TONTOS

PERU 21 MAYO 28, 2012

Tontos

Lunes 28 de mayo del 2012 | 01:32
Mi padre era uno de seis hermanos. Eran cinco hombres y una mujer, mi padre el mayor de todos. De los seis, mi padre, que en paz descanse, tenía fama de ser el tonto de la familia.
Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR
Mi padre era uno de seis hermanos. Eran cinco hombres y una mujer, mi padre el mayor de todos. De los seis, mi padre, que en paz descanse, tenía fama de ser el tonto de la familia. Se burlaban de él, no se lo decían en su cara, pero era evidente para mí en las pocas reuniones familiares a las que asistía de niño: sus cuatro hermanos y su hermana eran todos más listos, más guapos y más ganadores que él, y así se sentían y, sobre todo, se lo hacían sentir. Mi padre era el tonto, el perdedor, el que era despedido de un trabajo y de otro y de otro más, el que no paraba de tener hijos todos los años. Sus cuatro hermanos tenían nombres suaves en inglés, eran muy atildados, muy viajados, muy proclives al humor y la ironía fina; su hermana poseía un aire regio, nobiliario, levemente ausente, como si estuviera caminando sobre nubes. Mi padre era el tonto de la familia y así lo miraban y trataban y en cierto modo lo evitaban, pues solo lo veían cuando era inevitable, en navidades por ejemplo, y nadie esperaba nada bueno de él, y él tampoco, claro.
No fue mi padre el primero en morirse de esa familia de seis hermanos. Sorprendente e injustamente, el más guapo y encantador de los cinco hermanos, un seductor natural, un hombre brillante, banquero, playboy sin advertirlo o disimulándolo, una sonrisa fantástica que irradiaba magnetismo puro, enfermó a una edad temprana y murió poco después. Dejó una hija preciosa y un hijo guapísimo, ambos de revista, de portada, y el recuerdo agradecido de las mujeres que lo amaron y de quienes lo conocimos. Bastante tiempo después, mi padre enfermó y murió. En sus funerales saludé a su hermana y sus tres hermanos, todos muy elegantes y comedidos. No he vuelto a verlos. Los echo de menos, por supuesto, en particular a uno de ellos, que me saludó con singular afecto en el cementerio y que, muy injustamente, tiene ahora una cierta fama de perdedor, tal vez porque ha hecho menos dinero que sus hermanos, como si el éxito pudiera medirse solo por el dinero que, limpia o tramposamente, uno atesora. Muy probablemente, no volveré a verlos. Sé de un modo incierto que la señora regia sigue levitando con natural elegancia entre los suyos, que el viajero de los pañuelos de seda pinta como pintaba su padre, que el banquero astuto multiplica sagazmente su fortuna (no le guardo rencores por oponerse de un modo airado a mí, asociándome a las catástrofes) y que el gimnasta viudo prefiere la cercanía del mar y fue descrito por mi madre como “un fracasado”. No lo es, por cierto, y a es él a quien quisiera ver para que me cuente su vida o lo que melancólicamente recuerda de ella.
Mi madre es una de nueve hermanos. Viven ocho, uno ha muerto, el más rico de todos, el navegante, el minero, el amante solitario. Le sobreviven ocho hermanos: cuatro hombres, cuatro mujeres. De los nueve hermanos, el que está muerto tenía fama de ser el más inteligente y mi madre tenía fama de ser la más tonta o la más cándida o la más ingenua, por algo le decían La Beatita. De los ocho hermanos que aún viven, es probable que mi madre siga siendo la más tonta o la menos aventajada intelectualmente: sus tres hermanas son muy listas, mucho más rápidas que ella para el dinero y el prestigio social y las fiestas y el ascenso perfumado a la montaña de los ricos y famosos, y sus cuatro hermanos son, claro, notoriamente menos inteligentes que el millonario muerto, aunque parecería que más despiertos o avivados o pícaros que la santa de mi madre: uno, que ya debe de estar muy viejo, se distinguía porque le gustaba jugar al fútbol en un club de playa, otro se ha pasado la vida tratando de hacer la revolución y fastidiando de un modo obstinado con la cosa política, otro parece un árbol añoso y encorvado y también tuvo su momento político y fue alcalde y quiso ser ministro o algo así, y el menor de todos no se sabe bien a qué se dedica o se ha dedicado, creo que a correr olas y, en general, a buscar la rumorosa proximidad del mar y escapar del trabajo en cualquiera de sus formas ruines. Es muy evidente para mí que de los nueve hermanos mi madre es la más tonta y la más noble y buena y también la más laboriosa en los arduos asuntos de la moral, Dios la bendiga y la tenga en conserva. Pero tan tonta tampoco es, porque cuando su hermano el millonario terminó de morirse, quienes heredaron su fortuna fueron mi madre y dos de sus hermanas, y a los demás no les dieron ni naranjas (y a mí, ni limones). ¿Por qué el más inteligente y acaudalado de los nueve hermanos eligió a sus dos hermanas listas y chismosas y a su hermana la beata y se olvidó rencorosamente de los demás? No lo sé. Es lo que ocurrió y me limito a contarlo. Pero parecía improbable que el más inteligente de los nueve hermanos, el que está muerto, compartiera una parte nada desdeñable de su fortuna con mi madre, de quien solía burlarse como se burlaban de mi padre sus hermanos ricos y espléndidos y tan viajados y bien vestidos.
Soy entonces el hijo del más tonto de seis hermanos y de la más tonta de nueve hermanos. Soy uno de diez hermanos. No sé si tengo fama entre mis nueve hermanos de ser el más tonto, probablemente sí, solo que no me lo dicen porque les da pena decirme la verdad y además prefieren evitarme como los hermanos ganadores de mi padre evitaban a mi padre y las hermanas ricas y emplumadas de mi madre evitaban a mi madre (hasta que heredó, lo que de pronto la hizo tanto más encantadora).
Fríamente, no sé quién es el más tonto de los diez hermanos que somos, puede que sea yo. Mis hermanas son con seguridad más inteligentes que yo: una es poeta y vive en el mar y posee una sabiduría quieta y taciturna, y la otra es listísima y es mi amiga chispeante y ocurrente desde niños y confío en ella más que en mí mismo. Mis hermanas, entonces, me sobrepasan largamente en inteligencia, no cabe duda de ello.
Luego están mis siete hermanos: bien mirados, ninguno me parece más tonto que yo, todos, uno a uno, son más listos y aventajados y emprendedores y respetados por sus logros, méritos y pujanzas: uno es atleta, no para de correr maratones y tiene asiento en este directorio y en este otro (yo no corro ni dirijo nada); otro es ingeniero y tenista y es muy querido y sabe prodigar su afecto entre quienes ya no me quieren, qué alivio; hay uno que es simpatiquísimo, el animador de todas las fiestas, un tipo encantador que sabe vivir la buena vida (me recuerda, por su simpatía natural, al hermano muerto de mi padre, uno de esos hombres que imponen su presencia en cualquier lado) y que tiene casa en la ciudad, en la playa y en el campo; y luego recuerdo a un hermano que tenía fama de loco o tontorrón o todo el tiempo medicado y ahora tiene fama de millonario y soltero codiciado y sale en las revistas de papel cuché y va de discoteca en bar y viste como un dandy y cambia de auto cada medio año. De momento, esos cuatro hermanos, está claro, tienen un éxito que me es esquivo, han hecho carrera, son profesionales, están muy consolidados, me superan en todo, en sus cuentas bancarias, en su normalidad familiar y en su reputación intachable.
Luego están los menores: uno es ejecutivo, gerente, corredor, nadador; otro es arquitecto, escritor, fotógrafo, conquistador; y el menor es abogado, banquero, viajero infatigable, ganador en toda la línea, el que será presidente y así se lo he dicho: los tres, no cabe duda, son más inteligentes que yo, y eso se nota en la manera organizada y correcta como gobiernan sus vidas admirables.
Yo soy el loco de los diez hermanos, el loco suicida, el loco drogadicto, el loco escandaloso, el loco bisexual, el que quiere ser presidente, el que tiene hijas y amantes tontos y despechados y ex esposas dignas y abandonadas. Yo soy la mancha, la vergüenza, el pecado. No diría que soy necesariamente el más tonto de los diez, pero sí el que más tonta y alocadamente ha malgastado su vida.
Muy bien, a eso hemos llegado: creo que mi padre era el más tonto de los seis hermanos, creo que mi madre es la más tonta de los nueve hermanos, creo que yo soy el más tonto de los diez hermanos. Al considerarme el más tonto de mis hermanos, siento que estoy siendo un buen hijo de mi padre y mi madre y que estoy honrando una noble tradición familiar.
Por un momento pareció que el éxito podía estar en mis cartas, contrariando el mandato genético, pero ese malentendido ha sido superado y los de mi familia, ya bien informados, ahora me tienen afectuosamente como el loquito, el tonto, el majadero, el hablantín, el perdedor, tal era mi destino y no me quejo.
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PERU 21 MAYO 21, 2012

Tu lengua y la mía

Lunes 21 de mayo del 2012 | 02:34

Cuando he tenido un día tan bueno como el que ahora termina, siento que debo agradecérselo a alguien, no sé a quién, pero a alguien.

Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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Podría agradecérselo a Dios. El problema es que no creo en Dios en los días buenos, solo me acuerdo de Dios en los días malos, muy malos, cuando siento que me voy a desmayar, como me pasó el domingo en el restaurante con mi madre, el miércoles antes del programa y el viernes, después de tomar una pastilla indebida: en esos casos, cuando pienso que me voy a desplomar en público, o peor aún cuando temo que voy a morir en televisión, en vivo y en directo (murió en vivo), le pido a Dios que me dé fuerzas para seguir en pie y llegar a mi cama al final del día y extraviarme en las brumas de la noche.
Podría agradecérselo a María y a Hilda, las nobles mujeres que cuidan a mi hija menor, pero ellas ahora están durmiendo y con seguridad no leen estas cosas, ellas no pierden el tiempo, son mujeres hacendosas, hechas para el trabajo, no para la contemplación y la duda esparcidas, que son mis campos de acción preferidos.
Podría agradecérselo a Silvia, mi mujer, qué raro me siento cuando escribo eso: mi mujer, siento que estoy mintiendo, que estoy exagerando, que la mujer de la casa soy yo, siempre yo, y que ella es mi hombre, mi amigo, en ocasiones mi amiga y a veces, muy sutilmente, también mi amante. Se lo he agradecido hace un momento en su cuarto, en su cama, le he dicho que ha sido un día de una felicidad muy tranquila, que hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien y no dormía una siesta tan profunda y reparadora y no disfrutaba tanto de la comida, del agua, del silencio de esta isla, de no ver a nadie, se lo he dicho y ella se ha ido luego a caminar a esas horas raras en las que nadie sale a caminar, salvo ella.
Podría agradecérselo a Zoe, mi hija, seguramente es a ella a quien le debo este bienestar, este buen momento de salud, esta desusada sensación de estar en el lugar correcto, con las personas apropiadas, y no querer irme a ningún lado ni estar con nadie más y aceptar serenamente y sin culpas ni reproches que lo que pasó tenía que pasar y que esto que está pasando es sin duda lo mejor de todo y que, perdón por el optimismo, los días más felices son los que están por venir y acaso no habrá más testigos que yo mismo, y quizás Silvia y Zoe, de esa felicidad que ahora me imagino y creo cierta, segura, que creo merecer a pesar de que no me educaron de niño en eso, en sentir que uno se merece lo mejor, todo lo mejor.
Es un día muy feliz, lo ha sido desde que desperté, lo es ahora mismo, pero, por supuesto, no sé cómo será mañana, y cuando he tenido un día muy feliz como el que ahora termina, presiento que mañana ya no será todo tan propicio como lo ha sido hoy, y que entonces me vendrán los temblores, los mareos, la debilidad, la fatiga de arrastrar este cuerpo, estos recuerdos, esta biografía revoltosa, insolente.
No sé cómo será mañana, solo sé que ahora todo está bien y que es menester agradecérselo a quienes, con paciencia y sabiduría, diseñaron químicamente las pastillas que, desde anoche en que me rendí y volví a tomarlas, calman mis nervios, afinan mi sensibilidad, disuelven y acallan a los enemigos que se agazapan en mis entrañas y rescatan lo mejor de mí.
He tratado una semana entera de ser un hombre saludable, que duerme sin ayuda de las pastillas, que no recurre a ningún producto farmacéutico para mejorar su estado de ánimo, que encuentra en su propio organismo las reservas de su bienestar y su esplendor. He tratado siete días consecutivos de ser un hombre sobrio, saludable, emancipado de los narcóticos. Dios sabe que he fracasado. Dios sabe que lo he intentado con coraje y bravura y que han sido días imposibles, días en los que me encontraba sentado en un lugar y sin embargo estaba ausente, ido, apaleado, tratando de que mi cabeza no se cayera del cuello.
Pero ahora estoy bien y quiero agradecérselo a alguien porque todavía tengo el recuerdo del lunes, el miércoles y el viernes, días en los que sentí que me moría y recé con miedo no a la muerte sino a caerme al suelo en medio de la gente y protagonizar un momento de bochorno, miedo a vomitar y colapsar en pleno programa, y por eso pedía un café y otro más y respiraba ahogándome, con dificultad.
Agradezco esta felicidad primeramente a Silvia por escucharme anoche y encontrar las pastillas que se me habían perdido y por darme amorosa y sabiamente las cápsulas que necesitaba para descansar y volver a estar bien. Qué me haría sin ti, amor, y no me refiero solo a Silvia, me refiero también al Remerón, a ti, mi amada Mirtazapina. Qué me haría sin mi Dormonid, mi Ambien, mi Prozac, mi Remerón, qué me haría sin todas esas pastillas que han restaurado el sosiego que torpemente había interrumpido por querer ser un hombre sano. No soy un hombre sano, o cuando estoy sano me siento miserable, aporreado, infeliz, y por eso no me conviene estar sano, me conviene drogarme, aceptar que mi cuerpo es demasiado imperfecto para prescindir de las ayudas químicas y los consejos médicos.
Es un prejuicio tonto suponer que todas las pastillas son malas y debemos alejarnos de ellas como si fueran en sí mismas perniciosas. Me han educado en esa noción anticuada: que las drogas son todas nocivas y que algunas supersticiones de índole moral son en cambio saludables, y ahora creo que es al contrario, que esas supersticiones religiosas a menudo me hacen daño y ciertos hallazgos científicos, eso que podríamos llamar las drogas de laboratorio que se venden con prescripción en las boticas, a veces funcionan, hacen bien, sacan lo mejor de ti, te ayudar a encontrar el que de verdad eres en medio de las nieblas y el vértigo.
Mi infelicidad no parece tener entonces una cura religiosa, los predicadores y los charlatanes solo consiguen estimularla y multiplicarla y rebajarme a una versión peor de mí mismo, pero por lo visto sí tiene remedio cuando me pongo en manos de un buen médico y tomo las pastillas correctas.
No soy aparentemente un alma, soy un mamífero. No me funcionan las religiones, me funcionan las drogas, esa es mi manera feliz de evadir la realidad. No me busquen en una iglesia, en un templo, búsquenme en una farmacia, en una botica de turno. Y no me vengan con la majadería de que todas las drogas son malas: no, algunas son fantásticas y a mi edad resultan urgentes, imprescindibles.
Quiero que todos los días sean como hoy, así de tranquilos, así de felices, y para eso tengo que hacer un puñado de cosas que ahora enumero como si fueran la fórmula secreta de la felicidad: dormir en un cuarto a solas hasta cualquier hora, tomar todas las pastillas que ya sé que nunca más debo alejar de mí, quedarme en esta casa como si fuera un jubilado o un retirado, tramar una novela y otra más, elegir apropiadamente las palabras para dinamitar el honor de los falsos y los envanecidos, conspirar con Silvia, bailar con Zoe, cargarla, besarla, hacerle cosquillas en la barriga y escuchar cómo se ríe a gritos conmigo.
Gracias, entonces, a los que inventaron esas pastillas que ahora se diluyen en mi cuerpo. No encuentro la manera de decirles cuánto les debo. Y gracias a Silvia por encontrar las pastillas y llevarlas a mi boca y calmarme con sus ojos quietos. Yo soy esta boca que traga pastillas y esta lengua que lame tu cuerpo. Mi alma, querida, no existe, solo existen tu lengua y la mía y todas las lenguas que me han lamido y habrán de lamerme.
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PERU 21 MAYO 14, 2012

El hombre delicado

Lunes 14 de mayo del 2012 | 12:03

La otra tarde, hablando tranquilamente con mi madre, reconociéndome en ella, en sus gestos, en su mirada, en sus manos, fue evidente para mí que todo lo delicado que soy se lo debo a ella, a lo asombrosamente delicada que es mi madre, tan delicada que cuando canta parece que va a llorar y cuando baila vuelve a ser la niña que yo no conocí y ahora por fortuna he podido conocer.

Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly
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La otra tarde, hablando tranquilamente con mi madre, reconociéndome en ella, en sus gestos, en su mirada, en sus manos, fue evidente para mí que todo lo delicado que soy se lo debo a ella, a lo asombrosamente delicada que es mi madre, tan delicada que cuando canta parece que va a llorar y cuando baila vuelve a ser la niña que yo no conocí y ahora por fortuna he podido conocer.
Algunos de mis hermanos son más como mi padre, tienen sus maneras recias, su manifiesta virilidad, su hombría erizada, chúcara, pero yo, y no lo digo haciendo alarde o jactándome, lo digo mirando las cosas como son, soy más como mi madre, creo que soy completamente mi madre, y esto lo digo por supuesto con orgullo, con tranquilo orgullo, aunque no es mérito de mí ni de nadie, es lo que me ha sido dado.
He heredado de ella la delicadeza, la sensibilidad femenina, una cualidad aparentemente frágil, fácil de romperse, aunque también me vienen de ella y su familia la terquedad, la obstinación, el ánimo justiciero, la vocación por el conflicto, la natural inclinación a tomar partido y dar pelea y no callarme lo que pienso.
Mi madre, como varios de sus hermanos, es en extremo extremista y cuando hace suya una causa se envuelve en esa bandera y se va a la guerra dispuesta a dar la vida. Sus grandes causas han sido la familia y Dios, dos ideales a los que ha servido la vida entera con absoluta dedicación, sin reservas ni temores, con eso que ella ha llamado la otra tarde, muy apropiadamente, “ir a la guerra con ardor”: la persistencia indesmayable del que tiene fe y es leal a su visión moral de las cosas, a las banderas que ha abrazado.
Lo que ha definido mi vida, mi carácter, lo que soy y lo que he sido, ha sido parecerme tanto a mi madre, y ahora siento que nos parecemos todavía más, y ya no me da miedo parecerme tanto a ella: lo acepto, me gusta, entiendo que eso es lo que está en mis genes y me entrego con felicidad a ese destino. Por parecernos tanto en esa delicadeza digamos genética, es que fuimos tan cercanos cuando yo era niño y ella buscaba mi compañía y yo la suya y podíamos hablar de tantas cosas que eran una sola: el amor puro, intuitivo, que no se dice, que no se nombra, que está allí, el amor que de una manera natural encontrábamos en nuestros ojos, el amor infinito que nos unía, y así como ella se veía en mí, yo me veía en ella, entonces y ahora, y ahora más que nunca, creo. Yo era un niño delicado, muy delicado, un niño mariposa, un niño frágil y alado y enamorado de las palabras, y eso preocupaba comprensiblemente a mi padre, que acaso pensaba que mi delicadeza no se correspondía con mi condición genital de hombre. Me parece que mi padre se asustó con mi creciente delicadeza y pensó que si me trataba con la suavidad que yo esperaba de él y del mundo echaría a perder mi carácter de hombre y me llevaría por un camino erróneo, inconveniente. Me parece que mi madre, después de tantos años de fantástica complicidad conmigo, de tantas conversaciones animadas y rezos compartidos y paseos por los jardines de la casa, se alarmó también con mi delicadeza y quiso hacer de mí un hombre más notoriamente hombre, un macho sin dudas, un varón menos delicado, liviano y quebradizo. Pero, ya está claro, no pudieron, y yo tampoco pude. Yo quise ser más hombre, tan hombre como mis amigos o mis hermanos o mi padre, pero no logre encontrar a ese hombre bravo dentro de mí, siempre hallaba a un hombre delicado, sensible, en extremo femenino aunque creo que no tan afeminado, eso ya da igual, todo en las apariencias es relativo y prescindible, lo que de verdad importa es la felicidad. Yo no quería ser mujer, no me sentía una mujer, nunca me he sentido una mujer de ese modo enfático y cabal, yo asociaba mi delicadeza con la felicidad o con mi identidad genética, espiritual: cuando era naturalmente delicado, sentía que era yo mismo y que esa era la versión más auténtica y acaso divertida de mí. No era una cuestión sexual, porque entonces me gustaban solamente las mujeres (aunque tal vez también me gustaban los hombres, pero era demasiado delicado para aceptarlo e investigarlo, no lo sé), era una cuestión de sensibilidad, de rechazo a la violencia, a la aspereza, a la tosquedad, de espanto ante los gritos y el ruido. Yo era mi madre, completamente ella, solo que no lo sabía, ahora ya lo sé y me explico mejor las cosas, la virulenta y afiebrada confusión que ha sido mi vida hasta llegar a esta paz, a este remanso. Por un lado, prevalecía la delicadeza en mí, esa condición de hombre delicado que ahora cultivo del mismo modo que admiro la delicadeza de mi madre y la de Silvia y en particular la de mi hija Zoe: al margen de nuestra dotación genital, somos personas delicadas y nos gusta que nos traten de ese modo, muy suavemente, muy tranquila y afectuosamente, que nos miren a los ojos y nos besen como si fuésemos a quebrarnos y nos digan cosas suaves, amables, alentadoras, y que nos hagan sentir que el mundo somos nosotros y nadie más y que nuestra delicadeza es legítima, es justa, está plenamente justificada, y nadie tiene derecho a atropellarla, a romperla, a oponerse a ella y a querer cambiarnos.
Mi vida ha sido defender esa delicadeza, y la he defendido con la terquedad, el espíritu combativo y el ardor guerrero que heredé de mi madre para pelear por las cosas en las que uno cree: ella es, al mismo tiempo, delicada e inexpugnable, frágil y persistente, una dama pudorosa y una cruzada ardiente, dispuesta a dar la vida por sus nobles ideales. Distintas, bien distintas, a veces enfrentadas, han sido las guerras que hemos peleado ella y yo, pero, en el fondo, ambos hemos tenido siempre una visión moral de las cosas, una visión intransigente y batalladora del mundo, una idea quemante e irreductible, no negociable, de que las cosas deben ser de esta manera y no de otra. Y eso, la terquedad y la delicadeza, el ardor moral y la suavidad del espíritu, nos definen a mi madre y a mí, nos han unido siempre y ahora nos han permitido reencontrarnos felizmente.
He sentido la otra tarde que cuando soy sensible y delicado con ella y conmigo mismo es cuando más felices somos ambos y que esa delicadeza que está en mí es la que con seguridad proviene de ella, la que nos acerca como hace cuarenta años. Y también he sentido (y ha sido un maravilloso descubrimiento) que sus batallas morales son las suyas y no necesariamente las mías, pero por delicadeza ya entiendo que no la convenceré de mis posturas y por eso no intento ni por un segundo que ella cambie su manera estricta y justiciera de ver las cosas y ordenar el mundo tal como arbitrariamente le parece.
Hemos llegado entonces a este punto feliz: soy un hombre delicado y a mucha honra, y cuando más delicado me permito ser, más encuentro al hombre cabal que soy y he sido, y ahora me aferro tercamente a cultivar ese suavidad genética que viene de mi madre, a expresarla, a mantenerla viva en mí y a no reprimirla ni escamotearla. No por ser delicado como mi madre soy, sin embargo, menos hombre: al contrario, el reconocimiento de mis delicadezas me permite, ahora ya lo sé, sentirme más tranquilo, más contento, más reconciliado con quien en verdad soy y no puedo ni quiero dejar de ser.
Esto es algo que he celebrado la otra tarde con mi madre y, en la noche, a solas, con Silvia: soy el niño delicado que rezaba en latín, el niño delicado que amaba a la mujer de la foto, el niño delicado que se espantó y tembló en el burdel, el niño delicado que quería ser macho y no podía y quería ser mujer fatal y tampoco podía, el niño delicado que besa suavemente a su hija Zoe y que ama apasionadamente a Silvia, la mujer de mis sueños: déjame que te bese con delicadeza, que te hable delicadamente, que te espere pacientemente, que entre en ti de este modo tranquilo, sereno, delicadísimo, que es el único modo en que puedo amarte. No tengas miedo de ser todo lo delicado que quieras, no lo disimules, no lo escondas, no trates de ser el que no puedes: ahora ya sabes que puedes ser muy delicado y también muy hombre y que eres, todo a la vez, el delicado hijo de tu madre, el delicado amante de tu esposa y el delicado padre de tu hija.
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PERU 21 MAYO 7, 2012

Si me ven caído

Lunes 07 de mayo del 2012 | 12:32

En 1985, por cosas del destino, empecé a viajar en avión todos los meses.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Desde entonces, han sido muchos viajes en avión, incontables (porque los pasaportes viejos y vencidos se han ido perdiendo), veinticinco años corriendo al aeropuerto, jalando una pequeña maleta con ruedas, durmiendo en vuelos cortos y largos, extendiendo el pasaporte rojo o el azul, saludando al oficial de migraciones, arrastrando mis zapatos, dándome prisa, buscando la puerta de embarque, la salida.
A fines de 2010, me rendí. Tantas horas subido en aviones me habían dejado enfermo, sin aire, todo el tiempo resfriado y con frío, adicto a cuanta pastilla pudiese tomar, inquieto y descontento por estar aquí y con impaciencia o ilusión por estar allá, el hombre que siempre quería estar donde no estaba.
Acompañado de Silvia, volé a Buenos Aires por última vez, me despedí de esa ciudad que tanto he querido y, tras un vuelo largo que juré que sería el vuelo final, llegué dormido, caminando dormido, balbuceando cosas sedadas en los aeropuertos, jalando la pequeña maleta con ruedas, a la isla de Key Biscayne, a este lugar que ahora llamo mi casa.
Me prometí entonces que no subiría a ningún avión más. Asociaba los aviones y en particular los aeropuertos con la muerte, con la enfermedad, con las pastillas para dormir que me han dejado tonto, amnésico, crecientemente cansado y con el hígado venido a menos. Quería estar tranquilo, por eso tiré la pequeña maleta con ruedas a la basura.
Durante quince meses consecutivos, cumplí la promesa. No entré al aeropuerto, no me subí a ningún avión, los beneficios en mi salud fueron inmediatos. Pasaba por la autopista y veía el aeropuerto y pensaba qué suerte tengo de estar tranquilo en mi auto y no subido en un avión, apretujado, congelado, hundido en el sueño artificial de las pastillas, mi rostro cubierto por una chalina verde que ya no sé dónde está, supongo que la arrojé también a la basura. Quince meses sin volar en avión: había batido mi récord desde 1985, cuando, con veinte años, comencé a volar todos los meses (aunque mi primer viaje en avión había sido en 1984, a Franfkurt, en un Lufthansa en el que terminé acariciando bajo las mantas a una joven que terminó siendo la hija del piloto).
Todas mis promesas han sido incumplidas y, por supuesto, la de no volar más en aviones, también. Hace unos días pasé por Madrid y Barcelona y todavía no me recupero de la paliza del viaje. Mi cuerpo ha llegado de regreso a la isla, pero mi espíritu o mi memoria o la borrosa identidad de lo que soy se encuentra todavía allá, en esas ciudades antiguas, en algún punto suspendido en el aire, a miles de pies sobre el océano. Si bien respiro acá y duermo acá, siento que sigo caminando al otro lado del mar: en ese laberinto tortuoso que es el aeropuerto de Barajas, en la plaza de Santa Ana, en el paseo de Gracia, en busca de una librería en la calle Serrano que ya no existe, en busca de otra librería en la calle Juan Bravo que ya tampoco existe. Tantos días incesantes, de una intensidad abrasadora, han minado mi salud y me han dejado, otra vez, adicto a las pastillas, buscando unas horas de sueño en las cápsulas azuladas que llevo en algún bolsillo, por las dudas.
Esto es algo que al parecer había olvidado y que el último viaje a España se ha ocupado de recordarme minuciosa y sañudamente: si deposito mi cuerpo en un avión y lo someto a las peripecias de un viaje, lo que queda de mí, de este hombre adiposo y estragado que soy, es una versión muy venida a menos de lo que era antes de viajar, lo que ya era bien poco, digamos ínfimo. Los vuelos en avión no me hacen una mejor persona, me convierten con seguridad en una peor persona y ponen en áspero entredicho mi condición de persona a secas. Así lo he comprobado en un aeropuerto, el de Barajas, un espanto, arrastrándome, pensando que era el final, y en todos los aviones que me recordaron que solo estamos de paso, que alguien ocupó ese asiento unas horas antes y alguien más lo ocupará unas horas después: pasamos los pasajeros y quedan los asientos, los aviones. Se dice que viajar educa. No parece ser mi caso. En lo que a mí respecta, viajar mata.
Apenas llevaba unos días en Madrid y, para mantenerme en pie y cumplir los insanos compromisos pactados, ya estaba de nuevo enganchado a todas las drogas felices, durmiendo apenas dos horas en esta cama y luego en la otra. No fue el vicio sino la desesperación lo que me llevó a las pastillas. Las conocí en Buenos Aires, en el invierno de 2004, y siguen aquí, en alguno de mis bolsillos, confortándome y auxiliándome como si fueran una religión incomprendida. En aquellos días fríos empecé a tomarlas para no enloquecer, para mitigar los efectos de un insomnio persistente, obstinado. Estos últimos días de primavera en Madrid y Barcelona comencé con media pastilla y terminé en no sé cuántas, todas las que hicieran falta para dormir y olvidar un momento que soy el que todavía soy.
De regreso en esta isla a la que felizmente y por el momento llamo mi casa, me he visto obligado, por respeto a las personas que todavía me necesitan, a dejar, sin más rodeos, y con una fuerza que quizás se parece al coraje, los hipnóticos, los ansiolíticos y los antidepresivos. Los resultados han sido devastadores para mi salud, mi ánimo ha quedado muy menoscabado. Desde joven he necesitado algún narcótico para evadir la realidad y descansar de lo que soy y sobrevolar el paisaje inhóspito que me rodea, y cuando interrumpo esas dosis de ficción y ensimismamiento (que para algunos es Dios y que en mi caso son el Ambien, el Dormonid y el Clonazepán), sobrevienen la náusea, el caos, el desamparo, la brutalidad de unos días y unas noches que no tienen compasión y me reducen a escombros, al envenenado que ya se quiere morir.
Aquí estoy, sin embargo, todavía vivo, abatido por los recientes vuelos en avión, el estómago ardiendo por todas las drogas felices que he suprimido de golpe al volver a casa, renovando en este viejo sillón de lectura (pasan las vidas y los amores, quedan los sillones) la promesa de quedarme tranquilo y no regresar pronto al aeropuerto. Sé, no me engaño, que mi pequeña marca gloriosa de quince meses sin volar no será igualada ni superada en lo que me quede por vivir; sé también que en pocas semanas me encontraré de nuevo, sospecho que dopado, en un avión que se desplaza a ochocientos kilómetros por hora con rumbo a una ciudad en la que presumiblemente hallaré, de un modo fugaz y no por eso menos cierto, la felicidad, esa ciudad a la que no hemos llegado y debemos llegar para sentir que estamos cumpliendo, solo por unos días, nuestro destino errante, el del viajero inquieto, el del hombre exhausto que jala su pequeña maleta con ruedas y, envanecido, se resiste a morir.
Siguiente destino, Nueva York, qué pereza, qué ilusión. Si me ven caído en un aeropuerto, por favor cúbranme con un periódico, gracias.
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PERU 21 ABRIL 30, 2012

La peruana que me odia

Lunes 30 de abril del 2012 | 12:06
No olvidaré esa noche en Madrid. No la olvidaré de momento, por ahora, por unos días, ya luego lo olvido todo, por suerte lo olvido todo, cada día me parezco más a mi madre, soy mi madre, que también lo olvida todo y quizá por eso es tan feliz, y entonces, lo mismo que ella, me encuentro hablando amablemente con extraños (que para mí no son extraños, son amigos fugaces, provisionales, personas a las que debo decir una palabra de afecto, mirándolas a los ojos con intención amable, caballerosa) y no me cabe duda, después de este viaje, que mi madre soy yo y ella vive en mí.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Y ahora que mi madre, Doris Mary, un amor, tan linda, se ríe tanto y me manda fotos en las que se ve espléndida y rejuvenecida y adorable, pienso que, a lo lejos, al otro lado del mar, yo también me siento así, muy ella, muy mi madre, y me alegro tanto de ser su hijo y tener la fortuna de conocerla. Pero así como ella se olvida de todo, yo también, no sé si por las pastillas que he tomado o porque es la vejez y son los años, da igual, lo cierto es que ya no tengo recuerdos y solo me aferro a los sentimientos y por eso me apuro en contar lo que si no cuento ahora después olvidaré.
Quiero contar esa noche en Madrid porque creo que fue inolvidable, aunque cuando escribo esa palabra, inolvidable, siento que estoy mintiendo, que soy un farsante, que pronto olvidaré aquella noche y estas palabras también. Esto fue lo que ocurrió y así quiero contarlo, que no es lo mismo: mis amigas de Alfaguara me llevaron al salón Borges de la Casa de América a presentar una novela, Morirás mañana. Era un jueves por la tarde y hacía algo de frío, no se sentía la primavera, y algunas personas amables y confundidas me esperaban. Alguien me presentó de un modo breve y afectuoso, recuerdo que se llamaba Andrés y era guapo y tenía unos ojos muy sentidos, y luego me encontré hablando de cosas lentas, tranquilas, ensimismadas. Por supuesto, no había preparado ningún discurso, no sabía bien lo que finalmente acabaría diciendo, solo me dejé llevar y recordé y hablé tratando de no envanecerme demasiado, pues ahora creo en los sentimientos y no tanto en las ideas, ahora creo en lo que fluye y es natural y no en lo que se aprende de un modo tieso, impostado, artificial. Y así estaba hablando de por qué había escrito esa novela, Morirás mañana, que es una pregunta que por supuesto no tiene respuesta, cuando de pronto una mujer se puso de pie, ocupó el pasillo central, me miró con el gesto avieso, torcido, y supe que algo tremendo habría de ocurrir. Y no quise impedirlo, no pude impedirlo, dejé que ocurriera, supongo que para eso uno escribe, para vivirlo y luego contarlo.
La mujer empezó a gritar unas cosas que capturaron vivamente la atención de los que allí nos habíamos reunido. Recuerdo que gritó ERES UN VENDIDO. Me parece que también gritó CERDO, ¿Y AHORA DÓNDE ESTÁ KEIKO FUJIMORI? Estoy casi seguro de que ardió y vibró y se desgarró en este alarido: LA JUVENTUD PERUANA TE REPUDIA. Yo me quedé callado, mirándola con afecto y estupor. Sus palabras me sonaron familiares, sinceras, previsibles, con seguridad irrefutables. Lo que me conmovía en ella, en su rostro congestionado por la ira y el rencor, era ver la desdicha, la infelicidad, ver que esa mujer estaba allí gritándome algo mucho más desolador que tal vez no cabía en las palabras vitriólicas que ella vomitaba, temblando: que era tan desgraciada esa noche en Madrid que quería compartir conmigo su desgracia para hacerla menos dolorosa, más llevadera. Yo lo entendí así y por eso quedé respetuosamente en silencio y seguí escuchándola con una mirada tranquila, no desprovista de afecto, después de todo ella y yo éramos peruanos y al parecer estábamos enemistados políticamente pero no, en el fondo teníamos que encontrarnos, tal era nuestro destino, y ella, acaso sin advertirlo, estaba regalándome un personaje literario estimable, auténtico, creo que memorable. Ella era la mujer que odia, que cultiva en rencor, que interpreta heroicamente unos minutos atrabiliarios en los que, trémula, suicida, insulta a gritos y enciende el fuego de la venganza, ella era como Javier Garcés, el personaje de mi novela, un espíritu atormentado que no perdona, que no puede perdonar, que se redime y purifica lanzando diatribas e invectivas, que mata con las palabras, que elige a sus enemigos sin razón alguna, sentimentalmente, porque a los amigos y a los enemigos uno los elige con toda arbitrariedad, de otro modo qué triste sería la vida.
Esa mujer que ahora echo de menos y a la que hubiera querido extender la mano y dar un abrazo, esa mujer, la peruana crispada, la peruana exaltada, la peruana que me odia, siguió gritando: CERDO, MISERABLE, VENDIDO, MARICON. El público había enmudecido porque, si bien era escaso, era ante todo muy educado y sentimental, y de inmediato comprendimos que la mujer necesitaba expresarse, desahogarse, dar su punto de vista, ya no solo sobre mí o sobre la política sino también sobre ella misma o sobre la posibilidad de arrojarse al abismo de las palabras furibundas, homicidas: esa era una elección moral y estética, el papel que ella quería interpretar esa noche. Caminó unos pasos dirigiéndose a la salida, se detuvo, se dio vuelta, me miró con un odio antiguo cuyo origen era con seguridad muy anterior a mi existencia y a la suya, un odio tan antiguo como el mamífero ensañado que somos, una virulencia y un fuego visceral y un mal de ojo que eran inmemoriales y nunca se apagarían, y gritó: MARICON ASQUEROSO. Y luego se fue deprisa, aunque antes un muchacho se levantó y se unió a ella y se fueron juntos a toda prisa.
Yo no quería que ella se fuera, quería que se quedara, que se calmara, que tomara aire, que esperase mi respuesta. Tal vez podíamos ser amigos, entendernos. Pero la mujer ya se había ido cuando dije, apenado, conmovido, lo que creo que dije: que ella tenía toda la razón, que su alegato había sido bellísimo e irrebatible, que sus opiniones eran exactas aunque insuficientes. Dije: sí, señora, desde luego tiene usted razón, soy un cerdo, un vendido, un maricón asqueroso, y claro que tiene usted razón, la juventud peruana me repudia, pero se queda corta, también me repudian la juventud chilena y la juventud argentina y cualquier otra juventud que se respete. Y, como ya me han tirado huevos y bañado en pintura amarilla y me han insultado por decir las cosas en las que creo y por no callarme nada como si decir siempre lo que pienso fuese un mérito cuando a menudo es un desatino y una impertinencia, como ya tengo un cierto recorrido en esto de ser vapuleado y zarandeado en nombre del honor y estoy acostumbrado desde niño a que me digan palabras severas y altisonantes que seguramente merezco, supe tomarme las cosas con calma y sentí un aprecio genuino hacia esa mujer y la extrañé y ahora mismo la extraño aunque ella tal vez no me lo crea. Y me pregunté adónde se habría ido, qué sería de ella, que estaría haciendo luego de insultarme a gritos, a quién le estaría contando la pequeña historia tremenda que vivió conmigo, cómo la fabularía y relataría, cómo se permitiría exagerar, cómo procuraría quedar ante sí misma y sus amigos como la mujer virtuosa y justiciera que hizo escarnio de mí y defendió el honor de la patria y sus nobles ideales.
Qué será de ella, la mujer crispada, la mujer exaltada, la peruana que me odia. Me gustaría decirle que la entiendo, que tiene toda la razón, que por favor me perdone por ser tan cerdo y tan vendido y tan maricón asqueroso, y que es mi deseo sincero que ella tenga una vida larga, saludable y feliz y que no se calle nunca lo que está pensando o rumiando, aun si esas cosas son lesivas a mi honor, pues sus opiniones incendiarias mucho no me han lesionado, dado que mi honor es una quimera, una ficción, una cosa que nunca ha existido, algo incombustible, no puede arder lo que no existe.
Señora, que Dios la bendiga, gracias por odiarme a gritos. Yo sé que en el fondo, pasado este tiempo de encono y animosidad, usted y yo olvidaremos estos penosos entredichos que me he permitido contar y encontraremos la manera de reírnos y ser amigos. Créame, me gustaría mirarla a los ojos con afecto y decirle: Usted votó por un señor, yo voté por una señora, y sin embargo todavía podemos decirnos palabras amables y hablar prudentemente de otra cosa y darnos un abrazo, procurando olvidar las circunstancias díscolas que nos han enemistado de momento, solo de momento, yo sé que volveré a verla y no la reconoceré y sus ojos no serán más los de la peruana desdichada que me odia, sino los de la mujer contenta que alguna vez me odió y ya no pierde más su tiempo odiándome. Aquí la espero, en esta playa tranquila a la que me ha varado el mar, con todo mi aprecio y gratitud.
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PERU 21 ABRIL 16, 2012

Un solo día tranquilo y feliz

Todo esto que ha ocurrido es, la verdad, un poco desconcertante, y no lo digo con fastidio o enojo sino con pasmo, con verdadero pasmo, con perplejidad o estupor o un asombro digamos infantil.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Todo esto que ha ocurrido es, supongo, la vida, la vida misma, y ahora siento que la vida se me ha pasado, se me ha escapado, se me ha escurrido como arena quebradiza de las manos, y sigo sin entender nada, nada de nada. Y no lo digo rencorosamente o inamistosamente con la vida y sus enredos y misterios y graciosos vericuetos, lo digo tranquilamente, recordando con una sonrisa cínica en la conveniente oscuridad de un avión, mirando mi vida como si fuera yo mismo otra persona a la que, cuarenta y siete años después, sigo sin conocer un carajo.

Se suponía, al comienzo, cuando todos eran sueños y fantasías y nada parecía inalcanzable, que, siendo un hombre, dotado genéticamente de las cosas que acompañan a un hombre, yo tendría una disposición natural a querer a las mujeres, no a todas las mujeres, claro está, tanto no se puede, pero a algunas mujeres, a unas cuantas, a esas que, a mis ojos arrobados, eran únicas, especiales, inasibles criaturas de las nubes. Y asimismo me encontraba pensando en ellas, mirándolas, escudriñándolas con parejas dosis de temor y fervor, deseando que mis manos y también mi lengua se perdieran en el territorio fascinante e inexplorado que era el cuerpo de una mujer, esa mujer a la que, mirando una foto, entrecerrando los ojos, temblando en la penumbra esquinada, deseaba malamente, malamente, como deseamos los hombres cuando nos creemos tan hombres y solo somos unos críos babosos y atropellados. Que es exactamente lo que yo era cuando, de pronto, de un modo brusco y repentino y creo que signado por la desdicha, me encontré frente a una mujer desnuda a la que pagué para que se desnudara en un cuarto desalmado y maloliente y a la que no pude amar porque ni siquiera su nombre conocía y a la que tampoco pude desear porque todo en ella y sus ásperos confines me resultó espantoso, vulgar, chocante, una humillación devastadora para ese hombrecillo hablantín y presumido que había sido hasta entonces y que a veces, qué curioso, echo de menos.

A ese primer fracaso siguieron todos los demás, que fueron todas las personas a las que besé, todas las personas a las que quise amar y terminé lastimando tontamente, estúpidamente, sin quererlo, sin darme cuenta, como acaso me lastimó esa pobre mujer que trató de una manera obstinada y servicial de encender en mí las llamas del deseo que nunca me abrasaron para mi desgracia o, quién sabe, para que encontrase de esa manera amarga mi singular destino de hombre triste, solo y desconcertado y sin embargo maravillado de estar vivo y sin entender nada, un carajo de nada.

Porque luego intenté más o menos tozudamente amar a un hombre ya que no encontraba la manera de amar a una mujer, y tal amor no ocurrió, no prosperó, no floreció, con perdón por la cursilería, pero el amor siempre es cursi como cursi es la felicidad y cursis son las malas novelas que nos recuerdan que las mejores ficciones son las que se asoman, impertinentes, avezadas, a los sombríos laberintos de la tristeza y la infelicidad. Miro atrás, veinte años atrás, y veo a un hombre angustiado, impaciente, enojado consigo mismo y con el mundo, escribiendo unas líneas afiebradas, furiosas, llenas de encono y desolación y torpes deseos de venganza, y siento una cierta lástima por ese pobre hombre sofocado por la duda quemante, veo a un hombre que no sabía qué hacer, adónde ir, adónde escapar, cómo explicar esa cosa tensa y turbia y crecientemente abrumadora que era la vida, mi vida, aquella sucesión de infortunios y contratiempos que parecían maleficio, embrujo, conjuro, maldición, una mala racha de tantos amores que nunca encontraban no digamos ya un final feliz sino meramente un día feliz, un solo día tranquilo y feliz. Todo era rabia, fuego en las entrañas, vísceras ardiendo, hombres y mujeres a los que quería amar y no podía amar, mujeres y hombres a las que deseaba de un modo leve y asustadizo y cuando intentaba tocar y besar se convertían en unas criaturas afantasmadas, espectrales, que me atormentaban de una manera sistemática y viciosa, minando todo lo bueno que había en mí, dejándome en escombros, la ruina y los desechos que era entonces y sigo siendo, ese hombrecillo rencoroso y angustiado que escribía tantas cosas horribles para no morirse de la tristeza y el desánimo. Y no lo digo con ninguna compasión hacia ese hombre ensimismado, lo digo mirándolo como se mira la noche negra desde la ventana del avión, con el afecto cansado que dan los años y la obligación de seguir con él, conmigo mismo.

Porque fueron pasando los años y lo mismo fracasé en mi empeño de amar a una mujer que en mi obsesión de amar a un hombre, y lo que había en mí era una sed que no podía aplacar, un incendio que nada podía extinguir, preguntas que eran reclamos que eran diatribas que eran vómitos que nunca tenían una respuesta mínimamente tranquila y racional. Todo fue un fracaso, todo ha sido y sigue siendo un sonado y chirriante fracaso, y entretanto he tratado de explicarme tantos fracasos escondiéndome aquí mismo, en estas líneas minúsculas, en las palabras huidizas, en la promesa de que algo mejor, algo bueno, algo puro y luminoso y bienhechor estará esperándome al final de esta peripecia extenuante y sinsentido.

Y miro atrás y me asaltan el vértigo y la culpa y al mismo tiempo la risa y el estupor porque no entiendo nada, nada de nada, un carajo de nada, y ya me resigné a que eso mismo es lo que a duras penas entenderé, y que la vida, quiero decir mi vida, es mirar todo lo raro e inexplicable que va ocurriendo mientras trato de ser alguien que no puedo ser: pensé que era un hombre y cuando quise ejecutar esa hombría soñada fracasé, vaya que fracasé; pensé que era otro tipo de hombre, un tipo de hombre con una mujer encubierta y agazapada y ardiente dentro de sí mismo y no pude encontrar cabalmente a esa mujer que pensé que se escondía en mí; me tocó ser padre y pensé que era un buen padre o al menos uno risueño y juguetón y por desdicha llegó el día en que me convertí en un padre atrabiliario y envenenado que juré que nunca sería y me encontré humillando a mis hijas, haciendo escarnio de ellas, ensañándome con las pobres; no pude ser el esposo fiel ni el amante entregado ni el hombre ni la mujer ni esta cosa cierta ni la otra; siempre he sido lo que no puedo ser, lo que se promete y se escapa, lo que persigo y me elude, la utopía, la quimera, el espejismo, el agua a lo lejos en el desierto. Es eso mismo lo que soy: lo que no puedo ser, lo que quisiera ser, lo que siempre he soñado ser y nunca seré, y es exactamente por eso que escribo, que sigo escribiendo con rabia y angustia y trémula excitación por cada día estupendo e infeliz que se me escapa como arena quebradiza de las manos, porque nada tiene sentido cuando miro atrás y trato de explicarme el accidente grotesco y esperpéntico que ha sido mi vida. Pero aquí estoy, en un avión a oscuras, todavía vivo y escribiendo, viendo cómo duerme a mi lado la mujer a la que amo de esta manera insólita y desesperada, sin entender cómo y por qué, después de tantos tumbos y naufragios, he terminado aquí mismo, en este puerto manso, en estos labios y este pelo y estos ojos que son los últimos que quisiera tocar y mirar antes de dormirme de una buena vez y para siempre, antes de que sea la hora de bajarme de este avión a oscuras que surca el cielo infinito que es la negra noche con sus nubes inciertas.
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PERU 21 ABRIL 9, 2012

El triunfo de la libertad

No me gusta pensar que Zoe es mi hija porque nadie es de nadie, nadie es propiedad de nadie, Zoe es Zoe y yo soy Jaime y si bien ella se originó en un acto de amor en el que participé libre y felizmente (deseando tener un hijo, olvidando que es mejor tener una hija), su vida es un hecho que ahora me parece necesario, obligatorio, algo que tenía que ocurrir.

Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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No la veo entonces como mi hija sino como una persona única y maravillosa que no podía dejar de existir, que tenía que nacer y sonreír. Zoe tenía que ser Zoe y mi inmensa fortuna es que naciera cerca de mí, porque tal podría no haber sido el caso. Me parece que ella de todos modos tenía que ser ella, en mi familia o en otra, conociéndome como ya me conoce o sin conocerme nunca, lo que tal vez le hubiera resultado más conveniente, no lo sé. Es decir que Zoe podría ser una mujer completamente alejada de mí, pero no lo es, es una mujer que vive en mi casa o yo soy un hombre que vive en su casa y ambos nos necesitamos de una manera que no consigo describir con palabras y acaso se explica mejor en silencios, en sonrisas, en miradas risueñas.

No creo que sea mérito mío que Zoe exista, no creo que su existencia dependa de mí en modo alguno, creo que ese destino humano que ahora llamo Zoe tenía que forjarse en el vientre de Silvia de todos modos, con mi contribución o sin ella, conmigo mirándola o sin verla nunca. Ya sé que lo que digo no tiene sentido desde el punto de vista genético, pero ese no es mi punto de vista, mi punto de vista es el de un hombre que mira con amor a una pequeña mujer que aún no sabe hablar, mi punto de vista es ella, ella es el punto exacto en el que se posa y recrea mi vista, ella es la luz que ilumina mis penumbras. El mérito de que Zoe exista es de Silvia, por supuesto, que la alojó en su cuerpo durante largos meses, y es principalmente de Zoe, que, pese a todo, contra viento y marea, comprendió que no tenía otro camino que el de nacer, respirar, abrir los ojos y escuchar que otros la llamasen así, Zoe, o más frecuentemente como a Silvia y a mí nos gusta llamarla, Tiki, Tikita, Tikitita, Piki, Pikita.

Cualquiera es padre de su hija o hija de su padre, esos son hechos que ocurren porque tenían que ocurrir, yo no elegí ser hijo de mi padre ni Zoe eligió ser mi hija, esos son los hechos, solamente los hechos, unas formalidades escritas en los registros públicos, unas palabras antiguas, hija, padre, que nos designan, que nos conceden un papel en el gran teatro que es la vida y que nos asignan unas dependencias y unas obligaciones que van cambiando con el tiempo. Lo difícil, lo enormemente difícil, es que Zoe y yo seamos amigos, de verdad amigos, y que ella no me vea como su padre sino como un hombre a secas, como un hombre que ha tenido la extraña e inmerecida fortuna de conocerla, y que ella no me diga papá o papi, sino Jaime, simplemente Jaime, que tampoco es el nombre que yo elegí, es el nombre que me fue dado porque así se llamó un señor que fue mi padre y otro que fue mi abuelo, pero no se me ocurre una manera mejor o más exacta de llamarme que esa. No conozco muchos hijos que sean amigos de sus padres, mi padre no fue amigo de su padre, yo no fui amigo de mi padre, tal vez por eso aspiro a que Zoe sea mi amiga, no mi hija, y que su felicidad sea una fuerza segura e ineludible que no dependa en absoluto de mí.

Los padres a menudo nos engañamos y pensamos que nuestros hijos dependen de nosotros más de lo que realmente nos necesitan, que existen gracias a nosotros, que comen y duermen y sobreviven debido a que gozan de nuestra protección, pero esa es una manera torpe y narcisista de ver las cosas, los hijos no son nuestros hijos, no son nuestros ni son de nadie, son personas, individuos, vidas autónomas, pequeñas fuerzas de la naturaleza que en cualquier caso tenían que irrumpir y hacerse respetar. Yo podría decir que Zoe depende de mí para sobrevivir, que pago la comida que ella come y la ropa que viste y los cuidados amorosos de María e Hilda que le permiten seguir viviendo con bastante comodidad, pero decir eso sería mentir, mentirme, porque Zoe seguirá siendo Zoe si yo dejo de pagar lo que ahora pago y seguirá siendo Zoe si dejo de existir y será Zoe todo el tiempo que le corresponda ser Zoe, ni un minuto más ni un minuto menos, y eso es algo que ocurrirá con prescindencia de mí, al margen de mí, independientemente de mí. Y eso mismo es lo que le conviene a ella, por cierto: ser independiente de mí, cifrar su felicidad en ella y no en mí. Lo que a Zoe le conviene no es necesariamente ser mi amiga, lo que le conviene es ser necesariamente feliz y su felicidad no siempre será necesariamente la mía y cuando ella tenga que elegir entre su felicidad y la mía, deberá elegir la suya, siempre la suya, aun si eso me hace infeliz.

Durante algunos años intenté ser amigo de dos mujeres llamadas Camila y Paola y creo que fuimos buenos amigos y nos reímos mucho y supimos querernos alegremente, sin temores ni formalidades. Eran mis amigas, mis mejores amigas, lo mejor que me había ocurrido, eran las niñas de mis ojos, todo lo bueno que había en mi vida, lo más lindo y divertido y ciertamente lo más estimable y admirable. Por mi culpa, solamente por mi culpa, esa amistad se interrumpió, se quebró, una sombra ominosa la eclipsó, y aunque sigo pensando que son mis amigas y que algún día volveremos a abrazarnos y reírnos, lo cierto es que no supe estar a la altura de la amistad que habíamos forjado y las defraudé y ellas comprendieron que debían ser felices lejos de mí, olvidándome, entregándose con pasión al destino único e irrepetible de ser ellas mismas, no mis hijas sino ellas, Camila y Paola, dos mujeres que me premiaron con su amistad y ahora saben que es peligroso e insensato confiar en mí.

No por haber fracasado con Camila y Paola me digo que mi amistad con Zoe fracasará también: cada día que paso lejos de Camila y Paola y sin saber nada de ellas es un día en el que consigo sobrevivir a duras penas gracias a que Zoe me mira y me sonríe y, sin sospechar que es una imprudencia, se deja querer por mí. No exagero si digo que la vida de Zoe no depende de la mía como la mía depende desesperadamente de la suya. No me perdono haberles fallado a Camila y Paola y sin embargo a veces me consuela pensar que tal vez les fallé porque quería ser amigo de Zoe, conocerla, estar a su lado cuando más me necesitaba, y por desgracia no tuve la inteligencia ni la generosidad para encontrar el camino de ser un buen amigo de las tres al mismo tiempo y sin lastimar a nadie. Pero eso no es lo que importa y es ya el pasado, lo que ahora importa es que Camila, Paola y Zoe, lejos de ser mis hijas y muy por encima de ser mis hijas y liberadas de los riesgos y las fatigas de ser mis amigas, sean plena y felizmente lo que ellas quieran ser y que sus vidas sean el triunfo de la libertad personal y no el de las penosas servidumbres que impone la familia.
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PERU 21 ABRIL 2, 2012

Solamente un chismoso

Un hombre termina el colegio y entra en la universidad. No sabe bien lo que quiere estudiar.

Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly
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Sabe a duras penas lo que no quiere estudiar: matemáticas, las odiosas matemáticas que lo han torturado todos los años del colegio y de las que cree haberse emancipado para siempre. Detesta las matemáticas porque le recuerdan su ineptitud para entenderlas, las precisas limitaciones de su inteligencia.

El hombre piensa: estudiaré leyes, no es tan difícil, es cosa de tener buena memoria, con un poco de suerte en unos años seré abogado y me ganaré la vida en algo que nada tenga que ver con las matemáticas.

Como es muy joven y no menos tonto, ignora algunas cuantas cosas: para ser abogado en esa universidad hay que aprobar varios cursos de matemáticas; las leyes de las matemáticas son duraderas y universales, las de su país las cambian a su antojo los dictadores de turno; la mayor parte de los abogados que hacen dinero son los que defienden a los bribones; la fuente del derecho es el dinero, tal es el caso al menos del lugar en el que nació y se ha propuesto ser abogado el joven imprudente.

Pocos años después, el hombre ha fracasado. Como casi todos los que fracasan, se consuela pensando que son otros los culpables de su derrota personal. La verdad, sin embargo, es sencilla: no ha podido aprobar los cursos de matemáticas, no ha sido suficientemente inteligente para sortear esos escollos, ha sido reprobado por los profesores de esas leyes abstractas e inapelables que son las matemáticas, por eso ha sido separado de la universidad, ha sido expulsado de ella, dado de baja. Es una humillación para él. Al mismo tiempo, es la confirmación de que lo suyo no son los números, las ciencias exactas, el estudio de las cantidades en abstracto: percibe a las matemáticas como un campo de concentración y tortura del cual hay que escapar de cualquier manera y sin saber adónde ir, con la clara determinación de huir de ellas, de ese tormento minucioso.

Al mismo tiempo, y por razones atribuibles al azar y no a su voluntad, el joven ha encontrado trabajo como periodista. El periodismo le parece un oficio conveniente, divertido, hecho a su medida: por lo visto, para destacar en él hay que disfrutar del chisme (inventarlo o esparcirlo o aderezarlo de una cuota maliciosa de ficción), hablar en tono engolado (no necesariamente pensar: pensar aburre en el gremio de los periodistas, provoca dudas, lagunas mentales), nadie exige unos mínimos conocimientos matemáticos, el periodista se pasa la vida “dando las noticias” o “comentando las noticias”, es decir hablando de cosas que ocurren a su alrededor, generalmente nimiedades, tonterías, banalidades, chismes de aldea, de parroquia, de callejón, chismes que pasan por “noticias” y que no son otra cosa que el relato exagerado (a menudo tan exagerado que ya bordea la falsedad) de lo que les pasa (lo malo que les pasa: lo malo interesa mucho más que lo bueno) a otros sujetos, a los famosos, a los que salen en los periódicos y los noticieros de la televisión.

¿Quiénes son esos otros, los famosos, que hacen las noticias, que las estimulan, que salen en las portadas de los diarios, aquellos de los que el periodista se gana la vida hablando? No son los médicos que salvan vidas ni los científicos innovadores, no son los empresarios laboriosos y discretos ni los artistas solitarios que huyen de la exposición pública: son unos individuos charlatanes y afiebrados que se pelean vanamente por el poder (llamados “los políticos”), unos muchachos alocados que se ganan la vida persiguiendo una pelota, pateando una pelota, tratando de meter una pelota en un orificio imaginario (llamados “los futbolistas”), unos enfermos de narcicismo y egolatría, expertos en simular sonrisas falsas y hacer payasadas chillonas y putañeras (llamados “los artistas de la farándula”), los hampones y rufianes (llamados “los delincuentes” o “gentes de mal vivir”, grandes proveedores de noticias) y las mujeres que muestran los pechos o las nalgas y son dóciles o flexibles para hacerse fotografías hincadas de rodillas, exhibiendo el trasero (llamadas “las vedettes”).

Todas esas personas que hacen las noticias o que las originan o que salen continuamente en ellas (los políticos, los futbolistas, los artistas de la farándula, los delincuentes, las vedettes) tienen, sin saberlo, una cosa en común con el fallido abogado que es ahora lenguaraz periodista: no saben nada de matemáticas, no son capaces de entenderlas, sus cabezas están negadas para esa forma superior de inteligencia, son entonces los que han escapado atropelladamente y en tumulto de las matemáticas, los que han encontrado una manera de ganarse la vida huyendo de las matemáticas como quien escapa de unos gases tóxicos, asesinos.

El periodista, joven al fin y al cabo, se cree muy importante porque “da las noticias” o “comenta las noticias”, pero, ensimismado, embriagado por los elogios de los adulones, no advierte que esas historias truculentas y rastreras y aldeanas que él llama “noticias” son, en realidad, chismes, cotilleos, habladurías provincianas, boberías, ridiculeces, cosas que carecen de importancia y que al cabo de un año ya nadie recordará y que a cualquiera fuera de esa aldea polvorienta le parecerían exactamente lo que son: pura chismografía barata.

En la cumbre de su carrera (si a ese oficio hablantín y conspirativo podemos llamar una carrera), no sabe el periodista que es solamente un chismoso, un intrigante, un hombrecillo derrotado por las matemáticas, como no saben los que se creen bien informados (esos que leen las noticias o las ven en la televisión, sin asomarse nunca a formas menos superficiales de conocimiento de la realidad) que son ávidos consumidores de chismes, eternos seguidores apandillados de los enemigos de las matemáticas: los políticos, los futbolistas, los artistas de la farándula, los delincuentes y las vedettes (cinco oficios que raramente son incompatibles entre sí).

Años después, el periodista es considerado un hombre de cierto éxito y ha amasado una pequeña fortuna. ¿Cómo lo ha conseguido? Hablando de los demás. ¿Hablando bien de los demás? No: hablar bien de los demás no es noticia, lo que interesa “periodísticamente” es hablar mal de los demás, burlarse de ellos, escarnecerlos, zaherirlos, dejarlos en ridículo. Pero aquellos de los que el periodista se ha mofado y ha hablado tan mal (los políticos ramplones, los futbolistas borrachos que mean en las calles, los artistas de la farándula que nunca han leído un libro y solo hablan obsesivamente de sí mismos, los maleantes y malandrines, las mujeres que posan en ajustados trajes de baño) no son peores que él, son tan idiotas como él o a veces menos idiotas que él, y sin embargo son esas personas las que, peleándose por el poder o por una pelota o por salir en la foto o por ganar un dinero fácil burlando la ley, han dado sentido a la existencia del periodista, quien, sin darse cuenta, y creyéndose muy importante, se ha pasado la vida hablando de “los personajes que hacen noticia”, que ni son personajes (porque son una pandilla de necios) ni hacen de verdad noticias de un cierto vuelo global (porque lo que hacen solo importa a ciertos individuos aturdidos que habitan esa aldea en la que la niebla sume a la gente en la confusión y la abulia).

Rico y aburrido y resignado al oficio con el que se ha ganado la vida, el periodista piensa: mi vida ha sido inútil, menor, deleznable, la he malgastado hablando tonterías y escribiendo memeces, solamente soy un chismoso, un intrigante, un hombrecillo derrotado por las matemáticas y las leyes de la lógica. Luego abre los periódicos para enterarse con gran deleite de los últimos chismes de la política, el fútbol y la farándula, porque nada más le resulta vagamente interesante. Qué trabajo tan maravilloso este de ser periodista, piensa, hurgándose la nariz con un dedo, enojándose porque son otros y no él los que salen en los periódicos.
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PERU 21 MARZO 26, 2012

Todas las vidas posibles

Por lo que he leído, no son pocas las personas que, ante la inminencia de la muerte, se lamentan de no haberse dedicado a lo que de veras hubieran querido hacer cuando aún tenían fuerzas.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Comprenden, ya tarde, que han perdido el tiempo, que han vivido unas vidas extraviadas, inútiles, desdichadas, que no han sabido encontrar el camino de la felicidad tranquila (o intranquila, revoltosa: el placer probablemente late escondido en medio del caos), que no han podido cumplir sus sueños siquiera en parte. Piensan, abatidas, que no tuvieron suerte, o que carecieron de coraje para hacer las cosas que en el fondo siempre quisieron hacer y sin embargo postergaron una y otra vez a despecho del disfrute personal, o que las servidumbres familiares y las obligaciones económicas (que a menudo son la misma cosa) tuvieron la culpa de que no encontrasen el tiempo, la libertad, las circunstancias propicias para hacer lo que hubieran querido hacer y por desgracia no hicieron.

Todos los que hemos fracasado en la tumultuosa travesía que es la vida podemos encontrar incontables excusas para justificar nuestros fracasos, infinitos culpables a los que, lloriqueando, quejándonos, haciéndonos las víctimas, nos conviene atribuir nuestros infortunios y nuestras derrotas: fracasé porque mis padres no me quisieron suficientemente, porque tuve que trabajar desde muy joven y no pude concluir mis estudios, porque mi novia quedó embarazada y me vi obligado a postergar mis sueños para traer dinero a la casa, fracasé porque tuve una absurda mala suerte, porque nadie se dio cuenta de mi escondido talento, porque otros tuvieron las oportunidades para triunfar que yo sin duda merecía y me fueron negadas, fracasé porque tuve que renunciar a mis sueños para dar amor y sostén económico a mi familia, fracasé porque la vida fue condenadamente injusta conmigo, qué injusta es la vida. No fracasé por mi culpa, fracasé por culpa de los demás (de mi familia, de mi país, de la sociedad, del modo tremendamente desigual en que está organizado el mundo contra mí), yo hice todo lo posible para triunfar y ser reconocido como alguien notable y valioso, pero, qué injusta es la vida, todos conspiraron minuciosa y sistemáticamente para que yo no tuviera el éxito que merecía y con el que siempre soñé y que ahora espero que tengan mis hijos para vengar mis frustraciones (aunque el éxito de mis hijos debería ser solo moderado y considerado conmigo, pues si es un éxito clamoroso me recordará lo triste y perdedor que soy).

Pues no: me atrevería a decir que casi siempre tienen éxito los que merecen tenerlo y fracasamos los que merecemos fracasar. El éxito y el fracaso, me parece, no dependen tanto de la suerte como del espíritu, de la fuerza del espíritu. La suerte, desde luego, interviene, y a veces castiga a algunos y premia a otros, pero, por lo general, son los individuos quienes, para bien o para mal, propician su suerte, la tientan, la atraen: así como muchos perdedores nos quedamos cruzados de brazos esperando a que el azar haga por nosotros lo que nos negamos remolonamente a hacer, algunos son tan laboriosos, tercos y obstinados en seguir arando en el mar y navegando a contracorriente que, a la larga, atraen la suerte, la convocan a base de empeño y tesón, y entonces la suerte acaba favoreciéndolos, y pasan a gozar de esa protección (la buena fortuna) que a los envidiosos les parece casual o accidental o del todo injusta, pero que, bien mirada, no resulta una arbitrariedad, sino algo que ellos, los que han encontrado su destino por trabajar con tanto esmero y dedicación, ya merecían.

No se me ocurre una mejor manera de pensar en el éxito que haber hecho lo que uno de verdad quería hacer. La medida del éxito no es el dinero, la fama, el poder, el reconocimiento de los demás, sino la callada opinión que uno tiene de sí mismo: de todas las vidas posibles, de todas las vidas que acaso podía escoger, ¿he vivido realmente la mejor de todas, la que más me convenía, la que era más propicia para sentir que no desperdicié mi existencia ni dilapidé el tiempo y supe moldear mi destino del modo exacto en que debía? Nadie nunca está contento con la vida que ha vivido, todos tenemos nuestras quejas y nuestros reproches y nuestras amarguras y centenares cuando no miles de enemigos reales o imaginarios a los que culpar de todas nuestras miserias, pero algunas personas, las que sienten que han cumplido de un modo borroso y sin embargo cabal su destino, se consuelan, en medio de tantos pesares y sinsabores, humilladas por las inevitables decepciones y traiciones, vejadas por el paso del tiempo y sus estragos (envejecer es acostumbrarse a perder), que, mal que mal, hechas las sumas y las restas, han hecho lo que de verdad querían hacer con sus vidas, se han dedicado noble y apasionadamente, o innoble y viciosamente, a recorrer el camino para el que estaban predestinadas (eso que llamamos “la vocación”, que no suele ser el sendero más fácil sino el más arduo y por eso mismo el que más placer nos procura a la larga), y entonces, al mirar atrás, no sienten el vértigo que asalta a los que nos arrepentimos de casi todo lo que hemos hecho y, en particular, de casi todo lo que no hemos hecho, de lo que no nos atrevimos a hacer por cobardes, por pusilánimes, por mediocres.

No se me ocurre un peor fracaso que imaginar que la vida que hemos vivido ha sido básicamente errónea, descaminada, que esto que somos no es lo que deberíamos haber sido sino lo que por desdicha hemos terminado siendo, que nuestro destino se torció, no se cumplió, “no se dio”, como dicen a veces los futbolistas. Tiene éxito el que está contento con lo que es, con lo que ha sido, no importa si eso entristece a unos cuantos o a muchos detractores (no se puede contentar a todos, y el camino más seguro para contrariarse a uno mismo es tratar de contentar a todos, una empresa que a menudo acaba mal, con casi todos descontentos, especialmente el débil de espíritu que pensaba que la alegría de los demás justificaba la tristeza propia), tiene éxito el que siente que está viviendo la vida tal y como quiere vivirla, el que mira atrás y dice bueno, pudo ser mejor, pero al menos me di el gusto de hacer lo que me dio la gana y decir lo que de verdad pensaba y sentía, del mismo modo que fracasamos tristemente los que pensamos que nuestra vida ha sido un completo y pesaroso error, una suma de errores, una andadura inútil y amargada, y que el tiempo se nos ha escapado mientras pensábamos que debíamos estar haciendo otra cosa, en otra parte. Nunca es tarde, sin embargo, para redimirnos de la oprobiosa sensación del fracaso y escapar de la senda del perdedor que tan bien conocemos: así como cada día nuevo puede ser el último de nuestra vida, también puede ser el primero de la existencia que siempre hemos soñado para nosotros y que solo haremos realidad si nos convencemos de que ese, y no ningún otro menor, es el destino que de verdad nos merecemos y por el que vamos a trabajar sin desmayo. A eso que algunos llaman talento o genio o buena suerte, yo prefiero llamar la resistencia del espíritu, el triunfo del espíritu.
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LA REPUBLICA MARZO 19, 2012

Se confiesa
Jaime Bayly: '¡Cómo pude ser tan estúpido para pensar en vivir de la política!'

El escritor confesó en una columna del diario local que está arrepentido de haber querido incursionar en algún momento en la política.

El escritor peruano Jaime Bayly hizo un análisis a través de su columna en un diario local sobre las ideas que lo impulsaron a participar en la política y ahora, tiempo después, manifiesta estar feliz de no haberlo hecho porque lo hubiese condenado a la infelicidad.

“¿Cómo pude ser tan estúpido para suponer que podía sobrevivir un año, o dos, o cinco, dejando de escribir y entregándome tontamente a las intrigas y las vanidades menores de la política?”, sentenció el escritor.

Así mismo, indicó que si hubiese dejado de ser escritor eso lo hubiese instalado en una laberinto sin salida puesto que ‘el vicio de escribir es una cosa redentora’, que lo calma un poco, pone un orden en la locura que, según él, hay en su cabeza.

“Era una idea tentadora, claro está, pero no por las buenas razones (servir a los demás, contribuir a que algunas vidas sean menos desgraciadas) sino por las malas (complacer las apetencias de la vanidad, buscar el aplauso fácil, sentirme importante, poderoso, superior)”, puntualizó Bayly.
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PERU 21 MARZO 19, 2012

La gloria tranquila

El sinuoso paso del tiempo parece confirmar que extrañamente me acompañó la prudencia cuando me abstuve de inscribirme como candidato a la presidencia del país en que nací.

Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR

Era una idea tentadora, claro está, pero no por las buenas razones (servir a los demás, contribuir a que algunas vidas sean menos desgraciadas) sino por las malas (complacer las apetencias de la vanidad, buscar el aplauso fácil, sentirme importante, poderoso, superior). No me encuentro diseñado para servir a nadie, ni siquiera a mis hijas, pues ya servirme a mí mismo resulta extenuante y penoso, todo me fatiga y abruma, no soy bueno para tomar decisiones, prefiero que el tiempo las tome por mí y luego culpar a otros de mis fracasos y sinsabores. Tal vez por eso escribo, porque la literatura, o una de las ramas menores de la literatura, que es la que cultivo o de la que cuelgo empecinadamente, me permite impugnar la vida, desafiar el tiempo, reescribir las cosas, ser yo mismo quien de momento arroja los caprichosos dados del azar.

Hace veinte años estaba ya poseído por esa manera elegante e indiscreta de ejercitar la vanidad, que es la de escribir ficciones. Nada que no fuera escribir novelas me parecía importante, de veras admirable. Y es así como he aprendido a sobrevivir desde entonces: escribiendo, iluminando las sombras del pasado con el brillo malicioso de las palabras, inventándome todas las vidas que el destino viciosamente me escamoteó. Nada, en mi opinión, justifica dejar de escribir, ni siquiera el propósito en apariencia altruista (pero a la larga extraviado, porque ninguna empresa fundada en la infelicidad personal podría razonablemente acabar bien, lo que mal comienza mal acaba) de renunciar al placer, o al servicio leal a la propia vocación, para procurar un dudoso placer a los otros, a los demás, a esos individuos que uno ni siquiera conoce ni, en el fondo, desea conocer.

El escritor que de veras es escritor no sabe vivir sin escribir, no puede vivir sin escribir, sigue escribiendo aunque no tenga la necesidad económica de hacerlo, lo hace porque siente que tal es su destino y que burlar o traicionar ese destino equivale a la parálisis, al oprobio, a la muerte lenta, segura. Si eso está más o menos claro para mí, que el escritor que deja de escribir se enferma de tristeza y se muere un poco y se enreda en unas hostilidades peligrosas consigo mismo, también lo está que no se puede ser seriamente un escritor y un político. El buen político es el que no concibe su vida fuera de la arena política, el que calcula todos sus movimientos según sus fríos intereses políticos, el que busca con obstinación la gloria política, que no es otra cosa que la aprobación sostenida de la mayoría, la simpatía y el aplauso y la admiración de quienes sumados hacen mayoría. El escritor, a diferencia del político, es un individuo que trabaja solo, que no está dispuesto a negociar sus decisiones creativas, que sigue a tientas el camino que le dictan su corazonada estética y su propia voz atormentada sin pensar en obtener la aprobación de la mayoría, pues eso mismo, buscar el aplauso de los demás, suele turbar y devaluar el aliento artístico, envenenar la pureza de una obra literaria. El buen político tiene que serlo a tiempo completo, apasionado por la política, enfermo de poder, y por eso sufre cuando no tiene poder y a menudo negocia de manera angurrienta con la verdad para obtenerlo. El escritor, esa mente inquieta que aspira a rehacer minuciosamente el tiempo y la vida misma con una lluvia intranquila y copiosa de palabras, tiene que ser escritor a tiempo completo, sin reservas, sin temores, obstinado, suicida, enfermo de literatura, dispuesto a dejar la vida en ese emprendimiento quijotesco, y por eso sufre cuando algo lo aparta o desvía de sus emprendimientos creativos, unos afanes que, por otra parte, no suele estar dispuesto a negociar con nadie, ni siquiera con las personas a las que más quiere, pues su visión artística es arbitraria y visceral y no parece negociable con nadie, o solo con todas las voces contradictorias que habitan en su mente.

Cómo pude ser tan estúpido para suponer que podía sobrevivir un año, o dos, o cinco, dejando de escribir y entregándome tontamente a las intrigas y las vanidades menores de la política, cómo no advertí con la claridad con la que advierto ahora que un año, o dos, o cinco, dedicados puramente a la política serían, en mi caso, tiempos innobles, contrariados, roídos por la amargura y la desdicha, cómo no me di cuenta cuando jugaba con la idea boba de ser candidato presidencial de que serlo me obligaba a dejar de ser un escritor y que dejar de ser un escritor me condenaba seguramente a la infelicidad y me instalaba en un laberinto sin salida. Y no es que ser un escritor, o intentar serlo, me convierta en una persona tranquila y contenta, por supuesto que no, pero el vicio de escribir es una cosa redentora, que me calma un poco, pone un orden aparente en la locura que hay en mi cabeza y me devuelve las fuerzas perdidas. No exagero si digo que cuando no escribo, soy un fantasma, una sombra, la peor versión de mí mismo, y cuando consigo escribir (aun a expensas de mi reputación y mi menguada economía y mis mejores y más honorables intereses) siento que me invade un afecto discreto por mi destino y una paz efímera que solo habrá de perdurar si vuelvo a escribir al día siguiente, sin hacer excepciones los domingos o los días festivos. Que no parezca, sin embargo, que soy un hombre laborioso o en modo alguno pujante: si bien no imagino para mí otra suerte que la del escritor, no es menos cierto que soy vocacionalmente un haragán, un perezoso, un mediocre adocenado, y por eso organizo mi vida alrededor de una idea que me parece capital, la noción del lujo más exquisito, y es que dormiré a la hora que me dé la gana y despertaré a la hora en la que buena o malamente mi cuerpo quiera despertar, y esa hora, la de recordar que sigo siendo yo, que continúo respirando, que ya debo ir pensando en lo que habré de escribir, suele ser, cuando despierto temprano, las dos de la tarde, nunca antes. No hay político capaz de ganar unas elecciones ni presidente mínimamente competente que comience el día a las dos de la tarde, y yo no estoy dispuesto a levantarme a las seis de la mañana para ganarme el cariño de los más pobres o para hacer feliz a mi madre, ni estoy dispuesto a dejar de escribir este año y el próximo para que algunos me digan en tono untuoso señor presidente y luego esos mismos me traicionen y quieran meterme en la cárcel. Que otros aspiren al poder, yo aspiro al discreto comercio con las palabras y a la gloria tranquila que se aloja en ciertos libros.
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PERU 21 MARZO 12, 2012

Idiotas felices

No sé por qué me empeño en seguir leyendo los periódicos, cuando sé que después de leerlos termino siempre abatido y descorazonado y a veces furioso, indignado.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR

No hay nada que pueda hacer, salvo quejarme, protestar, decir esto no me gusta, esto no está bien, hacer el papel de viejo cascarrabias sentado en la banca de un parque lamentando todo lo malo que lo rodea, cómo se han echado a perder las cosas, cómo todo me parece estúpido y vulgar y acanallado. Casi nada me gusta, casi todo me parece injusto, deleznable, o será que las cosas que me gustan no me llaman tanto la atención como las que me parecen groseras, chocantes, inaceptables.

Todo ha sido siempre injusto, la historia de la especie humana es un larguísimo inventario de injusticias y atrocidades, cuándo no ha sido el hombre una criatura violenta, la bondad y la tolerancia son valores relativamente modernos, la civilización y la libertad son ideas todavía minoritarias si contamos cuántos seres humanos son hoy mismo libres y civilizados (los chinos, por lo pronto, no son libres, y casi todos los africanos tampoco, y de los países árabes mejor no hablemos), y sin embargo uno no se acostumbra a la idea de que los hombres de nuestro tiempo no somos en esencia tan distintos a los de todos los tiempos: si bien disfrutamos ahora de unas comodidades que antes no existían y jugamos con unos aparatos tecnológicos que no dejan de deslumbrarnos y al cabo de uno o dos años ya son obsoletos frente a los nuevos adminículos que se ponen de moda y podemos comunicarnos rápida y eficazmente de maneras que antes resultaban impensadas, lo que perdura y prevalece en nosotros sigue siendo el egoísmo más rampante y a veces criminal, el deseo de tenerlo todo ahora mismo, la cortedad de miras, el afán de poseer unos bienes y ejercer un poder sobre los demás, todas esas cosas que nos rebajan como individuos y nos devuelven al viejo instinto de la tribu: el de preocuparse por uno mismo y por nadie más y desentenderse de los problemas de los vecinos y ser una bestia que impone violentamente su existencia, aun si para ello es necesario mandar sin escrúpulos y matar al que se nos opone.

Uno pensaría que los deslumbrantes inventos de la modernidad contribuirían a hacer de nosotros unas mejores personas, que la facilidad con la que ahora se accede al conocimiento nos haría menos ignorantes, que los individuos de estos tiempos serían éticamente superiores (menos violentos, más generosos) que los que poblaron el planeta en los siglos precedentes, y ese no parece ser el caso cuando uno lee los periódicos y ve las noticias en la televisión: seguimos matándonos en nombre de la religión, de las creencias de la tribu, del poder, seguimos siendo salvajes, despiadados, inhumanos, el mundo está lleno de sátrapas y tiranos y explotadores de todo pelaje, nos parece normal que los chinos estén gobernados por una dictadura y casi nadie dice nada porque los chinos tienen dinero y entonces hay que negociar y pactar con ellos en nombre del dinero, nos parece inevitable y hasta plausible que los cubanos estén sojuzgados por una camarilla de matones y casi todos los países americanos (incluyendo el país en que nací) hagan el triste papel de cortesanos de esos decrépitos espadones uniformados, nos parece natural que medio mundo viva todavía en la barbarie y el oscurantismo y, la verdad, mucho no nos importa, no hay señales de que nos importe. Porque lo que más parece importarnos a la inmensa mayoría de los que habitamos el mundo libre y civilizado no es ayudar en modo alguno a los que la pasan peor que nosotros, no, qué ocurrencia, qué ingenuidad: lo que nos preocupa con creciente impaciencia y hasta desesperación es divertirnos, buscar el placer de cualquier manera y a cualquier precio, pasarla bien, no importa si el otro la pasa mal, mala suerte, tal es su destino, joderse, nosotros no hemos nacido para jodernos, hemos nacido para ser condenadamente felices y estar contentos, livianos, despreocupados, silbando y cantando y bailando y gozando de la buena vida.

Esto es lo que, cuando leo los periódicos y veo el modo en que la gente dilapida su tiempo, más me entristece: que pudiendo ser mejores personas, más nobles, más educadas, más sensibles a la belleza y el arte y el mínimo sentido de la justicia, elegimos, sin embargo, ser los mismos idiotas que siempre hemos sido, y celebramos la vulgaridad y la ignorancia, y nos quedamos atrapados en las costumbres tontorronas de la tribu, y nos parece que la idea de la felicidad es emborracharnos, gritar, poner la música a tope, dejar de pensar, saltar, bailar, mirarnos el culo, follarnos y enseguida quedarnos dormidos, masivamente idiotizados, como si estuviéramos muertos, para ser al día siguiente una versión aún peor de la que ya éramos.

Perdón si todo esto suena pesimista, pero es lo que siento ahora mismo: la suerte del otro, del que la pasa mal, nos importa poco y nada, porque lo que nos urge moralmente (es un deseo quemante, una necesidad impostergable) es divertirnos, y lo que más nos divierte no es por desgracia lo que nos hace mejores personas (leer, aprender, escuchar, esmerarnos en cultivar lo poco de bueno que hay en nosotros), sino entregarnos tonta y gozosamente a la noción de que cuando somos más brutos es cuando más contentos estamos, y entonces el placer, sin darnos cuenta, sin pensarlo siquiera, termina asociado a esas cosas (gritar, chillar, saltar como energúmenos, estar todo el tiempo de fiesta, dejar de pensar, creer que la vida comienza y termina en uno mismo) que, por muchos aparatos tecnológicos que llevemos a mano, nos devuelven a nuestros ilustres antepasados, los chimpancés. Y pobre del que interrumpa la fiesta interminable con estos reparos y estos rencores: lo mandan a callar, le dicen no jodas, tómate un trago, relájate, baila, diviértete, no seas amargado. Y entonces uno se aleja del estrépito y el bullicio y se queda solo, rumiando su tristeza, pensando que no es verdad que hemos avanzados culturalmente, seguimos siendo los mismos idiotas de siempre, solo que con más aparatos modernos y con más posibilidades de informarle al mundo lo bastante idiotas que somos, lo salvajemente felices que somos siendo idiotas.
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PERU 21 MARZO 5, 2012

La penúltima noche

A nadie le gusta que lo despidan, cuando te despiden te hacen sentir prescindible, insignificante, y eso es exactamente lo que somos, prescindibles, insignificantes, y sin embargo nos duele y nos ofende que nos lo recuerden, que nos digan que están mejor sin nosotros y que nuestra presencia es ya un lastre, un estorbo.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Nos gusta que nos elogien, que nos necesiten, que nos digan cuán valioso es nuestro aporte, que nos paguen más y más por nuestra inestimable contribución, nos gusta tanto que nos quieran que no imaginamos que aquellos que antes nos querían un buen día se cansarán de nosotros y nos dirán adiós, buena suerte, hasta nunca, pero eso por desgracia ocurre, a todos nos ocurre, y si nadie nos ha despedido todavía de un trabajo o un amor o una amistad, ya se encargará de despedirnos la vida misma, interrumpiendo nuestra existencia cuando le dé la gana, lo que muy raramente coincide con nuestras ganas, pues son muy pocos los que tienen ganas de morirse (alabados sean) y menos, los que hacen algo para que esas ganas se traduzcan en unos hechos concretos (benditos los suicidas ejemplares). El despido suele tomarnos por sorpresa y parecernos un hecho injusto, arbitrario. Me han despedido no pocas veces y siempre o casi siempre me ha parecido una cosa atroz, horrorosa, de muy mal gusto, que me expulsaran de un lugar, que interrumpieran con alevosa brusquedad una rutina que ya se me hacía mediocre y placentera, que me hicieran sentir que sin mí estarían mejor, mucho mejor, y pasado el tiempo (pasa el tiempo pero quedan los rencores, indisolubles) he venido a descubrir que esos despidos, en su momento traumáticos y sin duda dolorosos, terminaron siendo convenientes para que yo fuese quien debía ser, para que mi destino se cumpliese cabalmente tal y como estaba escrito, me temo, en las arenas movedizas que lame la ola incesante del tiempo. Me echaron del colegio por faltar sistemáticamente a clases, me echaron de la universidad por desaprobar una y otra vez un curso que no entendía, me echaron de un canal de televisión por hacer una pregunta atrevida, me echaron de la casa de mis padres por comportarme de una manera díscola y libertina, me echaron de sus vidas unos amigos por contarlo todo en mis novelas (tal vez no alcanzaron a comprender que uno solo escribe de lo que de veras le importa), me echaron de nuevo, tantas veces, para qué contarlas ahora, de la televisión, siempre por negarme a callar lo que estaba pensando, por decir lo que a duras penas podía hallar en mi cabeza y mi corazón: todos esos despidos fueron humillantes, brutales, desoladores, y con seguridad no hicieron de mí una mejor persona, y sin embargo ahora que los recuerdo me parecen inevitables, me parece bien que ocurrieran, me digo que tenían que ocurrir y que esto que soy ahora mismo es la suma de todos los infortunios que caben en mí (y siempre cabe uno más, siempre se puede estar peor hasta que uno se muere, lo que en su momento es considerado un infortunio, pero a lo mejor no lo es del todo). Eso es lo bueno de ser escritor: todo lo malo que te va ocurriendo sirve para recogerlo y volcarlo en las novelas y escribirlo de una manera que te redima de esas miserias y esos pesares, todo lo que es malo en la vida misma acaso sea bueno para los emprendimientos artísticos, todo lo que te hace desgraciado te hará también, con suerte y si perseveras, menos tonto e insensible y dotará a tu voz de una musicalidad única, singular, todos los que te han despedido y humillado son, quién lo diría, tus aliados impensados en el quijotesco afán de dejar una huella, un testimonio, algo que preserve una mínima belleza cuando ya no estemos. Lo que somos es también, al mismo tiempo, lo que no somos, lo que no hemos podido ser, las carreras inconclusas, los sueños interrumpidos, las ilusiones rotas, perdidas; lo que nos define con más exactitud no es lo que hemos conseguido sino lo que no hemos logrado, lo que hemos perseguido inútilmente, aquello que se nos ha escapado y seguimos soñando con alcanzar; la borrosa, mágica cifra de un individuo tal vez no se encuentra en las cosas que hace sino en las que quisiera hacer, en las que sueña que algún día hará y que con toda probabilidad nunca hará. De todos los despidos, el más cruel es acaso el del tiempo, que se despide de nosotros todos los días, lenta y sigilosamente, sin que lo advirtamos con la debida perspicacia: cuando cae la tarde y llega la noche hemos sido despedidos, nos queda menos tiempo, somos los escombros o los desechos o los residuos de lo que fuimos, esta noche podría ser la última o la penúltima y sin embargo la vivimos como si fuera eterna. Tal vez por eso, porque tarde o temprano todos seremos despedidos del modesto oficio de estar vivos y porque ahora mismo estamos siendo despedidos de un viaje a ninguna parte que más o menos pronto habrá de interrumpirse, es preciso aferrarse a las pequeñas cosas de las que ningún jefe o empleador podría despedirnos: esos actos solapados que nos dan alguna forma de placer, esas ceremonias íntimas, minúsculas, que nos recuerdan el goce de existir, esas palabras sosegadas que hemos pronunciado este día, en esta lengua, antes de que caiga la noche y todo sea polvo y olvido.
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PERU 21 FEBRERO 27, 2012

La mirada ajena

Muy pocas personas se resisten a salir en televisión, casi todo el mundo ve con simpatía la idea seductora de salir en televisión.

Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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Si invitas a alguien a la televisión, difícilmente te dirá que no, salvo que prefiera ir a otra televisión con más audiencia. Lo que uno quiere cuando sale en televisión es que lo vea todo el mundo, la mayor cantidad de gente posible. Esto es lo más urgente: que nos vean, que nos presten atención, que sepan quiénes somos, que nos consideren inteligentes y en lo posible divertidos aun si no lo somos y si para ello tenemos que mentir consistentemente. Tal vez sin advertirlo, el que sale en televisión procura caer bien, ofrecer la mejor versión de sí mismo. Quiere (y por eso sonríe tanto y se ha maquillado y viste con esmero) que le tengamos aprecio, que lo veamos con simpatía, que nos formemos una buena opinión de él. En esa operación de seducción, el que se exhibe está dispuesto a falsearse todo cuanto sea necesario para caernos bien. Lo que dice es muy raramente lo que de verdad piensa, lo que sonríe es por lo general una mueca aprendida que nada tiene que ver con la felicidad y que más bien suele responder a la ambición y la codicia y la impaciencia por agradar de cualquier manera, lo que grita de un modo pueril o ríe a carcajadas o aplaude con frenesí es casi siempre un embuste tras otro, pura falsedad histriónica, el interés o la curiosidad que despliega ante la mirada ajena son simulaciones más o menos bien remuneradas (pero que nunca compensan la desdicha que trae consigo la mentira sistemática), los elogios que vierte son muy infrecuentemente sinceros, todo o casi todo es mentira, una pose, una impostura. Y por supuesto también es mentira cuando el que sale en televisión, ya famoso o aspirante a famoso o famoso en decadencia que se niega a retirarse (estos últimos son los más peligrosos, saben o intuyen que el retiro es algo que se parece mucho a la muerte), dice que nos quiere, que se debe a su público, que todo lo que hace (sus esfuerzos, sus grandes sacrificios, sus privaciones) lo hace porque nos quiere. Eso, desde luego, no es verdad. El que sale en televisión no nos quiere, no nos conoce, no quiere conocernos, le espanta la idea de conocernos y tener alguna familiaridad con nosotros, el que sale en televisión y dice que tanto nos quiere en realidad a quien se quiere principalmente y casi exclusivamente es a sí mismo, y de un modo marginal y más errático a quienes le pagan por salir en televisión diciendo tantas mentiras y disparates y habladurías vanas. Lo que de veras está pensando el que sale en televisión es esto mismo: quiero que me paguen por exhibirme, quiero ser famoso, quiero que todo el mundo sepa quién soy, quiero que me consideren una persona de éxito y me traten mucho mejor que a una persona común, y si el precio que debo pagar es el de vivir una vida solitaria, triste, miserable, paranoica, estoy dispuesto a ello, no me importa ser desdichado si consigo ser rico y famoso, la felicidad no consiste en sentirse bien sino en que los demás imaginen que soy más feliz que ellos, ya luego si es mentira no importa, nadie o casi nadie, salvo yo mismo y algunos desgraciados que tengan la osadía de irrumpir en mi intimidad, se va a enterar. Por salir en televisión la gente se desespera, se impacienta, se atropella, olvida la lealtad y el buen gusto, traiciona a los amigos y familiares, siembra toda clase de intrigas, hace cualquier cosa, se viste con prendas que no usaría en su vida normal, canta aunque no sepa cantar, baila piruetas arriesgadas a riesgo de caerse y romperse algo, cuenta sus más sórdidos secretos o las miserias de sus amantes, se quiebra, llora, insulta, vomita diatribas, jura venganzas, se inventa una biografía conveniente y mata imaginariamente a su madre en un terremoto que no existió si eso es lo que sube el rating y hace llorar a la gente, por salir en televisión la gente hace el ridículo más grande y a veces ni siquiera cobra, lo hace gratis, por puro afán de salir, de mostrarse, de ser alguien, de que nos reconozca el vecino o el amigo del colegio o la novia que nos dejó, míralo, míralo, es él, ahora es famoso, sale en televisión, cuánto le habrán pagado. Porque hay quienes cobran bastante por exhibirse con absoluta impudicia (y no es que les guste hacerlo, es que no saben ganarse la vida de otra manera, se han acostumbrado al dinero fácil y ya son famosos y no hay vuelta atrás, han quemado las naves, la vida es una fuga incesante hacia delante, hacia ninguna parte) y hay quienes no cobran nada por salir en televisión y lo hacen porque les divierte, o ni siquiera porque les divierte, lo hacen porque creen que esos contados minutos de aireo público son algo tremendo, excepcional, casi histórico, algo reservado a unos pocos afortunados, algo que les cambiará la vida para bien, un trance memorable que entrañará algún sufrimiento pasajero y luego traerá impensables beneficios, la fama, el éxito, el dinero incontable, todo eso que se asocia a la felicidad. El que sale en televisión piensa que es único, especial, que los ordinarios son los que lo están mirando, apelmazados, y el extraordinario es sin duda él, que de pronto nos revela todo sus brutales talentos escondidos. Tal vez no advierte (es cosa de ir cambiando de canales o viajar y ver televisión en otras lenguas) que en estos tiempos casi cualquiera sale en televisión, no hace falta mérito ni talento para salir en ella, es probable que sea más la gente que alguna vez ha salido en televisión que la que nunca ha salido en ella, y sobre todo son pocos, muy pocos, los que no han salido en televisión porque han elegido prudente, sabiamente quedarse en su casa, ser nadie, ser uno más, ser uno mismo, no recurrir a las mentiras chillonas y descaradas para seducir a los incautos, a los que, viéndonos, creen que somos quienes no somos, creen que los queremos cuando la verdad es que no los queremos, creen que sonreímos porque somos buena gente cuando a duras penas sonreímos porque pensamos en el dinero que habrán de pagarnos por seguir mintiendo a más y más gente, con ropa más y más cara. Todo o casi todo es falso, intrínsecamente falso y mentiroso y desalmado en el mundo de la televisión, y por eso los que se atreven a decir lo que de verdad están pensando son considerados locos, marginales, desadaptados. No se adaptan, no encajan, a qué no se adaptan y encajan: a pensar que la opinión del otro, del que mira, es más importante que la de uno mismo.
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PERU 21 FEBRERO 20, 2012

Lo importante que soy

Cumplir años no tiene mérito, es solo cuestión de suerte, el mérito es de los que nos aguantan, de los que nos acompañan, de los que perdonan nuestras ínfimas miserias y perseveran en el arduo oficio de querernos.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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No parece justo que nos hagan regalos cuando cumplimos años, el mejor y más inmerecido regalo es que nos sigan queriendo, que comprendan nuestras debilidades, que se alegren de que sigamos vivos y nos den unos besos y unos abrazos que creemos merecer pero que, a decir verdad, no nos engañemos, nunca merecemos del todo. Ya es un regalo estar vivos, gozar de buena salud, disfrutar de una existencia sosegada, confortable, comer lo que nos da la gana, ya bastante afortunados somos aunque no siempre nos demos cuenta de ello, que luego vengan a darnos regalos solo porque existimos parecería un exceso, un engreimiento, una cosa inmoderada.

Somos nosotros quienes debiéramos dar regalos el día que cumplimos años, en primer lugar a nuestros padres si tenemos la suerte de que sigan vivos, gracias a ellos estamos aquí, respirando, fastidiando, pidiendo más y más, quejándonos casi siempre, celebrándonos como si fuéramos gran cosa, fueron ellos quienes, amándose, deseándose, permitieron ese hecho accidental, azaroso, insólito (insólito al menos para nuestros ojos) que llamamos la vida, una vida que supo existir sin nosotros y que seguramente se las arreglará para seguir existiendo cuando ya no estemos, aunque tal cosa, la vida sin nosotros, nos parezca insensible, inhumana, atroz, del todo improbable, no puede ser que la humanidad tenga el mal gusto de olvidarnos así, tan rápido, tan insensiblemente, y no extinguirse de la pura tristeza porque ya no estamos, cómo podría alguien tener el mal gusto de soportar la vida sin nosotros.

Nos hemos acostumbrado a que sean otros quienes se acuerden con cariño del día en que nacimos, nos hemos hecho a la idea de que siempre nos deben más elogios, más efusiones de afecto, más y mejores regalos, nos parece lógico y natural que nos quieran mucho, sin reservas, desmesuradamente, sin que en verdad lo merezcamos, nos parece espantoso, una atrocidad, casi un delito, que alguien se atreva a no querernos, que tenga una mala opinión de nosotros, pero sobre todo nos parece imperdonable que alguien se olvide de nuestro cumpleaños, cómo puede ser tan bestia esa persona de no advertir lo únicos y especiales y enormemente divertidos y supremamente talentosos que somos, quién se ha creído para pretender que el tiempo puede transcurrir sin interrumpirse para celebrar como corresponde nuestra singularísima existencia.

Y que no vengan luego con la majadería de pedirnos que nos acordemos de sus cumpleaños, que los llamemos a saludarlos, que les hagamos regalos, que festejemos sus vidas, esas cositas minúsculas, grisáceas, ordinarias no, por favor, cómo podríamos tener tiempo de pensar en ellos y recordar sus natalicios, sus aniversarios, sus fechas especiales, cuando estamos tan atareados y contentos pensando en nosotros mismos, que es una ocupación que nos parece noble, virtuosa, moralmente insuperable, el tiempo mejor empleado, el que gastamos en atendernos y complacer nuestros más desaforados caprichos y apetitos. Esto es algo que nos resulta incomprensible: que los demás no entiendan que su función primordial como seres vivos es hacernos compañía, darnos aliento, celebrarnos, sonreírnos, aplaudirnos, que tengan la absurda pretensión de que ellos son más importantes que nosotros, que no adviertan que han venido al mundo no para ser felices, qué ocurrencia, sino para propiciar nuestra felicidad, cuándo se van a dar cuenta de que lo que de veras importa no es que ellos estén vivos o tengan sus ridículos cumpleaños, cuándo por ventura se van a dar cuenta de que lo mejor que les ha pasado es vivir para conocernos, que ellos son el decorado, la corte, los extras en esa película apasionante que es nuestra vida.

No se diga que todos los cumpleaños son iguales y todas las vidas valen lo mismo, qué chiste, qué insolencia, es evidente que el mundo comienza el día en que uno nació, todo lo anterior es una abstracción, una quimera, datos enciclopédicos, pura fabulación de historiadores, y terminará el día en que uno por desgracia muera, y por lo tanto el cumpleaños de uno mismo es un día fundacional, un parte aguas, una fecha que nadie debería olvidar o pasar por alto como si fuera un día más. Y no es cuestión de egolatría o narcicismo, es cuestión de estar despiertos, atentos, despabilados, y saber distinguir la paja del trigo, lo que es bueno, lo mejor, la excelencia natural. No lo digo yo, lo diría cualquiera: qué día tan lindo es mi cumpleaños, es una pena que solo dure un día, debería extenderse un poco más, qué bonito es cuando la gente se da cuenta de lo importante que soy.

No deja de sorprenderme cumplir un año más, me he esmerado bastante para impedirlo, he saboteado mi quebradiza salud todo cuanto he podido, he aguardado perezosamente la muerte que de momento me ha burlado, esquiva, y sin embargo estoy aquí, sigo aquí, mi cuerpo se resiste a apagarse a pesar de las numerosas invitaciones que le he extendido. Por eso veo los cumpleaños con estupor y perplejidad, porque me parece disparatado seguir respirando cuando me he tratado con tanta saña y no deja de asombrarme que una mujer divertida y encantadora insista tercamente en quererme cuando ella se merece algo mejor. Lo insólito de este cumpleaños no es solamente seguir en pie y estar rodeado de cariño y recibir tantos regalos preciosos, lo más raro es sentir a ratos, como un viento persistente que viene del mar, que tal vez estoy aprendiendo a verme con paciencia y compasión.
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PERU 21 FEBRERO 13, 2012

Las poses y los gritos

La política es una enfermedad, los políticos son personas casi siempre enfermas y sin embargo extrañamente admiradas, el político que triunfa y llega al poder es rara vez alguien que desea servir por razones altruistas o desinteresadas, suele ser una criatura desesperada por alcanzar la gloria, la notoriedad, el poder, aunque todo eso dure poco y a menudo acabe mal.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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De qué están enfermos los políticos, supongo que de vanidad, de contemplarse a sí mismos con pasión desmesurada, de escucharse embriagados, de mirar las noticias no para ver qué ha ocurrido sino cómo han salido ellos en las noticias. Los políticos persiguen enfermizamente eso que llamamos el poder, que no es otra cosa que la sensación pasajera de que uno es más importante que los demás, que uno está por encima de los demás, que uno es el que manda, el jefe de la tribu, el que toma las decisiones. Todo lo que es importante en la política gira alrededor del poder: los que no tienen poder sueñan con llegar a tenerlo, se desesperan por alcanzarlo, se sienten menos cuando no lo tienen, y los que han llegado al poder no se contentan con eso, quieren más poder, tienen miedo a perderlo, se desvelan por no perderlo, recurren con frecuencia a toda clase de trampas, ruindades y abyecciones para perpetuarse en el poder y extender su dominio sobre los otros, los que miran las noticias sin aparecer en ellas.

Eso es lo que distingue a los políticos de raza, a los que no conciben su vida fuera del mundo tóxico, enrarecido de la política: todos piensan que si llegan al poder, si ganan las elecciones, serán considerados exitosos, triunfadores, incluso ejemplares, pero si no llegan al poder, si pierden por un puñado de votos, si por mucho que lo intentan siguen perdiendo una y otra vez, caerá sobre ellos una sombra oprobiosa, la sospecha de que son perdedores, gente desgraciada, sin suerte, que tuvo un destino aciago, pobrecitos, nunca llegaron al poder con el que tanto habían soñado. De modo que el político que se respeta entiende, echándose el alma a la espalda, que el poder lo es todo, que llegar el poder justifica todos los esfuerzos, todos los embustes, todas las concesiones intelectuales y morales y estéticas, todo sea por aparecer en la portada del periódico al día siguiente y leer: yo gané, los demás perdieron, ya entré en la historia, ya soy alguien.

Pero el que gana, por supuesto, no es el mejor, no es la mejor persona, ni es tampoco el que tiene las mejores ideas o las mejores intenciones, qué va, ni es el que hará mejor el trabajo al que se ha postulado, qué ocurrencia, generalmente el que gana es quien mejor ha sabido venderse, quien ha sabido decirle a la gente lo que ella quería escuchar. Dado que el producto que el político vende no es un jabón o una pasta de dientes sino es él mismo, sus palabras y sonrisas, sus arengas y simulaciones, el mejor político es el que sabe adaptarse camaleónicamente, cínicamente, a lo que la mayoría necesita oír, quiere escuchar. No gana el más inteligente ni el más preparado ni el más virtuoso ni el más leído, gana el que seduce más eficazmente a la mayoría, el que interpreta con astucia lo que la mayoría quiere escuchar en ese momento, en esa determinada circunstancia. En el empeño por conquistar el poder (que antes era una operación en la que había que empuñar las armas y prevalecer de un modo bárbaro sobre el adversario y ahora es un concurso en el cual los aspirantes deben ganar la confianza de quienes desean representar), las ideas y los principios pueden resultar un estorbo si contravienen las expectativas de la mayoría, lo que resulta conveniente no es tener unas ideas irrenunciables, unos principios no negociables, una visión irreductible de uno mismo, todo eso es un lastre, un baldón, lo que facilita enormemente la victoria y el ascenso al poder es no tener ninguna idea irrenunciable, estar dispuesto a renunciar a cualquier idea perdedora, impopular, y abrazar a toda prisa y sin escrúpulos las ideas ganadoras, entendiéndose por ganadora no necesariamente una buena idea sino una que la mayoría aprueba, aplaude, ve con simpatía o entusiasmo. Como la mayoría suele cambiar de ideas y convicciones según soplen los vientos, el buen político, el que aspira a tener poder y no perderlo, es el que, dócil, maleable, muda de ideas y convicciones al mismo tiempo y en la misma dirección que la veleidosa, antojadiza mayoría, y no el que se aferra con terquedad a unas ideas que la mayoría reprueba.

Hay algo triste en los políticos, en la gente que solo habla de política, en los que no tienen otra vida fuera de la política, en los que buscan el sentido de la existencia en el ejercicio del poder, hay algo chato, mediocre, sin vuelo, en los que creen que la vida comienza y termina en la política y solo son admirables los que ocupan el poder. Cuando uno viaja, lee, observa y escucha con atención, cuando busca la belleza en el arte que es lo que perdura y no en el poder que es pasajero y accidental, el mundo de la política parece un gigantesco manicomio, una casa afantasmada, un lugar reservado a los orates, a los charlatanes, a los que se obstinan en ofrecernos la peor versión de sí mismos, todo el día intrigando, conspirando, rebajando al adversario, embaucando a los cándidos, todo el día envanecidos, ensimismados, mirándose en el espejo, escuchando el eco de sus propias voces. Pero la vida, por fortuna, es algo más que la política, mucho más que la política, y para advertirlo solo hace falta ignorar a los políticos, mirarlos como si fueran translúcidos, transparentes, tratando de ver lo que está detrás, la belleza tranquila que ellos nos ocultan con sus poses y sus gritos.
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EL COMERCIO FEBRERO 6, 2012

Jaime Bayly contó episodios de su despertar sexual

El periodista radica actualmente en Miami, junto a su joven esposa, Silvia Núñez del Arco y su hija Zoe

(Foto: archivo El Comercio)
El polémico escritor peruano Jaime Bayly recordó en su columna de Perú.21 algunos episodios de su despertar sexual, luego de que un amigo del colegio le regalara una revista con mujeres desnudas.

“El primer accidente en mi historia personal del deseo ocurrió, a mi pesar, cuando tenía quince años. Hasta entonces el deseo estaba asociado indesligablemente al cuerpo de una mujer, la mujer de la revista. Circunstancias dictadas por el azar me llevaron a un prostíbulo en los arrabales”, escribió el también periodista.

Agregó: “No por desear a una mujer desconocida y sin embargo turbadora me sentía de veras un hombre. Nunca me he sentido completamente un hombre, siempre me ha parecido que soy menos hombre que cualquiera”.

Asimismo, el escritor detalló momentos de su vida escolar en los que rechazó juegos íntimos con niños afeminados.

“En el colegio había algunos niños afeminados. No me sentía como ellos. Los veía con simpatía y curiosidad pero no despertaban en mí algo parecido al deseo. Alguno se me acercó, me propuso juegos que no sabía que existían, preferí declinar temerosamente y alejarme de él. Desde entonces sabía que esas cosas pasaban, pero no me imaginaba haciéndolas, no me tentaba hacerlas”, escribió.
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PERU 21 FEBRERO 6, 2012

El historiador del deseo

El cuerpo de una mujer fue el origen de mi primera fijación erótica. Aunque no la conocía ni había hablado con ella, podía verla desnuda.

Jaime Bayly,La columna Jaime Bayly
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Era la mujer que aparecía fotografiada en una revista que me había prestado furtivamente un amigo del colegio.

El hábito de tocarme a escondidas mirando las fotos de esa mujer no estaba exento de culpa, pero el placer vencía a la culpa, prevalecía sobre los temores.

No por desear a una mujer desconocida y sin embargo turbadora me sentía de veras un hombre. Nunca me he sentido completamente un hombre, siempre me ha parecido que soy menos hombre que cualquiera.

No era un niño afectado, no que yo sepa, no recuerdo que nadie me dijera tal cosa. Era delicado, tímido, tal vez ensimismado. No se me daban con facilidad los amigos, desconfiaba de todos.

En el colegio había algunos niños afeminados. No me sentía como ellos, uno de ellos. Los veía con simpatía y curiosidad pero no despertaban en mí algo parecido al deseo. Alguno se me acercó, me propuso juegos que no sabía que existían, preferí declinar temerosamente y alejarme de él. Desde entonces sabía que esas cosas pasaban, pero no me imaginaba haciéndolas, no me tentaba hacerlas.

El primer accidente en mi historia personal del deseo ocurrió, a mi pesar, cuando tenía quince años. Hasta entonces el deseo estaba asociado indesligablemente al cuerpo de una mujer, la mujer de la revista. Circunstancias dictadas por el azar me llevaron a un prostíbulo en los arrabales. De pronto me encontré frente a una mujer desnuda. Nunca había visto a una mujer desnudándose realmente ante mis ojos. No era como la mujer de la revista, esta mujer que me hablaba a dos pasos era fea, vulgar y olía mal. Nada en ella me tentaba, todo me provocaba espanto y repulsión. Lo que ocurrió fue devastador para mí, sentí que no podía ser un hombre, que mi cuerpo se rehusaba a responder como el de un hombre cabal en ese momento inescapable.

Todavía no me he recuperado del todo de aquel fracaso. Lo que soy en el territorio del deseo es algo que se origina en la mujer de la revista y pasa inexorable y tristemente por la mujer del burdel a la que mi cuerpo repudió.

Lo que antes era una certeza había pasado a ser una duda quemante, el abismo que se abría a mis pies. Ya nada volvería a ser lo que era.

Tal vez para espantar esos deseos que ahora me asaltaban y que no nacían de la contemplación del cuerpo de un hombre en particular sino de un ejercicio despiadado por interrogarme a mí mismo, tuve intimidad amorosa con dos o tres mujeres de la universidad. No sé si de veras las amé, creo que no, estaba demasiado tenso para amar a nadie, atento a las reacciones de mi cuerpo, como si fuera un observador, el historiador de mis deseos. Ahora pienso que mi impaciencia por seducirlas era un intento chapucero de afirmar una cosa y negar la otra. Lo que descubrí, sin embargo, no aplacó mi ansiedad ni despejó mis dudas. Todo estaba bien, en apariencia podía operar como un hombre, pero la pregunta seguía en pie, perturbando la calma: ¿no será eso otro lo que de veras me gusta, no será mejor que esto que ya conozco? ¿Cómo puedo saber si soy este tipo de hombre si no me he aventurado a ser ese otro, más arriesgado?

Tampoco fueron del todo placenteras las circunstancias en las que osé probar lo que no se nombraba, lo que el honor y la moral proscribían. Sobre el oscuro e inequívoco placer que me provocaron tales escaramuzas, prevaleció el vértigo de sentirme humillado y repudiar estéticamente esas posturas que me parecían innobles, rebajadas.

Durante años he sido un hombre minado por la duda, roído por la insatisfacción, el que quiere estar al otro lado de la verja, el que desea lo que no posee, el que ama con reticencias, pensando que, si bien esto es bueno, eso otro que estoy perdiéndome es mejor, debería de ser mejor. Cuando me permitía amar a una mujer, pensaba que cumpliría más cabalmente mi destino amando a un hombre. Cuando procuraba amar a un hombre, echaba de menos estar con una mujer. Una cosa y la otra parecían incompletas, me dejaban abatido, contrariado, vacío.

La trayectoria errática e impredecible de mis deseos no ha parecido seguir el instinto de la lujuria sino la curiosidad inquieta del investigador. He querido probar una cosa y la otra, todas las posibles, que nadie me las cuente, sentir que podía decir esto me gusta y esto no me gusta. El resultado, sin embargo, ha sido un tanto descorazonador. No he podido ser una cosa ni la otra, hallar mi identidad en un cuerpo ni en otro, me he sentido siempre un hombre a medias, incompleto, buscando algo huidizo, esquivo.

Cuando ya me había resignado a la idea de que mi condición natural no era la de amar sino la de estar solo, una mujer muy joven me miró a los ojos. Por mirarla y seguir mirándola y negarme a mirar a otro lado, ahora tenemos una hija y no siento que algo imaginario sería mejor que esto que es real y que, teniendo en cuenta mi pasado, no deja de sorprenderme.
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PERU 21 ENER0 23, 2012

La mujer que llora
Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly

Salimos del cine, es pasada la medianoche, hemos visto un bodrio, aun si la película es mala me hace bien ir al cine, me despeja la cabeza. La noche está fresca, tomamos un par de tragos, yo no puedo tomar alcohol, el hígado no me deja, tomo jugo de naranja. Caminando hacia el auto, veo una bodega que parece abierta, está iluminada por dentro. Vamos a curiosear, le digo. La bodega parecía abierta pero está cerrada. Volvemos sobre nuestros pasos. Nos cruzamos con una mujer joven, delgada, con minifalda corta y tacos. Está sola, nos mira intensamente. Unos segundos después, mientras nos alejamos de ella, pregunta:

–¿Ustedes son de acá?

Lo ha preguntado en inglés, con una voz débil, asustada. Nos detenemos, la miro, parece que está en problemas, le digo:

–Sí, somos de acá.

No es verdad, claro, nadie es realmente de acá o de allá, todos estamos de paso, pero por el momento estamos acá. La mujer tiene un pequeño tatuaje en el cuello y otro en una pierna. Es blanca, muy blanca, como si estuviera pálida, enferma, con frío, tiene un aspecto que no parece saludable, el pelo es oscuro, no muy largo, algo ensortijado. No está maquillada y sin embargo, o por eso mismo, es atractiva. Lleva una cartera pequeña que sujeta como si tuviera miedo.

–Estoy perdida –dice.

Ciertamente parece estarlo, en su mirada uno puede advertir que algo malo le está pasando, que no está cómoda en ese cuerpo frágil, tembloroso, que no sabe adónde ir o sabe adónde irá y no quiere ir a ese lugar.

–¿Adónde quieres ir? –pregunta Silvia.
–No sé –dice ella y parece que en cualquier momento va a romper a llorar–. Soy de Las Vegas. No soy de acá. Estoy perdida.

Quizá está mintiendo, quizá es prostituta y quiere venir con nosotros, está vestida como prostituta y está parada sola en una esquina como prostituta pero esa mirada tímida, ensimismada, quebradiza, no parece la de una prostituta.

–¿Qué podemos hacer por ti? –le pregunto.
–Nada, nada –dice ella, y mueve la cabeza, contrariada, abatida, como si algo malo acabase de ocurrirle y no se atreviese a contárnoslo.
–Queremos ayudarte –le dice Silvia–. Por favor dinos qué necesitas.
–¿Tienes hambre? –le pregunto–. ¿Quieres ir a comer algo?

Nos mira como si no decidiera si puede confiar en nosotros, le miro las manos, veo que juega con ellas nerviosamente, entrelazándolas, moviendo los dedos, haciendo crujir sus huesos, me parece que tiene marcas en los brazos, seguramente se pincha para drogarse, puede estar drogada, muchos en estas calles andan drogados, cayéndose.

–No sé adónde ir –dice ella–. Mi novio me trajo de Las Vegas y me ha dejado.
Enseguida rompe a llorar, es un llanto reprimido, avergonzado, no se abandona a llorar, intenta ocultarlo, se cubre el rostro con las manos, no es una simulación, está llorando de veras, está sinceramente afectada, consternada.
–Por favor no llores –le digo y me acerco a ella.
–Dinos qué necesitas –le dice Silvia.
–No sé qué hacer, no sé qué hacer –dice ella y nos mira con desesperación, como si estuviera en peligro, como si quisiera escapar de ese esquina desalmada.
–¿Dónde vas a dormir esta noche? –le pregunto.
Silvia me mira diciéndome ten cuidado, no seas imprudente, tampoco podemos confiar tanto en ella.
–No tengo adónde ir –dice ella, y vuelve a llorar y recuerdo que en la película alguien dijo que los humanos somos los únicos animales que lloramos con lágrimas.
Me acerco a ella, acaricio levemente su brazo, cubierto por una chaqueta de cuero negra, y le digo:
–¿Quieres ir a un hotel?
Me mira, asustada.
–Si quieres, te llevamos a un hotel, pagamos la noche y nos vamos –le digo.
–No quiero ir a un hotel –dice ella, cortante, y da un paso, alejándose de nosotros.
–No queremos tener sexo contigo –le digo–. Solo queremos ayudarte.
Pero ella me mira como si no me creyera.
–No te ofendas –le dice Silvia.
–¿Necesitas plata? –le pregunto.
Saco mi billetera, le extiendo un billete, ella hace un gesto de fastidio, al parecer humillada, y dice:
–No quiero dinero, no quiero ese dinero.
Insisto, le acerco el billete, lo meto entre sus dedos suavemente.
–Anda a comer algo –le digo–. Llorar es inútil, no arregla nada.
–¿Quieres que te llevemos a comer algo? –pregunta Silvia.

La mujer me devuelve el billete, extiende el brazo, veo las marcas de los pinchazos.

–No seas tonta, es tuyo, guárdalo por favor –le digo.

Ella mira el dinero, me mira malherida y vuelve a llorar. Tiene un rostro suave, delicado, ojeroso, los labios fruncidos, las lágrimas que no cesan de caer, escondiendo unos secretos que tal vez no nos serán revelados. Como me resisto a recibir el billete, lo deja caer, cae en la vereda, ella me mira como diciéndome estoy mal pero tengo dignidad, no soy una prostituta, no te confundas. Veo que Silvia me dice mejor nos vamos, no te enredes más, esto no lleva a nada bueno. Pero no quiero dejar a esa mujer llorando en una esquina, perdida, no sin hacer un último intento.

–Déjame abrazarte –le digo, y me acerco a ella y la abrazo con cuidado, como si fuera a romperse, como si estuviera rota y fuese a caérseme en pedazos.

Ella no me abraza pero permite que la abrace, siento su espalda temblorosa, su respiración entrecortada. Le digo:

–Tranquila, todo va a estar bien.

Ella dice:

–No soy una prostituta. Sé que lo parezco pero no lo soy. No quiero tener sexo con ustedes, no quiero dinero, solo quiero irme a casa.
–¿Dónde está tu casa? –le pregunta Silvia.
–En Las Vegas –dice ella, y yo dejo de abrazarla y la miro y no sé si creerle, a ratos le creo, sobre todo cuando llora, y luego siento que está mintiendo, que nos está envolviendo en un embuste, tendiéndonos una emboscada, veo a un hombre más allá, pienso en cualquier momento nos saltará encima y nos robará todo.
–A Las Vegas no puedes volver esta noche –le digo–. Vamos a un hotel, te dejaremos en un buen hotel, dormirás en un lugar seguro y mañana te sentirás mejor.
–No quiero ir a un hotel –dice ella y me mira levemente molesta, como diciéndome ya te lo dije, no insistas, no seas pesado, y no entiendo qué es lo que quiere esa mujer, tal vez solo quería llorar, hablarnos, dejarse abrazar, quizá quería compartir con nosotros que se siente desgraciada.
–Todo bien, nos vamos –le digo y me acerco a Silvia.
–¿Vas a estar bien? –le pregunta Silvia.
–Sí, voy a estar bien –dice ella, secándose las lágrimas.
–Suerte –le digo, y nos vamos caminando.
–Evidentemente es una prostituta –me dice Silvia, que camina más rápidamente que yo, ella siempre camina más deprisa que yo.
–Sí, eso parece –digo–. Pero es una prostituta arrepentida, infeliz, con culpa, una prostituta que llora. No tiene futuro como prostituta.
–No entiendo qué quería –dice Silvia.
–Yo tampoco. Si estaba perdida, debería haber venido con nosotros.

Entonces me detengo, volteo a mirarla y la veo agachándose deprisa, recogiendo el billete, caminando resueltamente y entrando a un auto de lujo en el que la espera un hombre solo.
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PERU 21 ENERO 16, 2012

Demencia
Jaime Bayly, La columna de Jaime Bayly

Un señor de apellido Salgado, Archibaldo Salgado, me dio mi primer trabajo. Hoy, treinta años después, es mi enemigo y escribe en los periódicos diciendo que soy malsano. Qué se entiende por malsano, no lo sé, supongo que estar en apariencia sano pero mal de la cabeza o las entrañas y hacer cosas que a él le parecen malvadas, moralmente dañosas.

Un señor de apellido Botero, Enrico Botero, me dio mi primera columna en un periódico, me llevó a comer y emborracharnos, me educó en el arte del chisme, me enseñó riendo como una hiena que el humor y la bondad están reñidos, son incompatibles. Cuando murió, me detestaba, decía que yo era un desleal, un traidor, alguien que había hecho escarnio de él en una novela humorística, a despecho de todo lo que me había dado, que ciertamente no era poco.

Un señor de apellido Espíndola, Paquito Espíndola, supo ser mi amigo en los tiempos idos de la juventud, mi amigo y mi mentor, el que me recomendaba libros y leía sus novelas en ciernes, el que me decía cuáles eran las buenas ideas, la buena línea, la gente por la que era menester votar. Ahora es espía, espía de los gringos, o sea espía bien pagado, y escribe los discursos de un político prominente, incluso le escribe los libros que casi nadie lee, y si me ve por la calle, no me saluda, me ignora, hace un mohín torero, como si yo fuera una mancha, la caca de un perro que él no quiere pisar.

Un señor de apellido Vieras, Coco Vieras, me sedujo, me habló palabras inflamadas, se puso a cantar a gritos de lo contento que estaba y, aprovechando un descuido por mi parte, me sodomizó sin que yo opusiera resistencia. Todo eso ocurrió hace años, pero él, dueño de una cadena de gimnasios, casado, padre de cinco hijas, ha dicho a ciertos amigos comunes que no me conoce, que nunca me conoció, que no fue él quien en realidad me poseyó, debió de ser alguien parecido a él, no él, puesto que nunca se ha enredado en refriegas eróticas con varón. Y como no lo he vuelto a ver y mi recuerdo de él se empecina en tornarse borroso, ya no sé si fue él quien me inauguró en la senda a contramano del pecado o si todo esto lo he fabulado.

Un señor de apellido Jersey, Mike Jersey, fue mi profesor de leyes y luego mi abogado y contertulio y confidente político. Hombre de vasta sabiduría y de no menos vasto tejido adiposo, me salvó de unas cuantas querellas, estuvo a mi lado en juzgados e interrogatorios, no me cobró por sus atentos servicios legales y guardó en caja fuerte mi testamento. No he vuelto a verlo desde los funerales de mi padre, a quien, gracias a sus argucias y triquiñuelas, libró de ir a la cárcel. Al parecer ofuscado o decepcionado por mis posturas políticas, me devolvió el testamento con una nota que decía: “La ley no permite que testes en beneficio propio: los muertos no heredan”.

Una señora de apellido Guindas, Digna Guindas, se encontró, muy a su pesar, en el seno de mi familia, lo que me permitió ver con familiaridad sus senos, y me prohijó y apañó y consintió, y me dio cobijo y comida caliente, y me pagó los estudios y hasta los viajes a condición de que no escribiera de ella, una condición que, por lo visto, he incumplido, por lo que ya no me prohíja ni me cobija y más bien se llena la boca de vitriolo contra mí.

Un señor de apellido Cuéllar, Pistola Cuéllar, que dice ser Hijo de Dios y ha fundado su propia iglesia en una isla del Caribe y predica con verbo inflamado y persuasivo, me ha excomulgado de su secta, acusándome de impuro y mafioso, y ha dicho con voz tronante que nunca más entraré a ninguno de sus templos, que no me será dado orar con él y que Dios (a quien él interpreta y da voz, siendo su Hijo, el que ha venido a redimirnos de nuestras miserias y enseñarnos el camino de la virtud) no encuentra gracia en mis chanzas y chirigotas. Bufón, payaso, me ha llamado, y luego se ha vestido con túnicas y turbantes y ha pisado descalzo el altar que usa como escenario, declamando cosas arduas, a veces ininteligibles. Lo que al parecer no me perdona es que no haga míos sus dogmas y artículos de fe y que en ocasiones me permita dudar de la prédica virulenta que hace en su iglesia y que tan fervorosamente le aplauden sus acólitos, monaguillos y feligreses.

Un señor de apellido Halcón, Pérfido Halcón, solía pagarme generosamente por mis libros, pero ahora, alegando que son tiempos de crisis, ha recortado los pagos de un modo impiadoso y me ha sugerido que le dé una tregua con mis afanes editoriales y que me tome un año sabático. Contrariado, le he hablado de la vocación, de que los días son tristes vacíos cuando no escribo, del destino y el coraje y la persistencia, pero él me ha dicho que el arte es un empeño de lunáticos envanecidos, que todo lo que hago está lastrado por el peso de un ego desmesurado, que por favor me calle la boca un tiempo, a ver si lo consigo.

Un señor de apellido Troncoso, Moro Troncoso, me ha dejado sin trabajo. Cuando le he preguntado por qué me ha despedido sin miramientos de su empresa, me ha dicho que, según sus informantes, soy un hombre rico que ha heredado bastante dinero de una tía alcohólica que era dueña de una cadena de bingos y casinos. No es verdad, le he dicho, yo no he heredado nada, la que ha heredado es mi madre y ella ha donado casi todo su dinero a la iglesia mormona en la que milita (a pesar de que toma en secreto cafeína, desobedeciendo a sus superiores mormones), pero él no me ha creído, me ha dicho que no necesito trabajar, que deje de engatusarlo. Y es verdad que no necesito trabajar, nunca lo he necesitado, lo que me hace falta es el dinero que él me pagaba y ahora me escamotea, desdeñoso.

Una señora de apellido Sanjinés, Sarita Sanjinés, que antes se encamaba conmigo sin otro requerimiento que el de una botella fría de champaña, ahora se niega a contestar mis correos y hablarme por teléfono y dice que todo el tiempo que pasó a mi lado fue un desperdicio y que sus alaridos y efusiones cuando le prodigaba mi amor eran una impostación histriónica. Tú en la cama eres un saco de papas y estás mal de la cabeza y hablas dormido insultando a medio mundo, me ha dicho, y luego me ha contado, sin reparar en lo mucho que me lastimaba, que ahora se entrega a un actor de culebrones.

¿Por qué tantas señoras y señores, que antes me querían y tenían como amigo, me han dado la espalda y hacen alarde de su hostilidad contra mí y van sembrando la insidia de que mi mente ha sido atacada por la demencia? ¿Por qué he perdido tantas amistades que se han vuelto animosidades? ¿Se trata de una conspiración contra mí o más probablemente de que yo mismo he propiciado esa suerte envenenada? ¿Algo he hecho mal? ¿Desconozco la lealtad, la gratitud? ¿Ha de ser que soy un felón? ¿Me he quedado solo por infidente y canalla? ¿O todos los que desertaron de mí son unos innobles a los que debo olvidar, como si fueran una enfermedad que contraje, padecí y superé? ¿Tendrá algún mérito encontrarme así de solo y que no suene nunca el teléfono? Por otra parte, ¿cómo podría sonar, si está desconectado? En mi familia los viejos enloquecen y yo estoy envejeciendo.
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PERU 21 ENERO 9, 2012

Salir en la foto

Las fotos dicen mucho de las personas.

Jaime Bayly,La columna de Jaime Bayly
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Un lector de periódicos y revistas (ya no van quedando muchos) podría advertir fácilmente que, a la hora de dejarse retratar, hay personas que ponen énfasis en la decoración que las rodea, o en la ropa que llevan puesta (que a veces van cambiando de foto en foto, tal vez para hacer alarde de las prendas que las adornan, cuando por lo general son prestadas o de canje), o en la biblioteca que exhiben como aparente prueba de su sabiduría, o en sus expresiones: hay personas que miran con aterradora seriedad a la cámara porque acaso suponen que sonreír es un ejercicio frívolo, una cosa de tontos; hay quienes sonríen con gesto bondadoso y aire beatífico que son generalmente falsos, impostados, hay que cuidarse de los que aparecen tan mansos en una foto, esos son los peores; no faltan los que, para hacerse los graciosos, sacan la lengua, abren los ojos con exageración, hacen muecas y morisquetas y maromas y bordean temerariamente el ridículo; están también, por supuesto, los que aparecen pensando, aunque estos son los que menos piensan y si están así, con el ceño fruncido y el gesto afligido, es porque quieren hacernos pensar que están pensando, pero generalmente no están pensando, solo posando.

Probablemente los más sabios son los que no se dejan fotografiar, los que esconden su rostro de la mirada ajena, depredadora, los que huyen del exhibicionismo y el afán de salir en los periódicos a cualquier precio. Los demás, los más tontos, tenemos que aprender a convivir con nuestras fotos, un ejercicio que a menudo resulta doloroso. Las fotos del pasado suelen ser como las amistades que se han perdido o las novias de tiempo atrás: uno no puede explicarlas, son tatuajes, heridas, cicatrices, el recuerdo sistemático de que si algo ha perdurado en nosotros es la idiotez campante y atrevida. Uno ve esas fotos antiguas, esos peinados tan raros y bochornosos, aquella ropa improbable, todas las caras de nuestro pasado indefendible y se queda triste, demudado, como si esas fotos pertenecieran a otra persona, a otras personas, a una gente que se llamó como nosotros pero que ahora nos resulta extraña, odiosa, irritante. Y aunque las fotos de nuestro pasado nos parezcan generalmente espantosas, seguimos dejándonos retratar, exhibimos nuestras fotos, las compartimos con los extraños, queremos verlas en los periódicos y en eso que algunos llaman pomposamente “las redes sociales”, tal vez porque suponemos que las fotos de ahora serán mejores que las de antes, pero es solo cuestión de dejar pasar el tiempo para que todas nos parezcan igual de deplorables y nos remitan a la misma pregunta: ¿en qué estábamos pensando, por el amor de Dios?

Por lo visto, no estábamos pensando, por eso nos gusta que nos hagan tantas fotos: porque nos sentimos poderosos (si me hacen la foto a mí y no al otro es porque algo debo de haber hecho bien), importantes (no cualquiera sale en el periódico), inteligentes (qué bien se me ve así tan serio, casi molesto, preocupado por la crisis global, con todos esos libros detrás que no he leído pero que sugieren que poseo una inteligencia oceánica, enciclopédica) y sobre todo jóvenes, guapos, espléndidos, ajenos al paso del tiempo y sus viciosos estragos (a ver si mis compañeros de colegio pueden salir con este pelo y sin canas, seguro que cuando vean mis fotos se van a deprimir, los muy bobos). Lo que más daña la reputación en estos tiempos es verse gordo, desaliñado. Todos queremos salir regios. No importan tanto las ideas, incluso se diría que las ideas estorban en las fotos, lo que en ellas prevalecen son las sonrisas, los músculos, las tetas, los culos: eso es lo que define a una persona ganadora, de éxito, que tiene muchos seguidores, sin que los seguidores sepan bien, por cierto, qué están siguiendo. Como las fotos no capturan las ideas ni dan una noción aproximada de la inteligencia de los fotografiados, es fácil confundirse y que un tonto pase por listo o un listo, por tonto, según el modo arbitrario y caprichoso como se hicieron las fotos.

Ayuda mucho tener amigos y salir en la foto con ellos, lo que siempre resulta menos arduo que tener ideas. También ayuda cambiar de paisajes, es decir viajar todo el tiempo y hacerse fotos con ruinas, con pirámides, en cuevas, en playas desiertas, trepados en cocoteros, con monos o papagayos o con lugareños vestidos de un modo pintoresco. No se puede tener éxito si uno no exhibe muchas fotos que den fe de que ha paseado por medio mundo: no se viaja para aprender sino para dejar constancia, para mostrar la foto, para colgarla de una página en internet y hacer alarde de ella. El éxito está en tener amigos, en viajar todo el tiempo, en saltar de fiesta en fiesta (no queda mal parecer drogados), en sonreír como si fuéramos inmortales y estar cada vez más flacos, la gordura es señal de que estamos tristes, deprimidos, sin trabajo, de que no nos queremos lo suficiente y estamos mal de la cabeza.

También da prestigio salir con ropa de marca, muy cara, que no se consigue en el país de uno, ropa que no debemos repetir, lo que ya mostramos en la foto hay que regalarlo o esconderlo, el éxito consiste en tener más ropa de la que necesitamos o podemos usar, ropa que los demás no tienen, no pueden tener, que sufran, que nos envidien. Pero lo que más conviene cuando salimos en la foto es mostrar que vivimos en casas de lujo, en palacetes, en lugares luminosos e impolutos, sin gente fea, a ser posible con una mascota diminuta dando vueltas por ahí, desparramados en los distintos ambientes de nuestras insultantes mansiones (aunque no vivamos en ellas y nos las hayan prestado para la ocasión: lo importante en las fotos no es lo que de verdad somos sino lo que falsamente exhibimos, y que la gente sufra pensando que vivimos en medio de tanta opulencia y comodidad, se ve tan mal hacerse una foto en un ambiente pequeño, austero, nadie quiere parecer pobre en una foto, qué horror, qué va a pensar el vecino).

Tienen mérito, porque van a trasmano, a contracorriente, los que, a despecho de la ropa o las joyas o las casonas, se empecinan en hacerse fotos rodeados de libros, en librerías o bibliotecas que visitan solo para hacerse la foto, después ya no regresan. Son los intelectuales, esa gente que, como bien se sabe, raramente es inteligente, aunque presume de serlo. Como suelen ser gordos, feos, aburridos, casposos, con pelos que les salen de las narices y las orejas, y como además suelen estar equivocados pero esto no hay cómo probarlo en una foto, los intelectuales, menuda pandilla, se refugian en los libros, se escudan en las bibliotecas, se sienten pillados si los retratan en un lugar despoblado de aparente cultura. Pero la cultura es, claro, solo aparente: la que aparece en esos libros que ellos no suelen frecuentar. Los intelectuales salen mal en las fotos, nadie quiere ser amigo de ellos ni seguirlos a ningún lado, por eso se empeñan en publicar sus libros o colgar sus cuadros o hacer sus películas, porque quieren que los recordemos no por sus fotos, sino por sus obras de arte, y el arte resulta siendo algo así como la foto que uno se hace de sí mismo, muchas veces retocada para verse estupendo, muy inteligente. Tal vez no ignoran, o no del todo, que son apelmazados, densos, un plomo, predicadores incansables, personas obstinadas en demostrar que llevan la razón y nunca se equivocan, aunque en tal empeño aburran a medio mundo y fastidien al resto, y por eso posan en las fotos como si les pesara todo lo que saben, como si fuera un esfuerzo o una fatiga cargar tantos conocimientos, tan incomprendida sabiduría.

Viendo las fotos de nuestro pasado y las no menos oprobiosas de nuestro presente, parece un hecho indiscutible que las mejores fotos son las que no nos hacemos, las que logramos evitar. Nada es más conveniente que caminar por la sombra, darle la razón al otro y dejar que sea él quien salga en la foto. El que a la larga prevalece no es el que sale en la foto, sino el que la toma, y a ese, al que está detrás, no lo vemos.
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PERU 21 ENERO 7, 2012

Diario El País: ‘Bayly ya no quiere ser presidente del Perú’

Foto: El País/ “Desde 2008, el limeño Jaime Bayly anunciaba que quería ser "el primer presidente bisexual, impotente y agnóstico de Perú", relata la “Revista Sábado”.

Hoy la revista del diario El País de España le dedicó un extenso reportaje al controvertido periodista y escritor Jaime Bayly. En él revisan los escándalos que ha generado últimamente el ‘niño terrible’, así como su intención de postular a la presidencia del Perú el año pasado.

“Desde 2008, el limeño Jaime Bayly anunciaba que quería ser "el primer presidente bisexual, impotente y agnóstico de Perú" y agregaba que también quería ser "primera dama". "No aspiro a ganar, pero quiero ser candidato. ¿Para qué? Para joder, no quiero cambiar el Perú, solo joder", dijo desde su programa televisivo El francotirador”, refiere el diario.

De otro lado, se recordó el conflicto de Bayly con Frecuencia Latina, donde en muchas ocasiones amenazó al dueño del canal (Baruch Ivcher) con renunciar.

“La postura editorial de Bayly y su protagonismo político entraron en conflicto con Frecuencia Latina, el canal peruano donde emitía su programa. Ante las presiones, Bayly arremetió contra Baruch Ivcher, el dueño del canal y le dijo "que se joda". "Este es mi último programa, escríbeme una cartita liberándome del contrato", dijo en el aire. "No necesito a Baruch, no necesito a este canal. Modestamente, creo que más pierde este canal con mi renuncia"”, relató la revista.

Otro de los problemas que recuenta El País es con su ex novio, el argentino Luis Corbacho, quien en innumerables veces tuvo la osadía de lanzar reprimendas contra Silvia Nuñez del Arco, novia del escritor y madre de Zoe, su última hija.

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