que se llama Wilfrido y que nos llevará al hotel.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Me disculpo con el otro conductor, le dejo una propina a modo de consuelo y seguimos a Wilfrido. Ya en el auto, estallan, a la vez, la música tropical y el látigo frío del aire acondicionado. Hace un calor de madre y yo voy abrigado, demasiado abrigado porque en el avión sentí que me moría y pasé medio vuelo de rodillas en el baño, vomitando el alma sobre el aire del trópico, no sé cómo la gente viaja descalza en los aviones, yo paso un frío mortal, siempre tengo los pies helados, debe de ser que me estoy muriendo de los pies a la cabeza. Le pido a Wilfrido que baje la música o mejor que la apague porque suena demasiadas veces y de un modo estridente la palabra azúcar y luego le pido que se detenga en un cajero automático y enseguida en una farmacia. Solo tengo que llegar vivo a la farmacia, mi vida está en juego, no puedo aplazar más la cita con la droguería, no he viajado con mis pastillas puestas por salir de casa dormido y deprisa y con el vértigo de que perderíamos el avión. Por fin entro en una farmacia impregnada de un aire caliente, espeso, y pido lo que me urge: Midazolam-Zolpidem-Mirtazapina-Fluoxetine-Finasteride. El boticario, Dios lo bendiga, no me pide receta, comprende mi ansiedad, no se ríe ni se burla cuando le digo que necesito malamente tomar mis drogas y que si no las tomo romperé a llorar y luego me dará un infarto y entonces sube a una escalera y abre unos cajones metálicos y va sacando las cajas y siento de un modo claro, inequívoco, y al mismo tiempo gozoso, feliz, que soy un adicto, un drogadicto, un adicto a ciertas drogas que se venden en la farmacia y con las que regulo, altero o afino mi estado de ánimo y mi menguante salud. Apenas me da las cajas, tengo ya la botella de agua abierta y voy tomando una pastilla tras otra y él me mira con aire compasivo, como el sano mira al enfermo. Luego vuelvo al auto y ya todo se ve mejor, más calmado, más tolerable, y un poco más allá nos detenemos y pedimos un café para jugar un poco más con el humor disuelto en tantos estímulos dispares. En el hotel nos esperan todos de blanco, como salidos de una película, y nos hacen reverencias excesivas y yo voy dando propinas y gratitudes y voy midiendo con cuidado cada paso porque ahora lo que necesito mal, con desespero, es llegar a la cama, echarme, cerrar los ojos y volar, romper la barrera odiosa de la realidad y confinarme en una nube y honrar mi condición de gitano nefelibata. La habitación es muy amplia y muy antigua, aquí dicen que han dormido las monjas claristas y las novicias, tantas almas celosas y atormentadas, y saliendo a la terraza me señalan, allí al lado, cruzando la calle, la casa color guayaba del gran escritor, con una piscina de aguas algo verdosas y un aire quieto y señorial, el aire de una casa destinada a ser museo, un santuario al que los devotos llegan en peregrinación y tocan la puerta y fisgonean y se hacen la foto, tal vez sin saber que desde mi terraza puedo verlo todo y hablar imaginariamente con el maestro, a quien creo ver echado en una hamaca con su liquiliqui, y preguntarle por qué fue que el otro gran escritor le partió la cara con un puñete fabuloso. Hay un grillo en la habitación, no pienso matarlo, abajo he visto un tucán de pico amarillo y plumas negras, todo es así en este lugar, no sabes si lo que estás viendo es verdad o un espejismo, desvaríos, ilusionismo puro, puede ser que lluevan flores amarillas o una niña se alce a volar al cielo, todo puede ocurrir en estas calles embrujadas, centenarias, alguna vez pisadas por el mago inmortal de la palabra, el ojo todavía morado, cuál será la historia secreta detrás de la trompada, qué curiosidad, qué novela fascinante la que se despliega ante mis ojos mientras espío los techos lúcumas y las ventanas cerradas y enrejadas de la casa del maestro. Si no duermo colapso y si colapso no habrá novela y si no hay novela nadie sabrá la historia detrás de la historia del puñete mexicano, así que me aviento otra ronda de pastillas pistoleras, salud, y me encomiendo a todas las vírgenes y los santos y los profetas que en el mundo han sido y me echo a volar como un querubín liviano y algo afeminado. De noche recobro la consciencia, qué pereza, y bajamos al restaurante y nos damos un atracón de pulpos y pescados y arroces con coco y toda clase de jugos exuberantes, de lulo, mandarina, guanábana, pitaya, de unas frutas que no conocía, esa es una de las cosas maravillosas de esta ciudad, que siempre hay una fruta por descubrir. Caminamos calle abajo sin rumbo fijo a paso incierto con la esperanza de conseguir un porrito que nos mejore el estado de ánimo que por otra parte ya es inmejorable pero el adicto es así, siempre quiere más, un estímulo más, un viaje más al centro mismo de la felicidad, a mí que no me den puñetes, yo con una farmacia abierta o un porrito resuelvo pacíficamente todas las cuestiones relativas al honor y el rencor. Como no llevo el peso de la culpa, pregunto con delicadeza a quien me devuelve una mirada amable si me puede vender algo de finas hierbas para instalarme más sosegadamente en el aire laxo y decadente del trópico. Después de varios intentos fallidos encuentro a un moreno fibroso, de risa fácil, que me procura el beneficio y me cobra sin reparos y dice cosas amables y juiciosas, muy juiciosas, con el sentido común de los que saben volar sin subirse a un avión ni molestar a nadie. Qué cosa tan rara e inexplicable que vendan café en cada esquina y que para conseguir las finas hierbas uno tenga que meterse a esos huecos clandestinos y negociar el precio con un moreno bendito. Más tarde, relajado, tumbado en la terraza, el paso del caballo que tira la carroza, los faroles titilantes de la calle del Curato, la casa lúcuma de tres pisos del maestro, todas las ventanas cerradas, enrejadas, la lánguida bandera tricolor que ondea en la casa de al lado que se arrienda, me parece ver el espectro difuminado del escritor esperando la muerte en liquiliqui, un atuendo muy elegante para ser fantasma, y le pregunto de terraza a terraza, con aire conspirativo, qué pasó, por qué se pelearon, qué rencor absurdo atizó el puñete, y del otro lado de la calle me llegan tranquilas las palabras del mago inmortal que me dice fue por ella, todo fue por ella, y entonces comprendo que es aquí, en este antiguo monasterio, con este aire cansado que viene del mar, donde debo escribir la novela del puñete fabuloso, la gran pelea de dos sabios de nuestro tiempo.
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PERU 21 SETIEMBRE 17, 2012

Mujer triste

Lunes 17 de septiembre del 2012 | 00:36
La mujer paga en efectivo, mete las bolsas en el carrito metálico, se despide secamente de la cajera (los desbordes de afecto no se le dan naturalmente con los extraños) y sale del supermercado empujando el carrito. No ha sido una tarde de compras cualquiera.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Se ha sentido mirada por varios hombres y un niño que al parecer se alborotó al verla y comentó con su padre algo que a ella, lejos de incomodarla, la halagó. A ella le gusta que la miren, por eso se pone los pantalones tan ajustados, pero no está acostumbrada a que un niño la mire con tanta insistencia en un supermercado, eso le pareció raro y en eso sigue pensando cuando baja las escaleras y se dirige a la camioneta.
Llegando a la casa, carga las bolsas y las deja en la cocina. No le gusta ir al supermercado pero no le queda más remedio que hacerlo, no tiene ayuda doméstica, su esposo es un haragán y estaba durmiendo cuando ella, obligada por las circunstancias, salió a comprar agua y comida. Ha comprado lo que compra siempre, cada dos o tres días: varias botellas de agua, uvas verdes, jugos de frutas, plátanos, mermelada de higo, tostadas, queso manchego. Al sacar las cosas, encuentra, sorprendida, una bolsa de pan blanco, cortado en rebanadas cuadradas, que no recuerda haber comprado. De pronto recuerda ese momento frente a la cajera y lo ve con claridad: un hombre mayor, con aire fatigado, pasó la bolsa de pan blanco por la faja negra, pagó por ella y, al llevarse otras cosas que había comprado, le dejó olvidada. Me he llevado por error el pan del viejo, piensa la mujer, y luego se siente avergonzada y culpable y triste por haberse llevado algo que no es de ella y que había sido pagado por ese hombre mayor, de aire cansado.
La mujer no lo duda: mete el pan en una bolsa, sale de la casa y regresa al supermercado. Cree que todavía está a tiempo de encontrar al hombre mayor. Quizás ha regresado y ha reclamado el pan que pagó y dejó olvidado y lo voy a encontrar y voy a darle su pan que me he robado sin querer, piensa. Se ilusiona pensando que ese hombre va a sentir que ella es noble, que devuelve lo que no es suyo, se ilusiona imaginando que él va a sonreír cuando ella le entregue la bolsa de pan. Pero entra al supermercado y lo busca y va de caja en caja y él no está. Tampoco están los hombres que la habían mirado, ahora nadie la mira tal vez porque hay en ella un aire nervioso, atropellado, que disuelve la curiosidad o la mera observación quieta de la belleza. Cuando estoy preocupada no soy bonita, piensa ella, cuando estoy apurada nadie me mira.
Dispuesta a devolver lo que no es suyo y recuperar en ese momento la dignidad que cree haber perdido por culpa de un pan robado sin querer, la mujer le pregunta a la cajera si el hombre mayor, de aire fatigado, ha regresado a reclamar su bolsa de pan. La cajera la mira con extrañeza y una cierta perplejidad. Nadie ha reclamado ese pan, le dice. Pero es de un hombre que lo dejó olvidado, dice la mujer. Si quiere déjelo y yo se lo daré si él viene a buscarlo, dice la cajera. La mujer lo piensa, duda, piensa que el hombre no volverá y decide que no dejará el pan, que lo pagará. Eso le dice a la cajera, quien, todavía confundida, pasa el pan por la máquina que lee su precio y luego recibe dos billetes de un dólar. Sin saber por qué va tan deprisa, la mujer no espera el cambio de la cajera (unas monedas) y sale con el pan. Está triste, contrariada. No ha cumplido su misión, no ha encontrado al hombre mayor. Piensa que en ese momento el hombre está en su casa, abriendo las bolsas, buscando el pan. Piensa que el hombre se va a sentir un inútil, un inepto, por haber perdido el pan. Piensa que el hombre va a repasar minuciosamente el recibo y verificar que pagó por un pan que ahora no está. Piensa que el hombre va a pensar con amargura que alguien le ha robado el pan, que la cajera se lo ha cobrado y lo ha escondido, tramposa. Piensa que ese hombre ahora está furioso con el sistema, con la vida, con los estragos viciosos y humillantes a los que el paso del tiempo lo ha sometido sin piedad, llegar a esto, no ser capaz de comprar una bolsa de pan, pagar por ella y dejar que alguien se la robe, a esto hemos llegado. La mujer se imagina a ese hombre solo, solitario, desolado, abandonado por su familia, echado a su suerte, sin nadie que lo busque ni le dé afecto, un hombre solo al que se le humedecen los ojos pensando en la bolsa de pan que le han robado, un hombre que ahora debería estar tostando el pan y untándolo con mantequilla y sin embargo está rumiando un callado rencor contra sí mismo, al tiempo que, con saña, sin compasión, se dice que debe irse a vivir a un asilo porque ya está mal de la cabeza y no está más en condiciones de salir a comprar la comida. Es el final, piensa el hombre mayor, buscando desesperadamente el pan que no está, mañana mismo voy al asilo y se acaba esta vida tan triste y solitaria, piensa, o eso piensa la mujer que piensa el hombre, eso es lo que, culposa, abatida, ella imagina que hace el hombre al que, sin querer, le ha robado la bolsa de pan.
Como hace siempre cuando está nerviosa y sintiéndose infeliz, la mujer, ya de regreso en la cocina de su casa, decide comer. Come uvas verdes, come un plátano, come gelatina roja, come un pedazo de queso manchego con mermelada de higo. Luego se desespera, maldice su suerte, abre la bolsa de pan y mete dos lonjas a la tostadora. Espera. Siente el olor a quemado. Se sobresalta cuando saltan las tostadas. Las retira delicadamente para no quemarse los dedos. Muerde la tostada sola, sin queso ni mermelada. Mastica. No consigue tragar esa bola de masa. La escupe en la basura. Llora en silencio, con rabia, como si quisiera ser otra persona o estar en otra ciudad, no ser ella, no ser la ladrona de una bolsa de pan. Qué te pasa, le pregunta su esposo, que ha entrado en la cocina. Nada, dice ella, no pasa nada. Qué rico huele, dice él, y mira la tostada con intención de comérsela, pero ella le dice, tajante: No puedes comerte este pan, por favor no lo toques. Debes de haber dormido mal, reniega él, y se aleja, sin entender nada pero aceptando con resignación que su mujer es una persona extravagante y de humores inciertos.
La mujer sale a caminar. Está triste, contrariada. Lamenta su suerte. Quisiera ser otra. Comprende que no se siente así, tan desgraciada, por la pequeña historia del pan sino porque las miradas de esos hombres en el supermercado le han recordado que su esposo ya nunca la mira así. Debo irme, piensa, debo alejarme de él. Camina a paso rápido sabiendo que no se irá, que se rendirá, que se acostumbrará a vivir con ese hombre que ya nunca la mira como la miran otros hombres.
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PERU 21 SETIEMBRE 3, 2012

La búsqueda del tesoro

Lunes 03 de septiembre del 2012 | 00:36
Nosotros no teníamos plata, éramos los pobres de la familia.

Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Plata tenían los primos Otero que vivían en una gran casa y eran hijos de un abogado prominente que fue ministro; plata tenían los primos Romanet que vivían en una gran casa con piscina techada y eran hijos de un médico encantador que también fue ministro; plata tenían los primos Cambana que eran insoportablemente guapos y parecían salidos de la portada de una revista y vivían en la casa más linda de San Isidro; plata tenían los primos Alzamora que vivían en una gran casa y tenían toda la ropa de moda y eran muy viajados y decían qué neto, qué neto y eran hijos de un señor caballeroso que manejaba el único Camaro del año que yo había visto en Lima; plata tenían los primos Picasso que vivían en una casa perfecta con muchos mayordomos y una piscina reluciente y en la que se escuchaban suavemente las canciones de Julio Iglesias; plata tenía el tío Roberto, el sí que tenía plata, más plata que todos los otros tíos y sin embargo era el que menos la mostraba, el más discreto, el que vivía en la misma casona fantasmagórica, los muebles cubiertos, en la que acabó muriendo. Nosotros no teníamos plata, vivíamos en una gran casa pero no teníamos plata, parecía que teníamos plata pero en realidad mi padre pasaba apuros para llegar a fin de mes y mi madre dependía de lo que le daba mi padre, que nunca le alcanzaba y sin embargo ella se las ingeniaba y no se quejaba y hacía milagros. Esa casa, una de las más grandes y bonitas de Los Cóndores, había sido de mi abuelo y cuando mi padre tuvo a su quinto hijo, mi hermano Ignacio, mi abuelo le regaló la casa de Los Cóndores y se consiguió una más pequeña y mejor ubicada, más cerca del club. A esa casa nos mudamos cuando yo tenía seis años. Era una casa tan grande y con tantos desniveles y andenes que no podías ver dónde terminaba, era la casa perfecta para ser un niño. Mi padre era empleado, gerente de algo, de un banco o una compañía de autos o una fábrica de armas, nunca fue dueño de su propio negocio, dependía de sus jefes y vivía honorablemente de su sueldo, que era un sueldo bueno pero solo el sueldo de un gerente y a eso tenía que limitarse, no había lujos ni excesos ni viajes, no podíamos darnos la gran vida que se daban nuestros primos ricos. Mi madre era ama de casa, nunca le alcanzaba la plata, como muchas mujeres de su tiempo dependía económicamente de lo que le daba su esposo y a eso tenía que limitarse y los gastos siempre aumentaban porque cada año y medio o dos nacía un bebé en nuestra ya numerosa familia. La plata que había en la casa era la que ganaba mes a mes mi padre, no había más, por eso mi madre se las ingenió para montar un pequeño negocio de maná, un dulce que las cocineras batían con espíritu infatigable y mi madre repartía en las tiendas y bodegas del barrio. Toda la vida fuimos pobres en casa de ricos y en colegio de ricos. Hasta que nos sacaron de los colegios caros y nos metieron en colegios más baratos, ese fue el primer descenso, y luego mis padres se vieron obligados a dejar la casa de Los Cóndores y venderla a un precio que ahora parece irrisorio, cómo fui tan tonto de dejar ir esa casa, debí comprarla y ahora estaría viviendo allí, lejos de todo, recordando aquellos años en que éramos inmortales: ese fue el segundo descenso, cuando mi madre se resignó a vender la casa de mi infancia y nunca más pude volver a ella, a no ser en sueños. Mi padre fue un hombre de trabajo, se levantaba al alba, era dedicado y leal, cumplía con rigor sus obligaciones de gerente y era muy afectuoso con los dueños, con quienes le pagaban; sin embargo, siempre se quedaba corto a los ojos de su padre y sus hermanos, que eran todos más exitosos que él y lo veían con una cierta condescendencia o lástima, como se mira a la oveja negra de la familia. Mi madre no tenía plata pero poseía el tesoro incalculable de su fe religiosa y nunca se sentía corta a los ojos de nadie porque ella tenía la mirada puesta en algo más noble y elevado, en Dios, en la posibilidad de salvar un alma más, todas las almas que se cruzaban en su camino y a las que ella procuraba adecentar y purificar. Mi padre no tenía más plata porque no tenía suficiente confianza en sí mismo, lo habían lastrado cuando era niño, lo habían despojado de la estima en su propio destino; mi madre no tenía plata porque ella no vivía para la plata sino para limpiar celosamente todas las manchas de su alma hasta dejarla inmaculada. Mi padre solo quería llegar a fin de mes, pagar las cuentas de todos los colegios que cada año eran más y todas las empleadas domésticas que cada año eran menos; mi madre solo quería llegar al cielo y como no caía maná del cielo ella se ocupaba de prepararlo en su cocina y dejarlo caer en las tiendas y bodegas del barrio y también por supuesto en las casas de sus amigas. Nunca fuimos ricos, siempre vivimos apretados, pasando apuros, llegando a fin de mes, usando la ropa que nos dejaban nuestros primos ricos, ellos no paraban de viajar y comprar ropa nueva y a mi madre le regalaban la ropa que ya estaba vieja y no querían seguir usando y había que recordar bien qué ropa era de qué primos para no usarla en las navidades cuando íbamos a reunirnos con esos mismos primos, pues no convenía ponerse el pantalón que había sido del primo Otero o la camisa que había sido del primo Romanet porque ellos eran muy listos y podían reconocer sus ropas viejas y donadas que ahora vestíamos nosotros, algo avergonzados, como pidiéndoles perdón por ponernos la ropa que había sido de ellos. Yo tenía pavor a las reuniones familiares porque sentía que se burlaban de nosotros, que nos veían como la familia-tribu-llena de niños-que no viaja nunca en avión-y usa la ropa que les hemos regalado, y además tenía pánico porque a mi abuelo le gustaba hacerme hablar al final de la comida y entonces me pasaba toda la comida pensando en cada palabra que luego pronunciaría de pie, temblando por debajo de la mesa sin que nadie lo advirtiese. Nosotros no teníamos plata, éramos pobres y la posibilidad de ser ricos se limitaba a lo que eventualmente nos dejasen en herencia, si acaso, nuestros abuelos ricos o nuestro tío más rico. Pero cuando murieron los abuelos, mi padre ya se había gastado casi toda la plata que le tocaba heredar, de manera que solo alcanzó para que mi madre comprase y remodelase muy juiciosamente una casa con piscina, cerca de una iglesia, y entonces ya nuestra última esperanza de ser ricos era que se muriese nuestro tío más rico y tuviese compasión de nuestra madre y de nosotros, o al menos de nuestra madre y mis hermanos, dado que a mí no me perdonaba, con toda razón, ciertas novelas indiscretas que me había visto en la impostergable necesidad de publicar muy a su pesar, contrariando sus consejos y sus cartas manuscritas enviadas por correo a una ciudad muy fría en la que yo vivía. Pero ese tío soltero no era cercano a mi madre, tenía más afinidad con dos de sus hermanas que eran más alegres y divertidas y socialmente prestigiosas y nada hacía suponer que ese caballero de modales ingleses y refinada inteligencia se acercaría en los últimos años de su vida a mi madre y vería en ella lo que, me parece, notó más claramente cuando enfermó y sintió la decadencia y el ocaso: que mi madre nunca había tenido el menor interés subalterno en él y nunca lo había querido por su dinero sino por su alma, por la posibilidad de salvar su alma. Y fue entonces cuando murió y mi madre heredó suficiente dinero como para no tener que preocuparse nunca más por el dinero, pero nada cambió realmente en ella: siguió viviendo en la misma casa, recordando con amor indeclinable a su esposo que ya no estaba más y siendo, ante todo, una mujer austera y elegante que cifraba su fortuna no en una cuenta de un banco (ella nunca sabía cuánto dinero tenía) sino en el tesoro incalculable de su fe religiosa, que fue siempre la gran fortuna de su vida.
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PERU 21 AGOSTO 27, 2012

Romper lo que te ata

Lunes 27 de agosto del 2012 | 00:36
No había ninguna necesidad de ir a Punta Cana. Fuimos, sin embargo. Fuimos porque Silvia recordaba esa playa con afecto, la había visitado de niña con sus padres, y porque yo tengo una inexplicable fascinación por todo lo dominicano, algo que vine a descubrir hace años, cuando era joven y viajaba a menudo a Santo Domingo.


Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Muchas noches prometedoras de mi juventud las dejé extraviadas en algún hotel de Santo Domingo, cerca del malecón, persiguiendo a un amor esquivo, sedado por los ecos de un merengue incesante, repetido hasta el infinito. Algunas de las mejores noches de mi juventud las dejé regadas en los hoteles de Puerto Plata, borracho, bailando solo, buscando una caricia furtiva, un susurro, unas palabras italianas dichas con intención lujuriosa. Yo quería volver a Puerto Plata, Silvia quería volver a Punta Cana, Silvia prevaleció, fuimos a Punta Cana. Yo no conocía Punta Cana, siempre me había tentado más Puerto Plata, Punta Cana me parecía un destino turístico un tanto obvio.
Llegando al hotel, una mujer nos dio la bienvenida y anudó y selló una soguilla negra alrededor de mi muñeca derecha. No fue un buen momento. Me sentí atrapado, una vaca más del ganado. Quise quitarme la soguilla y no pude y se me dijo que solo podría quitármela cuando me retirase del hotel. Ya entonces quería irme, escapar. El hotel me parecía una trampa, un paso en falso, un presidio con fachada lujosa. No podía quitarme la maldita soguilla para dormir ni para bañarme. No me gusta que me amarren a nada, no me gusta estar atado, apenas me atan ya quiero romper las ataduras, la soguilla, el cordón, y eso vine a recordarlo en Punta Cana, confinado en ese hotel carcelario.
Inquieto por la presencia ominosa de esa cuerda de hilo negro que me reducía a un número de un club selecto o no tan selecto, humillado por ese nudo en mi muñeca, me abandoné al vicio de ver la televisión dominicana, que es una cosa insólita, llena de peligros, algo que nunca deja de sorprenderte y dejarte pasmado o riendo a gritos o enternecido, como si te metieras a un zoológico de noche y vieras en las bestias enjauladas cosas que te recuerdan a ti. De pronto alguien anunció la tormenta tropical, el probable huracán. Trazaron en la pantalla la trayectoria de los vientos y dijeron que la furia de la naturaleza vendría por nosotros, yo lo vi, no lo soñé, vi esa gran bola rojiza moviéndose por el océano, creciendo, acercándose, pasando por encima de nosotros. No puede ser, pensé, veinte años después, viene a buscarme otro huracán. Y ahora no será allá, en la ciudad en la que vivo, será acá, en esta isla a la que imprudentemente he venido a citarme a ciegas con un huracán. No puede ser, veinte años después, otro huracán, de nuevo en agosto, siempre con una mujer, atado por la cuerda de una pasión que no se puede romper.
Di un brinco y dije nos vamos, viene un huracán, acá no me quedo ni loco. Silvia no entendía mi crispación, mi paranoia, le parecía que debíamos tomarnos las cosas con calma y esperar, recién habíamos llegado, cómo íbamos a salir corriendo como un par de chiflados solo porque se había formado una tormenta tropical a centenares de kilómetros de esa playa. Yo no podía quedarme, ya me había quedado aquella vez, veinte años atrás, subestimando los peligros de un huracán, riéndome con aire desdeñoso de las advertencias de los hombres del clima, y luego había sido el caos, no quería asomarme de nuevo a ese abismo, no quería ser otra vez el hombrecillo asustado, metido en el clóset, oyendo cómo se rompen los vidrios y entran el viento y la lluvia a destruirlo todo, incluso el amor.
Caminamos agitados hasta la recepción. Exigí a un joven que me explicase lo que estaba pasando, que me diese respuestas precisas, que me dijese cuándo llegaría el maldito huracán. El joven no entendía nada, me miraba pasmado, no atinaba a dar respuesta alguna, me pedía que me calmase, me aseguraba que él no sabía nada de ningún huracán en ciernes, acechándonos. Ustedes no saben lo que es un huracán, les dije al joven uniformado y a Silvia, que insistían en que yo estaba exagerando. Yo he vivido un huracán y sé que no es broma, yo me voy de aquí en el primer vuelo, grité. Hice algunas llamadas, entré a una página de viajes en la computadora, reservé dos asientos en un vuelo a Panamá y le dije a Silvia nos vamos, ahora mismo nos vamos al aeropuerto y esperamos el vuelo a Panamá, que sale a mediodía. Silvia me miró y asintió, tranquila, ella siempre encuentra la manera de estar tranquila en medio del caos. Volvimos a la habitación y empecé a hacer la maleta y Silvia me dijo por qué no tomas tus pastillas y duermes un rato y yo te despierto para ir al aeropuerto. No, grité, furioso, no voy a dormir, nos vamos ahora mismo, tú no sabes lo que es un huracán, yo he vivido un huracán hace veinte años, tenemos que irnos cuanto antes, créeme, esto es muy serio, si nos coge el huracán en este hotel nos vamos a quedar una semana sin luz ni agua y será el caos, el caos. Silvia, sin embargo, prevaleció una vez más. Con suaves modales, me llevó a la cama, me dio mis pastillas y me durmió, prometiéndome que en unas horas tomaríamos el vuelo a Panamá.
Cuando desperté, ya habíamos perdido el vuelo a Panamá. Prendí la televisión, puse las noticias, vi que la tormenta se había desviado levemente al sur y respiré aliviado. Esperemos un poco, sugirió Silvia, bajemos a la playa, a la noche nos vamos. Y eso hicimos, bajamos a la playa, nos tendimos a la sombra, bajo la mata de un árbol, y esperamos un poco más, a ver si la tormenta se desviaba. Así pasamos tres días, mirando el mar, mirando cómo el viento doblaba y sacudía las palmeras, mirando en la computadora cómo avanzaba la bola rojiza, esperando, postergando la fuga, separando dos cupos en el próximo vuelo a Panamá. Yo quería irme, Silvia quería quedarse, al final nos quedamos, nos fuimos quedando, yo fui cediendo, resignándome, capitulando, muy bien, será como tú quieras, nos quedaremos, viviremos el huracán en Punta Cana, después no te quejes, mira que yo quería irme pero no quiero arruinarte las vacaciones, es el destino, otro huracán veinte años después, cómo es la vida, amor.
Pero el huracán no llegó y todo fue calma, sosiego, paz, el hotel desolado, un viento bienhechor que no llegaba a ser amenazante, y la bola rojiza se tornó naranja y se mantuvo allí abajo, justo debajo de nosotros, raspándonos, arañándonos, insinuándose y a la vez perdonándonos la vida, dándole la razón a Silvia que, tan tranquila, confiada en su instinto, decía soplemos, soplemos y la tormenta se quedará allí abajito. Fueron dos días de calma, de tensa calma, de seguir obsesivamente la trayectoria de una tormenta que al parecer se debilitaba y no quería ensañarse con nosotros. Punta Cana fue entonces lo que habíamos soñado: dos días quietos, perezosos, lánguidos, dos días de silencios prolongados y ningún ser humano en nuestro campo visual, la calma antes de la tormenta, la tormenta que se demora, que no llega, que se desvía.
Hicimos bien en quedarnos, en no salir corriendo. No conviene asustarse y tomar el primer vuelo a Panamá. Quédate quieto, respeta el viento, no intentes romper todo lo que te ata, captura el momento. Unos días más tarde estarás en tu casa y mirarás tu brazo y extrañarás la soguilla negra en tu muñeca derecha: cuando la tenías puesta querías romperla y ahora que ya no está, la echas de menos.
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PERU 21 AGOSTO 20, 2012

La novela eres tú

Lunes 20 de agosto del 2012 | 12:36
Hace tres años, en este hotel, en esta ciudad, en este barrio de calles frías y tranquilas, con árboles que se levantan como gigantes encorvados y una lluvia intermitente que cae desde la montaña verde, empecé a escribir una novela sobre el rencor y la venganza que ahora he venido a presentar y de la que no he parado de hablar como un loro amaestrado estos últimos días ante cualquier extraño con cámara o grabadora que tuviera la imprudencia de ponérseme al frente.
Jaime Bayly,La columna de Bayly
http://goo.gl/jeHNR
El primer día fue el peor, el más contrariado, no solo porque agonicé en el avión, recordando cuantas vidas he perdido en el aire, atrapado, secuestrado por la ambición del que viaja y viaja, chocarrero, sino porque, al salir del aeropuerto, nadie me esperaba, no había escoltas ni autos blindados, un anónimo más, un señor ventrudo y distraído al que la señora aduanera reconoció como la caricatura esperpéntica de la televisión, sí, ese mismo, míralo, allá va, el peruano afectado, de lengua serpentina, el que se sugiere amorosamente a cualquiera y anda echando besos volados y viste un saco rosado rococó. Esa noche temblé de frío sin poder dormir, ni siquiera consolado por el aire familiar del hotel y su mobiliario antiguo, señorial, y sus empleados tan amables, con esa educación insólita que pervive en esta ciudad.
Mi memoria no registra los detalles puntillosos de la agenda, solo se agita revoltoso el recuerdo de todas las entrevistas inútiles, la seguidilla de citas con periodistas y corresponsales y chismosos y plumíferos y aspirantes a una foto o una firma o algo aún peor, un triste y predecible señor dando entrevistas, respondiendo a una misma pregunta, repitiéndose, fatigando la vanidad, desplegándose, haciendo morisquetas ante la cámara sin alma, hablando de un escritor fracasado que decide salir a matar a sus más conspicuos enemigos para despedirse con gloria del viaje a ninguna parte que ha sido su vida, eso que desde siempre se ha llamado la promoción de la novela, pero que, bien mirada, no es una promoción a la novela sino a uno mismo, al ego desmesurado, colosal, mal encubierto, que uno posee y va llevando de viaje con el pretexto de una novela, de una fabulación y la anterior y la siguiente, todo sirva para que el lector o el espectador o el curioso o fisgón no nos olvide, nos tenga en mente, nos recuerde con estima o animosidad y sepa que aquí seguimos dando la batalla, enredándonos con las palabras, capturándolas del aire, aprehendiéndolas, corrompiéndolas, dejando constancia en lengua española de nuestra penosa y singular existencia.
Luego aparece, vivaz, ocurrente, pícaro, el encuentro en un estudio de televisión con un muñeco o ventrílocuo que es la versión gorda y afeminada de uno mismo, un guiñol de pelo frondoso, anteojos, labios exuberantes y mirada achinada que se ofrece ante cualquiera y que ahora me habla, me pregunta, rebaja convenientemente mi vanidad, me dice coqueterías, tienta mi lengua viperina, me lleva a decir unas cosas desaforadas que ridiculizan, menos mal, todo lo que soy, y lo sacrifican todo en aras del humor, en nombre de una risotada estentórea del público que no ve en mí a un escritor ni a un periodista ni a nadie serio o confiable sino solamente, y no es poco, y lo agradezco de corazón, a un vago, a un diletante, a un escribidor de ficciones rencorosas, a un señor herido de melancolía que quiere ser traspasado eróticamente por un guardaespaldas fornido o un medallista olímpico o un negro sabroso de la costa, ay qué rico: eso es lo que dejé escrito en el cuaderno de un restaurante que evocaba los sabores de la infancia, mejorándolos, haciéndolos insuperables, el tiradito, el lomo saltado, la lúcuma, todo eso convertido en arte, mis respetos al señor que dio origen a toda esa felicidad tan noble y al señor elegante y misterioso que escribió ay qué rico, él sabe quién es y cuánto lo aprecio.
Queda también, desparramada, una noche inútil salpicada de palabras, la presentación de la novela, que, por supuesto, no es otra cosa que la presentación de uno mismo, ya viejo, fatigado, jadeando, sintiendo la amenaza de la altura, ante un público raleado, apático, diezmado por los años y los sucesivos fracasos que sumados hacen mi destino, un puñado de hombres y mujeres que, venciendo la adversidad de un jueves por la noche, sorteando los escollos del tráfico infernal de esta ciudad, han llegado a un teatro con aire arriesgado, prostibulario, una casa vieja, cabaretera, con una sombra rojiza, putañera, en la que se oyen pasos, risotadas, aplausos tibios, el punto de encuentro de un escritor mediocre y sin embargo testarudo, sus escritores pasmados, unos cuantos lectores tenaces y algunos peatones o curiosos o espontáneos que pasaban por allí y se asomaron a ver quién se quitaba la ropa, que vieja señora mostraba los pechos y se ofrecía, descarada, coqueta: vengan las preguntas, las firmas, las fotos, vengan los regalos, las botellas de ron, los libros que no vas a leer, los papeles con nombres y correos y teléfonos, el tocamiento furtivo, los susurros, la mujer que fue hombre y ahora pregunta para la televisión, todo el circo lánguido, tristón, esforzado, un tanto menoscabado, que es la gira de promoción de la novela, las tres novelas, esa fiebre o delirio que comencé a escribir en esta ciudad hace tres años y ahora son una trilogía que nadie, ni si quiera los aludidos o escarnecidos o amenazados, va a leer, lo que parece muy prudente y juicioso, claro está.
No cabe duda de que el momento más glorioso de estos últimos días crispados y hablantines fue la noche en que ella y yo, apenas tentados por el alcohol, nos quitamos la ropa y dijimos cosas irrepetibles y nos asomamos al abismo de la pasión y sus fricciones inéditas, un momento superior, empinado, un rapto inmortal y sin embargo fugaz, el encuentro de dos espíritus o dos cuerpos que no desmayan, que insisten, que persisten, que agitan el aire de la noche con unas palabras, unos roces, unos jadeos, la promesa de que toda esta complicidad forjada hace pocos años nos llevará a otras ciudades, a otras montañas, a otras camas de paso en las que dejaremos constancia de que aquí estuvimos, amándonos, trenzándonos como una serpiente que se enrosca, anudándonos en un aliento que no cesa, entregándonos al lenguaje del deseo, nuestras lenguas, la tuya y la mía, que se enredan y suprimen las palabras y recuerdan el origen de la especie, ese desborde del que venimos, que nos ha unido y dio origen a una mujer que nos espera en una casa, allá lejos, en una isla ignorada por el frío, una mujer que no necesita promoción ni presentación ni entrevistas exclusivas y cansonas porque es, sin esfuerzo alguno, un éxito, todo el éxito que nunca encontré en ninguna de mis novelas: digamos entonces que todo esto, el viaje, las novelas, las entrevistas inútiles, la exposición un tanto repetida y vulgar, todo ha valido la pena porque mañana, en unas horas apenas, volveré a abrazar a esa mujer, Zoe, que es, en sí misma, callada, ensimismada, absorta en su mundo quieto y musical, inalcanzable en belleza por todas las palabras que he escrito y escribiré y he dejado regadas en el aire de esta ciudad a la que ojalá vuelva algún día, pronto.
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PERU 21 AGOSTO 13, 2012

La soledad del perdedor

Lunes 13 de agosto del 2012 | 12:36
El hombre sale de su casa y se dirige a la televisión. Oscurece. No ha sido un día bueno, se ha sentido cansado, contrariado, la lluvia no lo ha dejado dormir.
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Necesita un estimulante. El hombre sale de su casa y se dirige a la televisión. Oscurece. No ha sido un día bueno, se ha sentido cansado, contrariado, la lluvia no lo ha dejado dormir. Necesita un estimulante. Se resigna a tomar uno que es legal. Se detiene, baja del auto, compra un café helado y conduce lentamente, con aprendida parsimonia, por unas autopistas que lo llevan al estudio de televisión.
El hombre sabe hacer dos cosas: hablar en público y escribir en privado. Lo primero le resulta natural, es algo que ha trabajado y en cierto modo dominado desde que era niño, azuzado por los adultos de su familia, en particular su abuelo. Lo segundo es más arduo y trabajoso y bastante peor recompensado por los que le pagan, por eso sigue haciendo televisión. Ya no es joven, ya no siente el cosquilleo de la vanidad, le parece que la exhibición pública es vulgar, majadera, a menudo denigrante, carente de una mínima elegancia. Y sin embargo sigue exhibiéndose cada noche solo porque le pagan. Ya no le interesa salir en televisión, necesita estimularse con cafeína, de ese modo consigue empinarse sobre la modorra y la apatía y hablar cosas que con suerte interesan a unos pocos.
El hombre habla de política, de las personas que ejercen el poder o que lo disputan, del circo ególatra que es la persecución afanosa, obsesiva del poder. Le apasiona el poder, le interesan las personas que ambicionan poder, las sigue con atención, las encuentra raras, fascinantes, autodestructivas, criaturas heridas que buscan de un modo intuitivo la redención mediante el afecto o la aprobación de los demás. Cuando era joven, quiso tener poder, lo soñó y en algún momento de la madurez pensó que debía arrojarse al abismo del poder, aun a riesgo de perder la vida y estropear el precario bienestar que conocía. Ahora solo le interesa mirar el poder y comentarlo, no ocuparlo, solo quiere hablar del poder, que tal vez termina siendo una manera de aspirar a un poder marginal, minúsculo, inofensivo, el poder del charlatán, el poder del predicador. Esto es lo que soy, piensa: un charlatán. Me gustaría ser divertido, ingenioso, ocurrente, pero no lo soy, soy solo un sujeto aburrido que mira el poder, habla del poder y termina hablando de un puñado de personajes envanecidos y ensimismados, anclados en el océano turbio del poder.
Hay veinte o treinta personas, no más, sentadas en unas sillas plegables, metálicas, que escuchan el discurso del charlatán. Entregándose al vértigo de la cháchara enjundiosa, el hombre cree oír el eco de la lluvia. Es viernes. Se pregunta por qué esas personas han salido de sus casas y manejado por la autopista para perder su tiempo de esa manera. Podrían estar mirándome por la televisión, y sin embargo elijen esto, esta forma pusilánime de entretenimiento, esta abulia, esta modorra. No es que yo sea entretenido, piensa, es que sus vidas son tan predecibles y exentas de diversión que les parece excitante venir a verme a la televisión, se dice a sí mismo, espiando esas caras, esas miradas cansadas, despobladas de entusiasmo. Y luego intenta de un modo fallido, desesperado, hacerlos reír, arrancar una risotada sincera del público, al menos una, que es algo, la ambición del humor, que lleva al hombre a decir las cosas más deslenguadas, desmesuradas, reñidas con la moderación y el buen gusto, pero las risas y la elegancia son empeños que le resultan aparentemente incompatibles.
Terminado el programa, atiende a las personas, las escucha, les dice algo amable, se retrata con ellas. Ya casi nadie pide una firma, ahora todos o casi todos quieren una foto. Cuando comenzó a salir en televisión, no existían los teléfonos móviles, era muy infrecuente que el público (así llama a las personas que lo miran y escuchan, no así a las que lo leen, esas personas son los lectores) fuese al estudio con una cámara fotográfica. Ahora son muy pocas las personas que salen a la calle sin la posibilidad de hacerse una foto con alguien, con un famoso, por ejemplo con ese hombre que es un escritor fracasado y un charlatán a sueldo, solo eso, una vida perdida en muchas carreras de corto aliento y escaso vuelo.
El hombre ha intentado meticulosamente ser un escritor de ficciones, un mentiroso profesional, pero ha fracasado. Sus libros no interesan, no se venden, se consideran literatura menor, subterránea, una cosa fallida, contaminada por la excesiva vanidad. No ha fracasado por haragán, ha sido persistente y tenaz en el ejercicio de su vocación, la de contar mentiras escritas, ha fallado porque no ha leído lo suficiente, no se ha entrenado leyendo para ser luego un escritor, ha perdido de vista ese dato crucial: para ser un buen escritor es preciso ser ante todo un buen lector, no basta con poseer una cierta pericia narrativa ni estar mirando todo el tiempo lo que ocurre en tu vida, no basta con eso, hay que aprender a contar historias leyéndolas, hay que aprehender palabras leyéndolas, hay que aprender de la vida leyendo, no necesariamente viviendo de una manera exagerada, inmoderada.
Todo lo que el hombre ha contado en sus novelas proviene de su propia vida, de su memoria, que acaso reinventa de un modo caprichoso lo que cree que ha vivido. Todo se origina en el río caudaloso que es la vida, nada es impostado, libresco, aprendido en una biblioteca. El hombre ha escrito numerosas veces su propia biografía turbulenta y pecaminosa y ahora predecible. Ya basta, piensa. Ya he contado mi vida suficientemente, tanto que ya no sé lo que he vivido. Pero debo seguir contando una historia, ¿y qué historia voy a contar, si prescindo por completo de lo que conozco, de lo que he vivido, de la galería de personajes tremendos y afiebrados que habitan mi familia? ¿Debo imitar a otros escritores tantas veces premiados, que ya no escriben sobre sus vidas sino sobre las vidas de unas personas notables que ahora están muertas y sobre las que entonces es prudente y acaso conveniente fabular? ¿O debo perseverar en el tono personal, confesional, impúdico, en el relato despiadado, a secas, de lo que he vivido?
El hombre se pregunta esas cosas en el auto, de regreso a su casa. A nadie le importa todo eso, piensa: mis primeras novelas despertaron algún interés, una cierta curiosidad morbosa, chismosa, ya luego me he repetido, he fatigado al lector, se han alejado juiciosamente de mí, por eso me gano la vida hablando zarandajas en televisión y no consigo llegar al paraíso que siempre soñé, el de ganar suficiente dinero con las cosas que escribo como para dejar de exhibirme en la televisión. No llegaré el paraíso, ya lo veo con claridad, no se me tiene como un escritor, se me recuerda, si acaso, como el charlatán de la televisión, el que dice naderías irreverentes, el que lo sacrifica todo en la búsqueda obsesiva del humor, de la risa, que es siempre más reconfortante que el aplauso, porque el aplauso se hace de un modo consciente, esforzado, cortés, y en cambio la risa, cuando es franca, proviene de una zona auténtica de la personalidad, o eso parece. El hombre piensa con serenidad, sin perder el aplomo: soy entonces un escritor fracasado que ha tratado de tener éxito como hablantín o comentarista o comediante ocasional y que, no nos engañemos, también ha fallado en esa ambición menor, mediocre. Soy un fracaso en toda la línea, continúa: como hombre, como padre de familia, como escritor y ahora, esta noche, este viernes que languidece, como charlatán. Lo que se origina en mí carece de interés, aburre, espanta a los jóvenes, concluye.
Todo esto lo ve con absoluta claridad, mientras limpia su rostro del maquillaje, pasando unos paños húmedos que quedan impregnados de un polvo rosado. Esto es lo que soy, un fracaso, se dice, mirándose en el espejo. Y sin embargo insisto, no me callo, sigo coleccionando palabras escritas y habladas, dejo constancia de mi existencia de esa manera meticulosa. El silencio es la muerte, el día que ya no hable ni escriba estaré muerto o muy cerca de morir, debo celebrar la vida buscando palabras a tientas, capturándolas, encapsulándolas, metiéndolas en la burbuja de mi vanidad.
Aunque tiene plena consciencia de su fracaso, se siente tranquilo, no se hace demasiados reproches, acepta su destino con la melancolía del perdedor, del que sabe que no se ha esforzado lo suficiente para obtener la recompensa deseada. Tengo lo que merezco, piensa. No tengo más lectores porque no los merezco y no los merezco porque no he sido un buen lector, concluye. Luego se sienta en la terraza, enciende las luces de la piscina y bebe un vino dulce de origen canadiense. A lo lejos siente el olor de las ratas muertas, envenenadas. Encuentra consuelo en el recuerdo del libro que en un momento volverá a leer y, sobre todo, en la mirada y el cuerpo de la mujer a la que ama. Besándola, diciéndole cosas inflamadas, entregándose a la pasión, consigue olvidar por un momento que todo en él es ahora la derrota, la decadencia, el triste final, la soledad del perdedor.
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PERU 21 AGOSTO 6, 2012

Mínimo bienestar

Lunes 06 de agosto del 2012 | 12:07
El hombre no quiere recibir a nadie en su casa ni hablar con nadie ni mucho menos atender a nadie, le da pereza
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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El hombre despierta, mira el reloj, baja a la cocina y toma cuatro pastillas: un antidepresivo, un estimulante para las erecciones, un compuesto químico para evitar la caída del pelo y una vitamina para fortalecer el crecimiento del pelo. Podemos deducir, mirando sus frascos de pastillas, viéndolo tragar las cápsulas de pie en la cocina, que tiene miedo de quedarse calvo e impotente. Puesto a elegir, prefiere renunciar a toda forma de vida sexual, preservando el pelo todavía frondoso que escamotea su incipiente calvicie. No quiere ser calvo, le parece una afrenta, un bochorno, y sin embargo sabe que va a eso, que genéticamente está condenado, lo ha visto en su padre, en sus abuelos, en sus tíos.
El hombre vive solo, no tiene ninguna ilusión de índole romántica, asocia las pasiones amorosas a los conflictos y la desolación, ha elegido una vida tranquila, replegada, alejada por completo de los escarceos sexuales y la intimidad erótica con otras personas. No por eso está resignado a volverse impotente. Le gusta sentir que, cuando se lo propone, todavía puede experimentar un breve momento de éxtasis sexual, aunque el asunto le resulta cada vez más arduo y trabajoso: racionalmente, está convencido de que no quiere tener relaciones sexuales con ninguna otra persona; fantasiosamente, necesita pensar en una persona imaginaria, irreal (una persona que no debe existir) para provocar el placer o para hacer creíble ese placer inducido. El hombre se queda pensando en esas cosas (no quiero tocar a nadie ni que me toquen, no quiero penetrar a nadie ni que me penetren) y decide que lo mejor es olvidarse del sexo, incluso del sexo consigo mismo, dado que esas fricciones plantean una cuestión áspera, chirriante, aparentemente contradictoria: ¿por qué debo pensar que enredo mi cuerpo con el de otra persona para obtener un goce físico que, no obstante, es solitario? De momento, el hombre cree que debería dejar de tomar las pastillas para espolear el vigor de las erecciones, no le ve sentido a eso.
Luego sale al jardín de su casa, se quita la ropa, queda en calzoncillos (procura no mirar el tamaño creciente de su barriga, piensa: qué me importa ser gordo si ya no aspiro a seducir a nadie) y se tiende en una tumbona a la sombra. Tiene a mano dos objetos: un libro y un aerosol. El libro le permite evadir la realidad y sumergirse en un mundo estimulante, excitante, lleno de posibilidades que azuzan su mente y sus fantasías. Leyéndolo, se siente embriagado como un alumno frente a un profesor sabio que no hace aspavientos de su sabiduría. El aerosol lo devuelve cada tanto a la realidad. Lo oprime y dispara un repelente para matar mosquitos. No está dispuesto a dejarse atacar por la voracidad de esos insectos tenaces. Al mismo tiempo que lee, espera con determinación e impaciencia al próximo mosquito que penetre en su campo visual. Apenas lo ve, dispara el repelente, lo hace caer y luego lo aplasta con una mano hasta tener la seguridad de que lo ha matado. El hombre se considera un lector atento pero, sobre todo, un cazador de mosquitos bien entrenado. Pasa un par de horas leyendo y matando mosquitos y no sabe cuál de esos dos pasatiempos le procura más placer.
En algún momento se cansa de leer y decide meterse al agua de la piscina. Está fría, es una sensación reconfortante. Se queda en silencio, sumergido hasta el cuello, mirando la estela de los aviones que surcan el cielo, aguardando la irrupción zumbona del próximo mosquito que, desavisado, se acercará a su muerte. De pronto algo se agita entre las ramas de las palmeras. Son ratas. El hombre las mira caminar por las hojas quebradizas. Las ratas se detienen, observan, no escapan, no dan señales de sentirse amenazadas. Tal vez saben que el hombre las observará sin arrojarles una piedra ni atacarlas en modo alguno. El hombre quisiera matarlas con un arma de fuego pero no posee un arma de fuego y aun si la poseyera seguramente sería incapaz de disparar con precisión y derribarlas, las ratas son rápidas, sigilosas, y el hombre es lento, predecible, por eso el hombre y las ratas se han acostumbrado a tolerarse a una cierta distancia, sin agredirse. Es la vida, piensa el hombre: siempre hay ratas, adonde vayas encontrarás una rata, aunque compres una gran casa y pretendas aislarte de todo lo malo, de pronto sentirás un ruido cercano, mirarás y será una rata y nadie tendrá la culpa, a nadie podrás reprochárselo, es la vida, hay ratas por todas partes, las ratas además no eligen ser ratas, es su destino, es lo que les ha tocado, ninguna rata elige ser rata pudiendo ser un águila o un tigre. El hombre descubre que está mirando a las ratas con una cierta compasión que lo alarma, pues le parece un señal más de su decadencia moral, física, intelectual. Cómo es posible que una rata me dé pena, se pregunta, y luego se zambulle y abre los ojos y ve sus pies cansados de tanto caminar por los aeropuertos.
El hombre sale del agua, se seca, queda desnudo, tiende el calzoncillo y da una mirada a los objetos que lo rodean: hay una mesa con seis sillas siempre vacías porque el hombre no quiere recibir a nadie en su casa ni hablar con nadie ni mucho menos atender a nadie, le da pereza, cree que el contacto con otras personas lo obliga a la simulación y la falsedad; hay una mesa de ping pong, le gustaría jugar con alguien, se lo ha propuesto al jardinero salvadoreño, pero el muchacho ha dicho que no sabe jugar ping pong y el hombre se ha quedado con las ganas, pensando en lo endiablados que son los chinos jugando al ping pong; hay un tablero de ajedrez con las piezas desplegadas, en pie, pero, de nuevo, ¿con quién podría jugar ajedrez ese hombre ermitaño, paranoico, ensimismado, que está convencido de que su mínimo bienestar le exige estar en silencio y a solas?
Todavía desnudo, entra en la casa, come algo al paso, sube al segundo piso, sale al balcón y se echa en una tumbona muy semejante a la que tiene abajo, en el jardín, frente a la piscina. Cae la tarde, es la hora del crepúsculo en esa isla, son las siete y media, todavía queda una hora de luz natural. El hombre tiene dos objetos a mano: un aerosol y un cronómetro. El aerosol lo usa cada tanto para aturdir y derribar mosquitos, no está dispuesto a someterse al capricho de esos insectos impertinentes, los detesta y sin embargo los echa de menos cuando se encuentra en otras ciudades, qué sensación estupenda es la de matar un mosquito en pleno vuelo, acertar el disparo, verlo caer, aplastarlo con la mano, piensa. El cronómetro lo usa para medir el tiempo que transcurre entre la aparición de un avión y otro, surcando el cielo naranja, lánguido, de la tarde que se repliega. En esos dos o tres minutos que pasan entre un avión y otro, el hombre comprueba que es discretamente feliz porque está allí, desnudo, tendido, holgazaneando, cultivando el hábito de la pereza, y no allá, arriba, en una de esas máquinas voladoras que lo alejarían del lugar en el que quiere estar: esa casa, en esa isla, rodeado de todos esos mosquitos a los que tiene que matar.
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PERU 21 JULIO 30. 2012

No todavía

Lunes 30 de julio del 2012 | 12:39
La última vez que estuve en Lima fue en enero del año pasado. Llegué de Buenos Aires, pasé una noche y seguí viaje a Miami, donde escribo estas líneas. Llevo año y medio sin ir a Lima ni al Perú en general y, como van las cosas, no me veo regresando todavía, ni siquiera de visita.
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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Todo lo que sé de Lima y del Perú en general es lo que leo en los periódicos peruanos. Antes, cuando me vine a vivir a Miami y luego me mudé a Washington, no conocía esa manera de informarme de los asuntos peruanos, no usaba el Internet, quizás ya existía pero yo lo percibía como un asunto minoritario, elitista, algo de muy alta tecnología que no había llegado a mi vida ensimismada. En aquellos años mi conocimiento de lo que ocurría en el Perú se fundaba en la lectura de la revista Caretas, que mi padre me hacía llegar por correo, y también en las noticias y los chismes que traían los viajeros que llegaban desde Lima y me animaban a volver. Desde abril de 1992, cuando me fui bruscamente del Perú, no he conseguido vivir de un modo tranquilo y sosegado, exento de turbulencias, en ese país, aunque tampoco he logrado alejarme por completo de él: no puedo contar un año, uno solo, en el que no haya visitado Lima desde que me fui, jurando no volver, hace más de veinte años. Mi condición en Lima ha sido, desde entonces, la de quien, no siendo un extranjero, se siente, sin embargo, alguien que ya no encaja, que no es parte de todo eso, alguien que está de paso y mira en cierto modo desde afuera, con ganas de irse más o menos pronto. Todos los años volvía a Lima y no una o dos veces sino todos los meses, cada dos o tres semanas, y luego todos los fines de semana, y mi casa en Lima era siempre un hotel, un hotel frente a este campo de golf o frente a este otro campo de golf, pero siempre un hotel, y cuando intenté comprar un departamento, me estafaron, perdí todo el dinero que pagué, y luego compré uno que ahora está vacío, deshabitado, y al que nadie quiere entrar, como si fuera una casa afantasmada, peligrosa, el segundo piso en el que dicen que penan. Tal vez este sea el primer año que no visito Lima desde que me alejé, jurando no volver, en 1992. Sigo intentando no volver, como si en esa terquedad o esa obstinación estuviera en juego lo que va quedando de mi dignidad, como si volver fuese una capitulación, una rendición moral. No sé por qué veo las cosas de esa manera, no sé por qué procuro tan visceralmente alejarme de Lima, no sé por qué asocio la vida en esa ciudad a una vida confortable y burguesa y sin embargo del todo inconveniente para el escritor que quiero ser, no sé por qué he vivido veinte años y poco más escapando del Perú y he convertido esa fuga asustadiza en un estilo de vida. No tiene mucho sentido, porque todos los días (y nadie me obliga a ello) leo cuatro periódicos escritos en el Perú y exhibidos digitalmente en la pantalla de mi computadora, cuatro periódicos que leo como si fueran partes de guerra, crónicas de un naufragio o un desastre. Podría leer un solo periódico pero insisto en leer cuatro y hasta cinco y a todos los columnistas posibles para saber qué está pasando allá donde no quiero estar. Si he elegido no vivir allí, ¿por qué sigo con tanta curiosidad y fascinación lo que ocurre en ese país? No lo sé, no tengo idea, solo sé que un día me parece incompleto o mal informado cuando no he leído la prensa peruana. También sé que, si me dijeran que estoy enfermo y voy a morir pronto (cosa que ya me han dicho y he elegido no creer), volvería a Lima a pasar mis últimos días, cerca de mi madre y los afectos extraviados, y trataría de visitar Los Cóndores, donde no poseo casa pero tengo casa imaginaria, la casa de mi infancia, la casa a la que vuelvo en sueños. No sé cuándo, si acaso, ocurrirá ese retorno a los paisajes de mi niñez y mi juventud, ahora siento que todavía no es el momento y por eso gano tiempo, voy aplazando una decisión que, me temo, ya está escrita y habrá de ocurrir, mal que me pese. Volveré a Lima, siempre vuelvo a Lima, todos los años vuelvo y luego salgo huyendo, veremos si este año terminan de pasar los días y sigo acá, en esta isla tranquila, lejos de Lima y de esa cosa afiebrada y efervescente y siempre traumática que llamo el Perú. Hace dos años quise volver a Lima, traté de instalarme en esa ciudad, me mudé con todas mis maletas estragadas, quemando mis naves en otras ciudades ajenas a la geografía peruana, y, es una pena pero así fueron las cosas, la tentativa resultó fallida, desastrosa, catastrófica, a duras penas pude vivir allí tres meses y luego sobrevino el caos, eso que suele originarse en aquella ciudad, según mi experiencia: el conflicto, la rivalidad enconada, las intrigas y las emboscadas y la chismografía sañuda, tantas conspiraciones como bocas susurrantes podamos contar, y, al final, la fuga, otra vez la fuga, el camino triste al aeropuerto, el regreso a la vida errante, a este señor de paso que soy hace veinte años y sigo siendo ahora, alguien que está afuera, lejos, en el exilio, y no quiere afincarse, echar raíces, no al menos allá, en la ciudad del polvo y la niebla, donde todo sería más fácil y, por eso mismo, donde no quiero estar, no debo estar. Lo que sobrevive en mi memoria y en mis emociones del Perú es lo que siempre fue el Perú para mí: la sonrisa de mi madre, el juego del fútbol, el mar enfermo, los acantilados, las curvas del malecón, las calles tranquilas, apacibles, el tiempo congelado, los mismos mozos, el mismo café, la sensación de que todo se agita y se revuelve para quedar tal como estaba antes del caos, ese paisaje plomizo, nunca quebrantado por una lluvia copiosa o una nevada o truenos y relámpagos, el cielo que no es cielo, las nubes que no son nubes, el sol escondido, agazapado, la promesa de un verano que nunca será, todo eso es Lima para mí y a esa ciudad terminaré volviendo, pero no ahora, no todavía.
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PERU 21 JULIO 23, 2012

Todas las vidas

Lunes 23 de julio del 2012 | 12:36
Una vida no es solamente una vida, son muchas vidas las que caben en una vida, o así lo veo ahora, a mis cuarenta y siete años, cuando miro atrás y recuerdo las vidas que he vivido y especialmente las que no he podido vivir y me hubiera gustado vivir.
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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La primera vida que recuerdo y que ahora está hecha de imágenes borrosas e imprecisas es la de un niño asustado, intimidado por los modales ásperos de su padre, protegido y al mismo tiempo reprimido por el celo religioso de su madre, un niño que vivía en una casa muy grande en las afueras de la ciudad y se aferraba al fútbol como la forma más placentera de evadir la realidad, un niño que jugaba al fútbol a solas, con su hermano, en los recreos del colegio, imaginariamente, en sueños, en los cuadernos donde dibujaba los goles de fantasía que soñaba convertir.
Esa primera vida, la del niño asustado, terminó, me parece, cuando mi madre, alarmada por mis repetidas fugas de la casa, me mandó a vivir con sus padres, mis abuelos, quienes, muy generosamente, me acogieron como si fuera su hijo, me dieron un cuarto y un baño, me instalaron en un mundo tranquilo de sentimientos afectuosos y risas frente al televisor y panes con azúcar y mantequilla y me salvaron de las aguas turbias en las que estaba ahogándome, primero en una casa de un barrio señorial, a pocas calles del colegio al que mi madre me había cambiado no tanto para estimular mi curiosidad intelectual sino para aguijonear mi ya menguante espíritu religioso, luego en una casa noble, de dos pisos, con balcón a la calle, donde mi abuelo y yo compartimos cigarrillos, tragos, largas charlas políticas y una común animosidad al dictador militar. Fueron años castos, académicos, felices, hechizado por los libros de historia y los discursos enjundiosos de un charlatán y las poses megalómanas de un divo de la canción, años de vanidad y candor, de pueril convicción en el poderío que sentía en mí.
Es probable que mi tercera vida se originase cuando, todo casi al mismo tiempo, descubrí con pavor que ese poderío estaba lleno de grietas y agujeros y humanas debilidades y abandoné los estudios y fui separado de una universidad de intenciones católicas y me hice adicto a ciertas drogas y comencé a viajar todos los meses a una ciudad tropical en la que me pagaban sin mezquindad por decir boberías, cháchara fina, zarandajas barrocas, un trabajo o una simulación que me permitió inaugurarme en la vida del trotamundos, del viajero inconstante, del que vive en hoteles y no se siente ya parte de ninguna ciudad, ese que va y viene, que nunca está del todo sobrio, que persigue su destino en la búsqueda incesante de distintos estados de ánimo, la euforia, la melancolía, la tristeza, el fuego autodestructivo, el que comienza a ensimismarse y comprende que lo que se dice en público para ganar dinero es una pose histriónica, un desplante que se justifica para conseguir luego los narcóticos que permitan fugar, escapar, viajar, llegar a ese lugar virgen, inexplorado, al que solo llegan los aventureros, los lunáticos, los conquistadores que no saben si el mar se termina de pronto y sin embargo navegan buscando las indias sin desmayar.
Recuerdo luego una vida más tranquila, en una ciudad muy fría, cerca de la universidad de los jesuitas, cuando, lejos de todos los que me recordaban el caos y sus miserias y mis oscuras apetencias concupiscentes, descubrí, no sin una cierta cuota de persistencia o terquedad por mi parte, que resultaba más conveniente evadir la realidad jugando con las palabras que con las drogas, y entonces, a edad prudente, dejé de azuzarme con hierbas y polvos y empecé a volar de una manera más ambiciosa y redentora y lo que al comienzo fue apenas una intuición, unas corazonada, la idea mínima de que conseguiría salvarme del naufragio enredándome con las palabras y evadiendo la realidad para sumergirme maravillado en el océano infinito de las mentiras y las exageraciones, se convirtió luego en una certeza, un destino, una apuesta redoblada, la vida del escritor, que me parecía una vida fantástica, insolente, superior estéticamente a cualquier otra trayectoria azarosa que pudiese imaginar, la vida del que vive a secas en la realidad pero sobre todo en esas otras vidas que va inventando, fabulando, abrasando y calcinando en la hoguera sagrada de lo que no fue pero pudo ser y se cuenta como si hubiera sido.
Puedo contar otras vidas: la del hablantín comedido que hacía preguntas circunspectas y permitía que su rostro se multiplicase a la vez en tantas ciudades que repetían la lengua de los conquistadores; la del padre y esposo torturado por la culpa religiosa y sus espinosas ramificaciones; la del viajero inconstante que pasaba horas insomnes en los aviones y procuraba alejarse un poco del caos para luego volver a él cada dos o tres semanas, esa vida quebrada en dos, partida por la mitad, nunca plena, insuficiente, una moderada dosis de armonía hasta aburrirse y luego viajar al centro mismo del desasosiego para revolverse y salir espantado, huyendo; y en medio de tantos reflectores encendidos y tantas cámaras con la luz roja que te advierte de los peligros de estar vivo y tantos aviones y tantos furtivos afanes amatorios, la vida del que, contra viento y marea, sigue braceando, nadando de noche, capturando una palabra y hundiéndola en las aguas negras, midiendo su respiración, sabiendo que si deja de mover los brazos y respirar, se hundirá y morirá ahogado, la vida extasiada y exhausta del que nada y sigue nadando en medio de un mar de noche sin saber si más allá habrá una isla, un peñón, tierra firme.
Y ahora, por fin, me encuentro viviendo una última vida improbable, la del que llega a la isla soñada y reposa y se tiende en la arena y mira la noche estrellada, del que ha llegado y está tranquilo y contento y respira profundamente el aire que viene del mar, esta vida sosegada y bienhechora que he encontrado al lado de una mujer que me ha dado a otra mujer, una vida en una isla en la sombra con dos mujeres que me sonríen y bailan a mi alrededor, la vida final, soñada, el lugar donde uno quisiera quedarse tranquilo pero lo cierto es que tal cosa no es posible, porque ahora, el que ha llegado y recuerda sus travesías, echa de menos la acelerada pulsión del que viaja, del que se echa a nadar de noche y sortea escollos, del que no se resigna con lo que ya tiene y quiere ir más allá, a un lugar desierto, virgen, inexplorado, y entonces decide que ninguna de las vidas que ha vivido es mejor que la que acaso está por vivir, esa vida paradisíaca que imagina al otro lado del mar, en otra isla aún mejor hecha de palabras y fantasías exuberantes a la que tendrá que llegar con las mujeres que ama y el recuerdo de las personas a las que amó.
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PERU 21 JULIO 16, 2012

La velocidad de la luz

Lunes 16 de julio del 2012 | 12:02
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Mirando las fotos de la fiesta, llego a algunas conclusiones: todos son muy delgados, todos se visten bien o gastan mucho dinero en ropa, todos parecen espléndidos y exitosos aunque no sabemos bien a qué se dedican ni quiénes son, el evento parece de una importancia capital en la cultura contemporánea pero no queda claro qué afán los reúne ni qué cosa es la que venden o promocionan, hay un señor con aire regio que dice yo soy la luz, ustedes son unos aburridos y están en las tinieblas, salgan de la oscuridad y vengan a mí, que soy la luz, y entonces muchos aspirantes a regios van como luciérnagas persiguiendo ese haz de luz, una presencia que, al mismo tiempo que las atrae, las enceguece y aturde y deja embobadas, dando vueltas alrededor de quien se ha declarado la luz. Pero ¿es la luz arte, cultura, inteligencia, sabiduría, o solo chisporroteo, histeria, frivolidad? Quien se ha proclamado la luz y ha desatado la fiesta y se ha instalado gozosamente en el centro mismo de la atención es, se nos dice, el ideal de la belleza, la belleza pura, absoluta, indiscutible. ¿Por qué la luz es la belleza? Porque se ha pasado la vida persiguiendo la belleza en el rostro de una mujer, en el cuerpo de una mujer. La luz define lo que es bello y lo que no es bello y por eso tantas criaturas gráciles y excitadas se esmeran por vestirse con sus mejores prendas para impresionar a la luz y sentir que él las aprueba, que son parte de la fiesta y están en el corazón de la moda, que son insuperablemente elegantes y atractivas. ¿Cómo definen la luz y sus portadores de linternas y las luciérnagas chocarreras lo que es bello, lo que es elegante, lo que es arte puro? De esta manera singular: la belleza está en la ropa, en la cara, en el cuerpo. Todos esos destellos y titileos y reverberaciones que provienen de la fiesta luminosa nos repiten de un modo obsesivo ese mensaje: eres el cuerpo que llevas, la cara que exhibes y, sobre todo, la ropa que te pones, lo demás no importa tanto, tienes que ser dramáticamente flaca, tanto que debes exponer a la vista pública tus costillas, y llevar ropa lujosa y llamativa, zapatos blancos por ejemplo, y sonreír, pero no con la boca cerrada sino, y esto parece crucial, con la boca muy abierta, todo lo que puedas abrirla. ¿Por qué no debes permitir que te hagan fotos con la boca cerrada? Porque los que sonríen con la boca cerrada son tontos, aburridos, amargados, rencorosos, no están pasándola bien, están sonriendo para cumplir con la foto y salir del apuro. No basta entonces con ser una persona en extremo delgada ni tener una cara bonita y acicalada ni exhibir ropa fina y de marca, todo eso puede resultar insuficiente si, a la hora de que te hacen la foto, no abres mucho la boca, como si quisieras beber agua de un coco, como si quisieras meterte en la boca una papaya o una sandía o un melón, como si quisieras mamar algo muy grande y jugoso. No todos han descubierto esa idea providencial, que hay que abrir mucho la boca cuando te hacen fotos, pero es algo que postulan la luz y sus discípulos, todos boquiabiertos, eufóricos, festivos, como si alguien estuviera haciéndoles cosquillas. ¿Por qué ríen tanto y tan escandalosamente? No lo sabemos bien, tal vez porque están instalados en la fiesta y nosotros, los que miramos todo eso perplejos, no, o porque esa mueca (que es una simulación, una impostura, una pose falsa) es, ante todo, una manera de comunicarnos que ellos son regios, divinos, fantásticos, y están divirtiéndose tanto que nosotros, los que miramos la fiesta desde afuera, deberíamos envidiarlos y querer ser como ellos, así de flacos, así de famosos, así de lindos y boquiabiertos. ¿Realmente nos conviene ser como ellos? ¿Debemos perseguir esa idea de la belleza? ¿Uno es lo que pesa, lo que viste, la sonrisa alocada que consigue tensar para la foto? El arte, lo que perdura, lo que es sabio y admirable, lo que mejora la condición humana, ¿puede reducirse a una prenda, un vestido, un rostro maquillado? Las personas pasan, las ropas se desgastan y agujerean, las caras lindas se estropean con el tiempo y ya nadie les hace más fotos, las modas pasan de moda, por eso lo que aspira a ser arte debería poseer la cualidad de ser original, auténtico, duradero, algo cuyo valor resista el paso del tiempo y mejore con el tiempo, algo que cien años después pueda ser apreciado y admirado por otros ojos sensibles y otros espíritus curiosos. Nunca un cuerpo será en sí mismo una obra de arte, los cuerpos se corrompen y desaparecen, nunca un artista definirá su valor por lo que viste o lo que pesa o por la ordinaria desnudez que nos sugiere, cuántos genios han sido gordos y se han vestido de cualquier manera desaliñada, nunca la cultura podrá durar lo que dure una fiesta ni quedar encerrada en una sonrisa calculada y boquiabierta. Al final la luz se apaga, la fiesta se termina, las luciérnagas caen exhaustas y abatidas, las bocas se cierran, ¿y qué es lo que queda de toda esa aspiración envanecida? Nada, no queda nada, solo quedan las fotos de una fiesta y la vanidad inflamada de los que cifran su destino en llamar la atención como nos llaman la atención los fuegos artificiales, esas luces fugaces que se encienden en el aire, despiertan murmullos de admiración y luego se apagan y son nada, apenas un resplandor, unos rayos trémulos, un centelleo y al final la noche, la oscuridad de la noche.
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PERU 21 JULIO 9, 2012

Lo que soy

Lunes 09 de julio del 2012 | 12:36
¿Qué soy? Un hombre ya mayor, fatigado, con dolor de espalda, con una barriga que tiende a crecer y una calvicie incipiente. ¿Soy peruano? Sí, nací en Lima, capital del Perú, viví en Lima la mitad de mi vida, tengo en alguno de mis cajones un pasaporte rojo que prueba que soy peruano.
Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
¿Soy completamente peruano? No, creo que no, he pasado los últimos veinte años viviendo fuera del Perú, tratando de alejarme del Perú, organizando mi vida en alguna ciudad distante de la geografía peruana, intentando construirme una identidad no-peruana. ¿Soy norteamericano? No, claro que no, aunque puedo decir con razonable orgullo que poseo la nacionalidad de los Estados Unidos, eso, por supuesto, no me hace norteamericano. ¿Soy americano? Me parece que es lo que vagamente soy: americano, nací en una ciudad de América (Lima) y he vivido en ciudades de América (Miami, Washington, Buenos Aires, Bogotá, Santo Domingo) y es en América donde quiero vivir el resto del tiempo. ¿Soy ex peruano? No, tal cosa no existe, soy peruano y, viva donde viva y hable en español o torpemente en inglés, seré siempre un peruano, un peruano culposo, renegado, un peruano que intenta no serlo del todo pero que, mal que le pese, lo es. ¿Soy católico? No, no creo en la religión católica ni en ninguna religión, fui católico y ahora me defino como un ex católico, me negué a confirmar mi fe católica en la adolescencia y desde entonces me sigo negando a participar de unas ceremonias religiosas en las que no creo. ¿Soy ateo? Me encantaría decir que sí, pero la culpa religiosa es pesada y mete miedo y por eso me acomoda mejor la palabra agnóstico. ¿Soy un escritor? Sí, los más grandes riesgos que he corrido han estado justificados por esa ambición, por esa manera envanecida de definirme, todos los puentes que he dinamitado y las naves que he quemado fueron actos de fe en mi destino como escritor. ¿Soy un buen escritor? No, claro que no, soy un escritor mediocre, todo lo que he publicado me parece prescindible y, sin embargo, para mí fue imprescindible escribirlo en aquel momento. ¿Soy periodista? No lo sé, creo que no, ya no sé en qué consiste ser periodista, yo leo los periódicos y me gusta salir en los periódicos y publico ciertas cosas periódicamente (una novela, una columna de opinión), pero el oficio de registrar los hechos y contarlos secamente y con neutralidad es de una naturaleza tal que me resulta aburrida, desabrida, pusilánime: se vive para tomar partido, para correr riesgos, para decir lo que uno piensa, no para leer las noticias que otros han escrito. ¿Soy heterosexual? No, nunca lo he sido, aunque cuando tenía doce o trece años tal vez me sentí heterosexual, pero a los quince años me quité la ropa frente a una mujer y supe avergonzado que no era heterosexual, desde entonces lo he sabido sin duda alguna o con alguna duda boba, pasajera. ¿Soy homosexual? He amado a un hombre, he tenido relaciones sexuales muy placenteras con hombres, la posibilidad erótica de un hombre está latente en mis fantasías, la promesa del placer es algo que a veces encuentro en el cuerpo de un hombre: si todo eso me hace homosexual (en parte o en todo), lo soy y a mucha honra. ¿Soy bisexual? Qué palabra tan angosta e imprecisa, qué manera inexacta e inconveniente de encerrar en una sola palabra el océano turbio de los deseos y sus corrientes submarinas, he amado a una mujer, ahora mismo amo a una mujer, he tenido sexo divertido y placentero con varias mujeres y, al mismo tiempo, lo mío con los hombres ha sido siempre una pasión desmesurada y no correspondida, una ilusión que no cede, una expectativa borrosa por estar con ella y con él, todo a la vez, y si esa manera de expresar mi sensibilidad erótica me hace bisexual, bien, me resigno, soy bisexual, aunque no me molesta en absoluto que me digan homosexual, solo ruego que nadie me tenga por heterosexual, esa es una certeza de la que huyo. ¿Soy padre? Sí, soy padre de tres hijas, dos de ellas están lejos, la menor todavía me ama. ¿Soy compadre? No, he declinado amablemente ciertas invitaciones a ser padrino y ha sido muy doloroso y espero que mi gesto se entienda como una expresión sincera de afecto y, a la vez, de educado repudio a cualquier forma de iniciación en una fe religiosa que considero tóxica y nociva para el bienestar personal. ¿Soy ahijado? Sí, fui bautizado, tuve padrinos, luego esas dos personas se sintieron disgustadas y comprensiblemente se apartaron de mí, decidieron renunciar al padrinazgo que les había sido impuesto. ¿Soy turista? Sí, yo miro las cosas con la curiosidad y el asombro un tanto pueril del que se maravilla con todo, incluso con aquello que ya había visto y sin embargo olvidé, me considero un turista dondequiera que esté, sobre todo cuando estoy en el país en que nací, donde las cosas nunca dejan de sorprenderme. ¿Soy feliz? No, ni quiero serlo, tengo la impresión de que la felicidad destruye o contamina cualquier posibilidad literaria y yo aspiro a escribir una buena novela y una buena novela es siempre un viaje a unas zonas oscuras, conflictivas, desgraciadas, reñidas estética y moralmente con eso que llaman la alegría. ¿Qué soy? Un hombre viejo, cansado, miope, con un dolor en la espalda, un mamífero en apariencia macho de la especie humana, un sujeto que habla el español, un individuo que golpea el teclado reuniendo letras luego palabras luego frases luego párrafos finalmente libros, un cuerpo vivo, tenso, sudoroso, una vida inútil, malgastada, un hombre que elige estar dormido, un error minúsculo entre miles de millones de errores, la vulgaridad y la pereza, la abulia y la apatía, un destino vacilante y ensimismado, una muerte segura, eso es lo que soy.
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PERU 21 JULIO 2, 2012

El amor y el terror

Lunes 02 de julio del 2012 | 12:32
Me aterra la posibilidad de ser padre una vez más. No soy un buen padre, eso está demostrado, he dejado pública constancia de ello, hay testigos.
Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly
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He provocado o propiciado tres embarazos que han llegado a buen término, a un final feliz, si la vida humana puede considerarse un final feliz. Dos de esos embarazos se originaron en una mujer a la que amé y ahora se encuentra enemistada conmigo. Esa enemistad ocurrió o fue inevitable cuando me enamoré de otra mujer y provoqué o propicié que quedara embarazada. Con esa mujer ahora estoy casado. Vivimos juntos. Somos padres de una niña. Todo está bien, no hay quejas por mi parte, solo puedo expresar amor y gratitud. Amo a esa mujer, amo a esa niña, amo por supuesto a mis hijas mayores, a las que no veo hace tiempo. Pero también, me parece, estoy empezando a quererme de un modo pueril, que es algo a lo que no estoy acostumbrado. Y por amor a lo que soy, a lo que va quedando de mí, no quiero tener más hijos, no quiero ser responsable de otro embarazo, ya estuvo bueno de tanta intensidad dramática, soy padre de tres hijas tres con dos mujeres dos y es suficiente, me rindo, tiro la toalla.
Antes me hacía ilusión ser padre de un niño. Tenía dos hijas y me había divorciado y me parecía que podía ser divertido tener un hijo. Jugué con la idea, le di vueltas, me propuse cumplir ese sueño narcisista. No quería tener un hijo para conveniencia de mi hijo sino para mi propia satisfacción. No advertía, y ahora lo veo con claridad, que a nadie podría convenirle ser mi hijo, llevar el baldón de ser mi hijo, tener marcado en la frente el estigma de mi nombre y apellido. De puro tonto y envanecido me dije que un hijo me educaría sentimentalmente, me enseñaría unos matices del amor que yo desconocía. Pero no era por el bien de mi hijo que yo quería tener un hijo, era por pura vanidad, por tener el cartón lleno, bingo. Sentía que me faltaba eso, tener un hijo, y estaba impaciente por tenerlo. No se me ocurría adoptarlo, quería que se originase en mis genes díscolos, revoltosos.
Curiosamente yo quería un hijo pero no estaba enamorado de una mujer. Quería un hijo y, a la vez, vivir solo y no renunciar a mi libertad. No parecía fácil alcanzar ambas cosas. La misma fuerza instintiva que me llevaba a querer un hijo me empujaba a la soledad. No quería vivir con nadie ni dormir con nadie ni atarme a nadie. Pero quería que un niño me llamase papá, no quería perderme eso y sentía que me quedaba poco tiempo.
En medio de tales urgencias reales o imaginarias me enamoré de una mujer muy joven, tan joven que parecía mi hija. Le propuse en privado y en público que tuviésemos un hijo. Le dije que quería tener un hijo con ella, no lo dudé, lo escribí en esta columna, lo dije en la televisión, le anuncié en mi programa que medio año después estaría embarazada de mí. Ella, comprensiblemente, opuso resistencia. No le seducía para nada la idea de perder tanta libertad dándome un hijo. En algún momento se enterneció y relajó sus prevenciones y vio con simpatía o sin hostilidad la idea de quedar embarazada de mí. A eso nos abocamos amorosa e irresponsablemente (todos los amores que me han asaltado han sido muy irresponsables, la idea de la responsabilidad parece reñida con la pasión). Cada noche que hacíamos el amor podía ser el origen de esa vida que tan tercamente yo estaba buscando. Ella quedó embarazada, no fue un embarazo accidental o no deseado, fue deliberado, fue deseado por ella y por mí, queríamos tener un hijo, yo al menos estaba convencido de que me convenía ser padre una vez más, ya no de una mujer, sino de un hombre.
Por lo visto no estaba en mi destino ser padre de un hombre. Eran dos las mujeres que decían ser mis hijas y ahora son tres, aunque la menor de ellas todavía no lo dice y sin embargo lo sabe o sabe que la amo, que es lo importante. Muy bien, aquí estamos. Dos matrimonios, ambos con mujeres (me hubiera gustado casarme con un hombre pero no me alcanzará el tiempo), tres hijas que yo sepa y si son más, de verdad lo ignoro y pido disculpas, pero no creo que sean más. ¿Podrían ser más de tres mis hijas? No lo creo, ya me habría enterado, de esas cosas uno se entera enseguida. Son tres hijas tres con dos mujeres dos y ningún hijo ninguno. ¿Quiero seguir buscando gallarda y virilmente a ese hijo que no me ha sido dado? No, ya no me hace ilusión. Si no ocurrió es porque no debía ocurrir, porque no convenía: lo que ocurre, conviene. No quiero provocar o propiciar ningún embarazo más. No quiero sustos, peleas, rupturas, amenazas y melodramas. No quiero ginecólogos, ecografías, epidurales, salas de parto. Ya viví todo eso, ya sé lo que es. Lo que ahora quiero es tranquilidad, una vida quieta, calmada, predecible, todo suave y de bajada, sin grandes sobresaltos.
Mi percepción de las cosas ha cambiado. No quiero que el acto del amor entrañe la más remota posibilidad de un embarazo. Si hacer el amor me pone en riesgo de ser padre una vez más, elijo no hacer el amor, elijo quedarme tranquilo y de brazos cruzados, mirando un partido de fútbol en la televisión. Me gustaría seguir haciendo el amor sin que esos encuentros me sometan al desasosiego de otro embarazo y sus impensadas ramificaciones. Ella se cuida, sí, pero ¿y si las prevenciones fallan? ¿Y si caemos en el margen de error estadístico? ¿Quiero que me diga que está embarazada nuevamente? No, ella no lo quiere, yo no lo quiero, estamos de acuerdo en eso. ¿Será posible hacer el amor desterrando por completo el riesgo de un embarazo? Debe de ser posible: una opción es que ella se cuide, otra es que yo me cuide, una tercera es que ambos nos cuidemos y una cuarta es que dejemos de hacer el amor de esa manera fantástica y sin embargo aterradora y nos hagamos mil pajas juntos.
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PERU 21 JUNIO 25, 2012

El centro de la felicidad

Lunes 25 de junio del 2012 | 12:36
Una idea mínima de la felicidad, o mejor digamos de la tranquilidad, me remite al ejercicio de la libertad.
Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
La primera libertad que reclamo para mí mismo y que no estoy dispuesto a negociar es la de dormir nueve horas consecutivas y despertar sin que nadie me interrumpa el sueño, de una manera tranquila y exenta de los traumas de una alarma o una criatura bulliciosa al lado o un odioso horario de trabajo. Yo no vivo para trabajar, vivo para dormir, esa es la primera y más urgente de mis obligaciones y todo lo que perturbe el sereno cumplimiento de dicha obligación será eliminado sin compasión de mi vida. Si cuidar el sueño de una manera tan intransigente me convierte en un haragán, eso soy a mucha honra. Pero estoy seguro de que mi capacidad de disfrutar de las horas en las que estoy despierto tiene una relación directa con la calidad de las horas que he dormido, y por eso no permito que nadie se entrometa con mis nueve horas en la cama, sedado, con tapones en los oídos, en un cuarto oscuro.
La segunda libertad que intento reivindicar es la de elegir cuidadosamente a las personas con las que hablo o comparto mi soledad. Los años me han educado en la noción de que hay personas que, sin esfuerzo alguno, te divierten o entretienen, mejoran tu vida, y hay otras que, seguramente sin advertirlo, te aburren, te hunden en conversaciones densas y envanecidas, intoxican con su cháchara idiota el aire que respiro. Hay personas que te hacen reír y otras que aburren, es tan simple como eso. Con la edad que tengo y con lo bien que la paso a solas, procuro reunirme únicamente con quienes no me obligan a ninguna simulación o impostura y mejoran, más allá de toda duda razonable, la vida que paso conmigo mismo, que, en lo que a mí respecta, es una vida fantástica, enormemente divertida, y no porque yo lo sea sino porque creo que he aprendido a buscar de una manera correcta ciertas formas de evasión de la realidad que renuevan mi fe en que estar vivo es una cosa buena, algo que, si uso bien mi libertad y elijo atinadamente, da placer. En ese punto, el de extremar la precaución a la hora de elegir a las personas que me acompañan, intento no ceder a las debilidades ni las servidumbres que dictan la familia, el honor, las costumbres, las expectativas de los demás. Si debo elegir entre mi tranquilidad o la de mi familia, elijo, con sano egoísmo, mi bienestar personal, aun a expensas de tales o cuales personas de la familia: si mi tranquilidad les provoca intranquilidad, es un defecto que deberían corregir cuanto antes, por su propio bien.
La tercera libertad que resulta capital para mi existencia es la de usar las pocas horas en las que estoy lúcido y a solas con un propósito que no sé si es noble pero que es obstinado, terco, indesmayable, y que tampoco estoy dispuesto a negociar: esa luz que ilumina el camino o esas aguas que creo ver a lo lejos en el desierto o el orden incierto que gobierna mi vida es la certeza de que estoy vivo para escribir. No es que quisiera ser un escritor, es que soy un escritor. Serlo, honrar ese juramento, aferrarse a esa tabla de salvación, cultivar celosamente ese estilo de vida es algo que, en mi caso, no se hace esporádicamente o por temporadas, es algo que se hace cada día, cada tarde quiero decir, cuando, sin que nadie me lo exija, pero imponiéndome yo mismo esa manera de entregar mi tiempo a una causa sin duda noble y acaso inútil, cierro la puerta, verifico que los teléfonos estén apagados o desconectados, me siento frente a la computadora y me digo de acá no me mueve nadie hasta que tenga escrito lo que debo escribir, que es algo que nunca sé bien qué cosa es, por supuesto, eso ya se verá en el camino. Del mismo modo que con las horas que dedico a dormir (que son, desde luego, más que las que uso para escribir), no permito que nadie interrumpa el tenso y delicado ejercicio de mi libertad. Si algo o alguien se interpone en el camino del escritor, deberá alejarse de mí o tendré que sortear yo mismo ese escollo y darle le espalda. Sé bien que muchas personas no me ven como un escritor. Poco importa. Lo que al final importa más es que yo mismo me aprecie como escritor, que no me falte el respeto, que no permita que ningún trabajo o aspiración menoscabe mis sueños literarios, el cabal cumplimiento de mi destino. Quien no me entiende como escritor simplemente no me entiende y no hay manera de que esa persona y yo tengamos una relación provechosa y duradera por mi parte. Es triste cuando esas personas provienen de mi propia familia y quieren que dedique mi vida a una causa que no es la mía, como la política o los negocios o, peor aun, la fe religiosa. Es triste principalmente para ellos porque se van a llevar una decepción, otra más.
Descontadas las horas del descanso y las que sirven al propósito de escribir, queda un tiempo, siempre escaso, en el que ya no me resulta tan fácil ejercitar plenamente la libertad, que es el tiempo dedicado a ganar dinero. De momento, y creo que por poco tiempo más, reservo unas horas cada día para dar vida a un programa de televisión. Elijo libremente ese trabajo aunque, no mentiré, preferiría no hacerlo y organizar toda mi vida alrededor del descanso y las palabras que escribo y los libros que me siento a leer y los muy pocos viajes que todavía me ilusionan. Tres horas de cada uno de mis días son dedicadas a la televisión, y no es una inversión que rinda pobres dividendos y tampoco diría que la paso mal. Aunque la decisión de trabajar en la televisión es libre y nadie me obliga a ello, las consecuencias que dicha decisión entraña recortan de un modo severo, y a veces reñido con el placer, mi libertad y ponen en entredicho la noción de reunirme con personas que mejoren mi soledad, pues muy a menudo me encuentro hablando con gente que parece irritante, inconveniente. Por eso advierto un conflicto creciente entre el escritor que vive en mí y el señor hablantín que sale hace años en la televisión. Me parece que el escritor, algo fatigado ya de los desafueros histriónicos, pide más respeto y quiere matar o cuando menos silenciar al bufón. Pero el bufón alega en su defensa: no me calles, yo gano más dinero que tú, también merezco un respeto, gracias a mí es que el escritor perezoso ha podido llevar una vida confortable en grado sumo.
Por último, está allí arriba, en lo más alto, como algo sagrado, la libertad de usar mi imaginación y mis fantasías y mi cuerpo desmejorado para obtener la recompensa secreta del erotismo, de esos contados minutos de incalculable goce y felicidad que entrego a la causa superior de sentirme vivo y hallar placer en el aire, en las caricias, los besos, las palabras que se susurran al oído con cierto aire de culpa o transgresión, en el acto redentor del amor o el sexo, que no siempre requiere, por supuesto, de otra persona, me bastan mis manos y mis delirios para inventarme todo el placer formidable y clandestino que a veces reclama el ejercicio a plenitud de mi libertad. En esto, creo que conviene aplicar un principio mínimo de supervivencia: primero hay que saber estar bien a solas, luego hay que buscar con cuidado la compañía que mejore la soledad. Solo conviene compartir el aire que respiras con una persona que mejora tu soledad, y esto, en mi caso, es verdadero cuando estoy comiendo, conversando, mirando las cosas pasar o, sobre todo, haciendo el amor.
Me siento libre cuando duermo, cuando escribo, cuando elijo contadamente a mis amistades, cuando salgo en televisión, cuando hago el amor con Silvia o conmigo mismo. Y me siento especialmente libre cuando me veo bailando frente a mi hija Zoe: esa es una forma de libertad que, siendo breve (no más de dos canciones), me instala con nitidez en el centro mismo de la felicidad.
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PERU 21 JUNIO 18, 2012

Suerte la mía

Lunes 18 de junio del 2012 | 12:36
Era diciembre de 1992. Yo vivía en Washington DC. Escribía rabiosamente una novela que sería publicada en la primavera española de 1994. Fue un invierno crudo, brutal.
Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
No quise ir a Lima a pasar las fiestas de fin de año. Me quedé solo en el apartamento de la calle 35 en Georgetown. Caía la nieve. Caminaba al supermercado, compraba comida en lata y regresaba a casa. El viento helado azotaba mi cara y la ponía colorada. Sonaba el teléfono, no contestaba, podía ser mi padre. Había decidido ser un escritor. Una gran llamarada ardía en mí, me abrasaba, me consumía. Todos mis recuerdos eran volcados a la hoguera crepitante de las palabras. Afuera estaba helado y aquí adentro era un incendio y no había cómo apagarlo y cada palabra era más leña al fuego que luego habría de quemarlo todo. Una noche sonó el teléfono. Era Sandra desde Lima. Me dijo que estaba embarazada. Me quedé helado. No me sentía preparado para ser padre. Sentía que nadie merecía ser mi hija, que esa tenía que ser una condena que debíamos evitar. La última noche de ese año tomé un vuelo a Miami y otro a Lima. Me emborraché en la última fila tomando champagne con una azafata en medio del avión vacío. La noche de fin de año es una buena noche para estar en un avión, lo descubrí aquella vez. Llegué a Lima, tomé un taxi y me encontré con Sandra en un hotel. Nos abrazamos, nos prometimos amor, el amanecer nos sorprendió en ese hotel, hablando de todo lo bueno que estaba por venir. En agosto de 1993 nació Camila en el hospital de la universidad de Georgetown, pasada la medianoche. Estuve allí, escuché su primer grito fantástico, fue un momento maravilloso, inolvidable. Más tarde, todavía de noche, volví caminando al apartamento. No quise hablar por teléfono con nadie, es una costumbre a la que todavía me aferro. Soy el padre de Camila Bayly, digo esto con orgullo. Está en mi memoria y en mi corazón, creo que son el mismo lugar. Todos los momentos con ella han sido inmensamente felices, no es algo que pueda expresarse bien con palabras. Me parece que ella sabe o recuerda cuánto la he amado y la amaré siempre, aunque ahora estemos alejados.
DOS
Era diciembre de 1994. Me había quedado sin dinero. Había gastado todos mis ahorros en el empeño obstinado de escribir ficciones. Sandra se había graduado de la universidad. Mi novela había sido publicada. Sin más dinero, derrotado por las circunstancias, volví a Lima y me resigné a salir en la televisión una corta temporada. Alquilé un apartamento, sabía que no quería quedarme a vivir allí, solo unos pocos meses en los que juntaría algo de plata para luego irme a seguir escribiendo alguna cosa virulenta, encendida, visceral. Lo que yo quería era escribir y solo escribir pero eso por lo visto no dejaba dinero y entonces terminé rindiéndome y volviendo a la televisión. Una tarde Sandra vino a verme y me dijo que estaba embarazada. Fue un momento conmovedor. Camila ya me había educado en el amor. No podía oponerme a una vida surgida de mi encuentro feliz con Sandra. La apoyé con entusiasmo. Le pedí que no desmayase, que tuviera fuerzas para traer esa vida al mundo. La convencí para irnos de Lima. Antes de las fiestas de fin de año, me mudé a Miami. Conseguí un trabajo en la televisión, alquilé un apartamento con vista al mar, compré una camioneta blanca (ahora me sorprende ese color, pero la vida es así, uno va cambiando de colores) y esperé a Sandra y Camila, que llegaron una madrugada de enero. Qué valiente y arriesgada fue Sandra, qué grandes gestos de amor tuvo conmigo. En junio de 1995 nació Paola en el hospital Mercy de Miami. No pude estar en la sala de partos, todavía me siento mal por eso. El médico nos dijo que faltaban horas para el parto, que Paola nacería por la noche. Le pregunté si estaba seguro, me dijo que sí, que tenía tiempo de ir a Key Biscayne, dejar a Camila en la casa, al cuidado de una nana, y volver al hospital. Eso hice. Manejé a toda prisa como un demente. Llamé una y otra vez a la mujer que debía venir a cuidar a Camila. No contestó. Nunca llegó. De pronto sonó el teléfono y Sandra me dijo tranquilamente ya nació. Conocí a Paola Bayly esa tarde, cuando por fin pude llegar al hospital, luego de estar a punto de chocar y matarme a la salida de Key Biscayne. Soy el padre de Paola Bayly, digo esto con orgullo, ha sido una gran felicidad para mí. Espero que la alegría de mirarla, escucharla, celebrarla y abrazarla se renueve pronto, extraño desesperadamente su sonrisa.
TRES
Era agosto de 2010. Me había mudado a Lima con la intención de quedarme a vivir al menos un año en esa ciudad, sin subirme a un solo avión, realmente convencido de que eso era lo que me convenía, harto de viajar cada cuatro o cinco días, el cuerpo me pedía parar. También quería tener un hijo y así lo escribía cada tanto y lo publicaba en esta columna en el periódico. Quería tener un hijo y quería tenerlo con Silvia porque me había enamorado de ella desde que la conocí en octubre de 2007 y empezamos a acostarnos en marzo de 2008 (la primera vez que hicimos el amor fue en el hotel Country de San Isidro, donde había querido suicidarme en 1986). Se lo dije a Silvia, se lo advertí, lo dije en la televisión, le dije quiero tener un hijo contigo, pero alguna gente pensó que estaba bromeando. Silvia sabía que no estaba bromeando, ella sabía que estaba mal de la cabeza y que me parecía urgente tener un hijo con ella. Pudo ocurrir el 2009 pero no era el destino, no ocurrió, me entristeció. Finalmente, y deseándolo mucho por mi parte, Silvia, venciendo sus comprensibles resistencias, me dijo que estaba embarazada. No tuvimos miedo. Ella era muy joven, no había cumplido veintidós años, y sin embargo se dejó turbar por el amor, se entregó a una pasión tremenda y peligrosa y quiso darme el hijo que yo tanto le pedía. Qué mujer tan loca, admirable y genial esta Silvia de los cojones, que acá me tiene rendido por ella. No fue un embarazo accidental, yo lo quise y la convencí y ella abrazó la aventura conmigo y saltó al aire sin saber si se abriría el paracaídas. Por eso la amo tanto, porque ella, con apenas veintiún años, se dio cuenta de que nos convenía crear una vida inspirada en el amor, sellar nuestro encuentro de una manera definitiva y propiciar algo que fuese inmensamente superior a nosotros. No fue un hijo, menos mal, tanto mejor. Fue una hija, ya no quiero tener un hijo, ahora me parece que esa cuestión es menor, irrelevante. Lo urgente era reunir mi pasión por Silvia en una vida llena de amor y esa vida se apareció entre nosotros en marzo de 2011 en el hospital Mercy de Miami. Soy el padre de Zoe Bayly, digo esto con orgullo, devastado por el amor que siento por ella. Todos los días con ella han sido días completos, felices, y los pocos días que me he alejado de ella han sido días raros, incompletos, y por eso no quiero irme a ninguna parte, quiero estar cerca de ella para mirarla, abrazarla si me deja, ver cómo descubre el mundo y contemplar embobado cómo ella y Silvia bailan de una manera liviana, risueña, feliz. Zoe, mi amor, espero que nuestra pasión no se interrumpa, intentaré hacer mejor las cosas para no defraudarte como terminé decepcionando a Camila y Paola. A esto hemos llegado y es un momento feliz porque estoy con Silvia y Zoe y es lo que he elegido y no me arrepiento un segundo y es, al mismo tiempo, una circunstancia triste porque mi amor por Silvia y Zoe me ha alejado de Camila y Paola, pero me digo que es solo por un tiempo y que ya pronto todos haremos las paces y prevalecerá el amor, que es la fuerza superior, luminosa, que dio origen a Camila, a Paola y a Zoe. Todo el aire que he respirado, todos los pasos que dado, todas las noches que no he dormido, todas las palabras que he pronunciado y rumiado y fabulado, todo lo que ahora recuerdo ha sido escalar una montaña por el lado más peligroso, al borde del abismo, para llegar a Camila y luego a Paola y finalmente a Zoe. Lo demás me parece una cosa menor, irrelevante: soy el padre de Camila Bayly, de Paola Bayly y de Zoe Bayly, digo esto con orgullo. Mi destino era conocerlas, admirarlas, amarlas. Mi vida tenía que ocurrir para que ellas fuesen ellas, qué suerte la mía.
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PERU 21 JUNIO 4, 2012

En casa

Lunes 04 de junio del 2012 | 12:08
No sé cuántas veces he venido a Nueva York. No lo recuerdo exactamente. No recuerdo nada exactamente. Todo se confunde y disuelve en mi memoria.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
No ha sido fácil llegar esta vez. Ya no quiero subirme a otro avión. Me abruma salir de casa, viajar, dormir en un hotel, alejarme de mi hija menor. Pero acá estoy, he llegado.
En el aeropuerto pasé por una máquina y se activó la alarma. Todavía no sé por qué se activó. Miradas de reprobación cayeron sobre mí. Dos hombres uniformados me detuvieron y llevaron a un cuarto cerrado. Me encontraba consternado, no entendía nada, pensé que me habían detenido por vestirme con tanta ropa, eso suele despertar sospechas en los aeropuertos.
A solas con un oficial vestido con pantalón azul y camisa celeste, fui informado de que sería sometido a una revisión que incluiría mis partes sensitivas o sensibles (esto se me dijo en inglés). Aprobé tal procedimiento con menos entusiasmo que curiosidad. Luego el policía o aspirante a policía me auscultó con sus gruesas manos de un modo que zarandeó y lastimó mis testículos. Nunca un hombre me había tocado de esa manera. No pude decirle nada, guardé prudente silencio.
El oficial no tenía cómo saber que tengo un testículo herido. Yo lo había olvidado al llegar al aeropuerto, pero cuando me inspeccionaron de ese modo tan virulento y patriótico la entrepierna, unas manos enguantadas revolviendo mis partes privadas, buscando una bomba, me dolió, recordé la herida. Como todas las heridas que aún me duelen, me la hice yo mismo, depilándome la otra noche con una tijera. Sin quererlo ni saberlo, el vigilante o custodio del aeropuerto me estrujó malamente el huevo roto y lo hizo sangrar.
Frustrado porque no había encontrado nada malo o ilegal, salvo mis cojones inflamados, el señor de uniforme abrió mi pequeña maleta rodante y echó todo al piso (o se le cayeron las cosas, pero a mí me pareció que las había querido tirar) y luego examinó con un gesto de asco o repugnancia las menudencias que llevaba. Tampoco había nada ilegal en mi maleta, de manera que me dejaron ir, aunque antes me pidieron que firmara un cuadernillo. Lo firmé con mucho gusto, como si fuera un autógrafo, y me despedí educada y agradecidamente, tal como me enseñó mi mamá. Hacía tiempo que un hombre no se interesaba por tocar mis partes, y esto es algo ahora que aprecio y atesoro.
Luego vino un breve momento de placer en un café del aeropuerto en el que me abandoné a tragar sin pena ni culpa y a sabiendas de que en el avión no habría nada de comer ni beber porque en estos vuelos domésticos a Nueva York no sirven ni agua cuando viajas en clase económica.
Me hizo bien viajar en clase económica. Rebajó unas horas mi vanidad, puso en entredicho la pasión que siento por mí mismo, me recordó que ya no soy el que era y que he entrado en fase de decadencia terminal. Antes me hubiera negado a viajar si, por razones de ahorro o avaricia por mi parte, la travesía tenía que ser en económica. Ahora me pareció lo normal, lo razonable, lo aconsejable. Y me hizo bien, me educó en la humildad, me recordó que solo soy un fatigado animal más de la especie, como los demás mamíferos que, apiñados, ensimismados, impacientes por salir de allí, viajaban conmigo en esa máquina voladora.
Fila veinte, asiento al lado del pasillo, un señor cargando un minúsculo perro sentado exactamente en el asiento delante de mí, otro señor cargando una niña sentado exactamente en el asiento detrás de mí. Pensé: esto promete ser de terror. No fue tan terrible. El perrito se mantuvo en silencio todo el vuelo, notable. La niña no dejó de llorar a gritos, comprensible.
A mi lado, una señora me observaba discretamente, en silencio, espiando las cosas que yo leía y escribía. Era muy educada y a ratos dormía o dormitaba y roncaba y me enternecía pues no parecía estar molesta porque le había tocado sentarse en el asiento del medio, que es el peor. Ya cuando el avión bajaba, me dijo de una manera dulce y comedida que era peruana y me contó algunas cosas de su vida y me pidió consejos sentimentales y yo por supuesto no me abstuve, abstenerme nunca ha sido lo mío.
En los peores momentos del viaje me aferré a la certeza o la esperanza de que esos contratiempos serían pronto olvidados cuando estuviera por fin en Nueva York con Silvia. Así fue. Saliendo del aeropuerto, en el taxi, recordé algunos momentos felices o desdichados o ridículos que me parece haber vivido en esta ciudad. El conductor paquistaní me hablaba y yo asentía y acompañaba de un modo renuente la conversación que él forzaba con cierta tosquedad, pero mi mente divagaba y se extraviaba en el laberinto de los recuerdos infinitos que tienden a difuminarse y borrarse: cuándo vine por primera vez, qué año me peleé con ella y perdí el pasaporte y volví en tren, cómo y por qué terminé en el bar de ese hotel esperando a un presidente envanecido que me desairó, las fiestas y el sabor del éxito y los tiempos de esplendor, los paseos por el parque, los amores fugaces, el tejano, la alemana, todas las películas en sesión de matiné, los hoteles en los que he dormido, este hotel que no conocía y en el que ahora escribo y tal vez dormiré, la inquietante sensación de que he venido a despedirme de Nueva York.
A medianoche salí a caminar con Silvia por la calle Amsterdam. Había luna llena. Comimos enrollados japoneses mientras escuchábamos el ardor de una pareja que hablaba majaderías de política. Más tarde comimos una deliciosa tarta de hongos observando a una pareja de mujeres que se decían cosas suaves y delicadas mirándose con notable intensidad a los ojos. No teníamos hambre ni sed y sin embargo seguíamos entrando a un café y a otro y pedíamos un helado y un té para tener un pretexto decoroso de sentarnos, reposar y hacer lo que más nos gusta cuando venimos a esta ciudad: mirar a la gente. Lo que define o distingue a una ciudad es su gente y acá hay mucha gente que me parece loca y por eso siento que estoy en casa y veo que Silvia también se siente en casa.

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